Tribuna:

Correligionarios

Los partidos politicos de antes de la guerra civil usaban de esta curiosa y significativa voz para designar a sus afiliados: correligionarios. La política, a falta de otro menester más rutinario, como la eficaz administración de los recursos públicos, se entendía como un sucedáneo de religión, como la participación comunitaria en unas ideas a las que se atribuía carácter salvífico. Comulgar en la idea y ser fiel al ideal era de lo que siempre alardeaba el buen correligionario, dispuesto, naturalmente, al sacrificio si se lo requería el superior interés del Estado.La concep...

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Los partidos politicos de antes de la guerra civil usaban de esta curiosa y significativa voz para designar a sus afiliados: correligionarios. La política, a falta de otro menester más rutinario, como la eficaz administración de los recursos públicos, se entendía como un sucedáneo de religión, como la participación comunitaria en unas ideas a las que se atribuía carácter salvífico. Comulgar en la idea y ser fiel al ideal era de lo que siempre alardeaba el buen correligionario, dispuesto, naturalmente, al sacrificio si se lo requería el superior interés del Estado.La concepción del partido político como correligión tenía, como es obvio, una base algo más prosaica que la sublime comunión de ideas y la disponibilidad al sacrificio. En España, donde un cambio de Gobierno entrañaba un inmenso tráfago de gentes en la Administración, y donde la Administración llegaba desde un director general hasta la limpiadora de un Ayuntamiento, el partido político que resultaba vencedor en las elecciones se convertía inmediatamente en una agencia de empleo. La debilidad de la Administración pública, y su dependencia estructural del Gobierno, permitía a los mejores correligionarios abrigar esperanzas de que su fidelidad encontraría pronto una grata recompensa en forma de un puesto en la Administración. La representación simbólica que del Estado se hacían los anarquistas como una gran teta a la que

todos se agarraban -y de la que todos chupaban- guardaba quizá alguna relación con esta práctica política del trasiego de correligionarios cada vez que se producía un cambio de Gobierno.

Entre las notas que distinguían al buen correligionario, especialmente cuando se trataba de aducir méritos con vistas a un empleo público, una de las más destacadas era la devoción y fidelidad, no ya a las ideas -lo que siempre era digno de mención-, sino al líder, al dirigente del partido. Es realmente llamativa, cuando se leen las innumerables cartas de recomendaleión que por cualquier motivo escribían o recibían los dirigentes de los partidos, la continua referencia a la calidad del recomendado como un hombre de ideas y a la vez de probada fidelidad al jefe. Alejandro Lerroux,sobretodo,gran muñidor de favores, era objeto de adhesiones incondicionales, que no le faltaban tampoco al resto de los líderes de los partidos, incluso a Manuel Azaña, de quien todos conocían, sin embargo, su aversión a dar y recibir favores.

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Se configuró así desde la Restauración, se reforzó en la República, y alcanzó su paroxismo con la dictadura franquista, un tipo de partidos en el

que la adhesión a la ida era a la vez fidelidad al líder, con la secreta o sólo susurrado, esperanza de obtener, cuando el partido llegara al Gobierno, algún puesto en la Administración. Los valores que esta estructura profunda de la política exaltaba no eran, como bien puede deducirse, aquellos relacionados con la competitividad y el mérito contrastado de los aspirantes a cargos públicos, sino los relacionados con la fidelidad o, en los escalones superiores, la amistad. El timbre de prestigio del cacique local consistía precisamente en la calidad de las amistades políticas situadas en Madrid de que podía presumir en el pueblo. Los partidos tenían en la cumbre al gran amigo, a quien rodeaba un ,grupo de adictos, que, a su vez, procuraba mantener relaciones amistosas -en una cascada de dependencia- con otros grupos de fieles.

La concepción del militante político como correligionario -con las implicaciones indicadas- se reforzó todavía más en aquellas formaciones políticas que concebían al Estado como instrumento para la transformación de la sociedad. En esta tradición -más prop; a del republicanismo y del socialismo-, el componente sacrificial

de la comunión en la idea se exaltaba sobre la natural ansiedad por el reparto de los despojos de la Administración. Pero el resultado efectivo no era diferente: los llamados a compartir la responsabilidad del Gobierno acentuaban el sacrificio que entrañaba su aceptación, pero finalmente acudían a ella aduciendo dos motivos principales: su disponibilidad a sacrificarse por la idea y su fidelidad al dirigente investido con el carisma del liderazgo.

Tal estructura de la política como compleja red de amistad y clientelismo, anegada en una retórica de exaltación de valores particularistas, era lógico resultado de una sociedad tradicional. Sin grandes industrias, con una estructura empresarial raquítica, con un sistema financiero controlado por unas pocas familias emparentadas entre sí y, sobre todo, con una economía protegida y sin mercado, la sociedad española -penetrada ideológicamente por la Iglesia católica- no podía crear un sistema de partidos en los que no predominaran también los valores tradicionales de la amistad, la fidelidad irracional al líder, la adhesión a ideas y la comumión en proyectos salvíficos. Todo esto se expresaba después, al trasladarse a la organización de la sociedad y del Estado, en nepotismo, politización de la Administración pública, corporativismo extremo.

Se tradujo también, con consecuencias calamitosas, en la propia debilidad e irrelevancia

de los partidos políticos. El simple avatar de la desaparición -fisica o política- del dirigente carismático que había sabido tramar en torno a su persona una amplia red jerarquizada de amistades políticas era suficiente para liberar las tendencias al fraccionalismo y a la dispersión. En tales casos, a la fragmentación política acompañaba un bloqueo de la Administración, dividida por fidelidades enfrentadas. Las limitadas dimensiones de los partidos políticos en España y su tendencia al fraccionamiento no eran fenómenos ajenos a la rutina e ineficacia de la Administración y a la estructura predominantemente familiar y corporativa de la sociedad civil.

Las cosas no son ya, tal vez, lo que eran. Pero sería menester preguntar si acaso en la continuada debilidad de los partidos políticos -que es una de las cuestiones fundamentales que la consolidación de la democracia tiene aún pendientes- y en las críticas de que son objeto no hay un repudio de esa honda tradición de lo que podría llamarse correligionariedad como forma de organización partidaria. Probablemente, esa tradicional cultura del correligionario obstaculiza todavía hoy la tan aireada modernización política y contamina la vida interna de los partidos y la propia Adnúnistración del Estado con fidelidades que tienen más nombre o apellido de personas que definición de proyectos y objetivos políticos.

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