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El tiempo no se detiene

Mientras el helenismo trata de reducir al hombre -a su mensurabilidad- las nociones de lo inabarcable, ya sea en el sentido de una infinitud que se adecuaba perfectamente a la megalomanía persa o de la relatividad heraclitiana, resulta significativo el des interés medieval por la belleza del cuerpo, que es como decir por los as- ectos vitalistas que le precedieron.La Edad Media cristiana hace abstracción del presente y relata situaciones intemporales, en las que la figura de Dios se intuye en los fondos uniformes de las bóvedas, cuando no las preside directamente. La revisión clásica propiciada por el humanismo renacentista terrenizó los símbolos religiosos, restando hieratismo y trascendencia a las representaciones, si bien un cierto sustrato medieval subsistió, reciclado, si se quiere, en la forma de la serenidad y el equilibrio incorruptibles de un Rafael, o el non finito de Miguel Angel, quien además dejaba así constancia de la duración del arrebato inspirado.

Las vanitas barrocas recuerdan nuevamente al hombre su naturaleza caduca, e incluso el voluptuoso dinamismo de Rubens es efímero. La obra barroca desborda al espectador (y en esto consiste en gran medida su efectividad) de una manera similar a como más tarde el romanticismo alemán experimentará, a la vez atemorizado y cautivado, el sublime espectáculo que le rodea: la infinitud.

En contraposición, el clasicismo buscará la seguridad del espíritu en el retorno melancólico a la antigüedad, en la huida subrepticia del tiempo. Sin embargo, en ese: regreso descubre las cualidades, de su método: la forma definida no es interpretable, no tiene que ver con el sujeto, sino con la. categoría que engloba al sujeto. Si el estallido del color, la disolución del contorno y el juego lumínico facilitaban el acceso de la individualidad por vía de la sugerencia, el rigor formal se encarama a lo general, a lo inmutable, vislumbrando posibilidades de perpetuación.

El realismo de Courbet inaugura la concepción moderna al desasirse de unos y otros. Ya no caben ni la. afectación ni la idealización. La objetividad, para serlo, no puede hablar más que de aquello que conoce: el riguroso presente. Claro que el presente se da en la simultaneidad. No hay, pues, acontecimientos relevantes. Todo ocurre conjuntamente, y la vida está hecha de instantes fugaces encadenados, que el impresionismo se encargará de capturar.

La posterior nostalgia de Gauguin no tiene nada que ver con la solemnidad clásica, no es el suyo un anhelo de civilización, sino de ingenuidad primigenia, ancestral, aún palpitante en recónditos lugares. Su mirada es limpia, aunque evasiva. El compromiso expresionista jamás podría tolerar una actitud tan esquiva.

De nada sirve tampoco hacer una crónica detallada de los hechos, es preciso gritar las injusticias., estremecerse. Por otra parte, sólo la acción da verdadera cuenta de la propia existencia; en consecuencia, el arte ha de ser un reflejo de la vida, con sus tragedias y sus angustias.

Para el cubismo, en cambio, no hay más realidad que la realidad mental, y en ella espacio y tiempo son uno. La diversidad de puntos de vista es producto de un movimiento del espectador en torno del objeto, y la imagen mental de ese recorrido conservará, de forma unitaria la conclusión obtenida. De todos modos, ni el. cubismo ni la racionalidad subsiguiente de, por ejemplo, Mondrian evitarán que de manera recurrente reaparezca en la escena de finales de los cuarenta, más exacerbada todavía la cuestión expresionista.

El artista como obra

Vivir y pintar son una misma cosa; por tanto, no caben fisuras. El artista se proyecta en la inmediatez, en el frenesí gestual, antes de que su mente pueda organizar sus intenciones. El tiempo no se detiene, no existen pausas. En lo sucesivo, los esfuerzos se concentrarán en la integración del arte en la vida, con el propio artista como obra (body-art) o reclamando o provocando colaboraciones espontáneas (happenings).La década de los ochenta, preocupada, luego de la experiencia conceptual, por su identidad, mira de continuo al pasado sin un afán historicista. Demasiado poco inocentes ya como para hacerlo, el eclecticismo asumido se interroga sobre el sentido de esas contaminaciones en una cultura excesivamente tecnificada.

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