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La lección del Gran Selenita

En la novela de H. G. Wells Los primeros hombres en la Luna hay un episodio particularmente sugestivo. Tras haber establecido contacto con varios selenitas y haberse familiarizado con múltiples aspectos de la vida lunar -o, puesto que los selenitas vivían bajo la superficie de nuestro satélite, la vida sublunar-, el que quedó como único representante de la especie humana, Cavor, fue conducido a la presencia del Gran Selenita. Cavor había aprendido ya muchas cosas acerca de la sociedad lunar que le habían impresionado favorablemente. En particular, le había llamado la atención el perfecto funcionamiento de una comunidad que, por lo visto, había encontrado solución a todos sus grandes (y aun pequeños) problemas. La entrevista con el Gran Selenita le confirmó en la idea de que los habitantes de nuestro satélite habían alcanzado un elevado grado de civilización, no sólo en lo que atañe al conocimiento científico y a los desarrollos tecnológicos, sino también en lo que concierne a lo que cabría llamar "ingeniería social lunar". Por su lado, el Gran Selenita vio confirmado por boca de Cavor lo que éste había ya comunicado a los fieles servidores del Señor de la Luna, y mucho se le antojó admirable. Especialmente en los últimos dos o tres siglos, los terrícolas habían hecho grandes progresos, incluyendo algunos en materias a las que los selenitas no habían prestado mucha atención. No había razón para que entre selenitas y terrícolas no se establecieran lazos de amistad, que sólo podían contribuir a reforzar sus respectivas virtudes y capacidades cuando...Cuando el Gran Selenita tuvo noticia de que -¡horror!- los seres humanos no constituían una sola sociedad, sino que estaban repartidos en muchas que, además, solían cambiar grandemente en el curso del tiempo, al punto que algunas desaparecían y otras emergian -para desaparecer de nuevo-. ¡Qué inestabilidad y, sobre todo, qué confusión! Pero la historia no terminaba aquí. A la sorpresa causada por las revelaciones de Cavor se añadió pronto el temor cuando el Gran Lunático supo que las diversas sociedades humanas se enzarzaban en conflictos, que degeneraban en guerras, en el curso de las cuales los miembros de una sociedad se consagraban a la exterminación de los de otra, con la bien fundada esperanza de que al final no quedara ninguno de los últimos (como dijo una vez un general tan ilustre como poco ilustrado, "una guerra consiste en matar a todos los enemigos que se pueda, de modo que cuando no quede ya ninguno se haya terminado la guerra con un completo triunfo"). En vista del carácter cruento de la mayor parte de las guerras en el pasado y en vista de que, por virtud de los armamentos, nucleares, una guerra futura puede ser no sólo cruenta, sino totalmente catastrófica - la guerra que termine con todas las guerras por haber terminado con todos los posibles contendientes-, no debe sor prender que el Gran Selenita se sintiera no sólo desagradable mente impresionado, sino también, y sobre todo, desalentado, y no digamos horrorizado. ¡Qué no va a ocurrir si a los seres humanos se les ocurre alunizar con armas y bagajes! La entera civilización lunar, tan bien organizada y tan pacífica, va a caer en las garras de esos que se llaman terrícolas o terráqueos, pero que son puros lunáticos, si bien en un sentido que el buen selenita se resistiría a admitir.

Es fácil hacer caer de su pedestal al Gran Selenita. Para empezar, la comunidad de los sublunares estaba tan bien organizada, y era tan pacífica, sólo porque se la había previamente encorsetado en niveles tan rígidos y especializados que las diferencias no se expresaban en términos de mera clase o estamento, sino en términos biológicos: era, en la descripción de Wells, una sociedad fenotípicamente poliforma, donde los "intelectuales" exhibían cabezas enormes y brazos raquíticos, mientras que los obreros manuales (incomprensiblemente todavía quedaban algunos en una comunidad tecnológicamente tan avanzada) ostentaban brazos fornidos y cabezas minúsculas. ¡Vaya sociedad! Por si esto fuera poco, el Gran Lunar y sus llamémosles satélites parecían ignorar que la completa integración social puede ser, más que una manifestación de buena organización, un signo de conformismo o totalitarismo, o ambas cosas a un tiempo.

La sociedad de que Wells se hacía eco era más bien un hormiguero -si los especialistas en el estudio de las sociedades de insectos nos permiten esta simplificación abusiva.

Pero antes de derribar al Gran Selenita o tratar de convencerle de que las diferencias y tensiones entre sociedades humanas -y entre miembros de tales sociedades- pueden ser fructíferas, conviene no echar en saco roto las advertencias que transparecen en su horror ante la índole cruenta de una buena parte de la historia humana, incluyendo la presente fase. El que haya habido, o haya, o inclusive convenga que sigatabienido conflictos no justifica en modo alguno que los seres humanos se despedacen unos a otros con esa asombrosa mezcla de frialdad y fanatismo de que tan a menudo hacen gala. Menos justifica aún que lleven sus conflictos, reales o supuestos, a tan extremas con secuencias que se desemboque en una conflagración universal que acabe con la propia especie -amén de muchas otras que no tendrían la culpa de semejantes vesanias-. Desde este punto de vista habría que poner de re lieve al Gran Selenita que la propia idea de alcanzar una sociedad perfecta -que, por lo demás, cada cual entenderá a su modo- podría ser el prólogo para una general hecatombe. Pero antes de convencer a na die de que una sociedad como la organizada bajo el supuesto patrocinio, y la efectiva férula, de un Gran Cualquiera no pasa de ser el sueño, o la pesadilla, de un lunático, convendría escuchar al Gran Selenita, ínge niado por H. G. Wells, hasta el final. Algo hay justo en sus recriminaciones y temores, y es la posibilidad de que los seres humanos lleguen demasiado lejos en su empeño de resolver los grandes problemas a trompazos.

Justa y precisamente los grandes problemas, que, más aún que los pequeños, necesitan una infinita dosis de buena voluntad y paciencia.

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