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La 'alternativa' posible

Los madrileños saben que hay una zona nacional en su ciudad, cuyo frente es la calle de Goya. Junto a ella estaban situados, no hace mucho tiempo, el cuartel general de Fuerza Nueva y las madrigueras de los alevines neonazis que al comienzo de los ochenta hacían arder las paredes del barrio de Salamanca con invocaciones frenéticas a una segunda edición del 18 de julio. Los mentideros de la hermosa avenida -las mejores cafeterías de Madrid- suponen un excelente campo de observación para quien quiera conocer los derroteros ideológicos de unas gentes que, desde los años finales del franquismo -ya en el prólogo de la "transición"-, iniciaron, como los cangrejos, su camino hacia atrás para radicarse en los ardores de 1939.En uno de estos enclaves escuché yo, cuando Leopoldo Calvo Sotelo acababa de convocar las elecciones de 1982, cierta curiosa conversación mantenida por un grupo de chicas talludas (evidentes epígonos de la Sección Femenina). Trataban de convencer dos de ellas a una tercera de la necesidad de apoyar plenamente a Fraga. Fracasado el golpe y eclipsado Blas Piñar, había que pensar en el voto útil. La tercera, muy dubitativa, replicaba: "Sí, yo lo comprendo... Pero cuando recuerdo la fotografía de Fraga junto a Camacho y Felipe González en la manifestación del 27 de febrero, me indigno...".

Desde entonces acá, cada vez que la nave pilotada por don Manuel vio alejarse el ansiado puerto del poder, me ha venido a las mientes aquel curioso cambio de impresiones de unas irreconciliables incapaces de plantearse la vida nacional en otros términos que los de la guerra civil permanente. Y ahora, amortiguado ya el clamor de la Prensa -el coro de alabanzas y de conmiseraciones- suscitado por la retirada del batallador caudillo de Alianza Popular, bueno será, puesto que se avecina un decisivo congreso de sus huestes, reconsiderar serenamente el caso Fraga y, con él, el de una posible alternativa de derecha en el Gobierno.

Hay un hecho positivo, sin duda, en el haber político del ex jefe aliancista: su esfuerzo por encarrilar hacia vías de ortodoxia democrática a esa España de la que eran mínima pero elocuente expresión las damas de la cafetería a que acabo de referirme, aunque dudo de la eficacla real de ese esfuerzo. La lealtad personal de Fraga a su pasado franquista, su cerrada negativa a legalizar a los comunistas cuando, durante el segundo Gobierno de Arias, regentaba el Ministerio del Interior, supusieron un aval para los nóstálgicos del régimen extinguido, que en todo caso preferían entender su integración en la "senda constitucional" como una táctica para llegar allí donde les sería posible volver a poner en pie lo que estaba caído irremisiblemente. Aunque no fuera tal la idea de Fraga -no lo era, desde luego-, lo cierto es que él no dejó de fomentar el equívoco, en el afán de ampliar sus filas y, so bre todo, el número de sus vo tantes. De ahí vino lo de la mayoría natural y aquel famoso cartel de "los siete magníficos" (?), cuyo rotundo fracaso debiera haberle convencido, ya entonces, de que estaba emprendiendo un camino equivocado, puesto que le conducía hacia el pasado, pero no hacia el future.

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El Fraga liberal (liberal "autoritario", por supuesto) reaparecía, sin embargo, en afirmaciones tajantes: así, en su reacción visceral al cabo de la larga madrugada del 23-F y en la manifestación multitudinaria del día27. Pero luego el atropellamiento de su oratoria traicionaba, de manera desconcertante, esas profesiones de fe. Yo he recordado siempre dos botones de muestra inefables: uno, la frase que todos pudimos oírle en televisión durante la campaña electoral de 1982. Entonces, replicando al famoso eslogan de los socialistas ("Por el cambio"), Fraga soltó esta andaríada: "¡Ahora nos hablan del cambio!... El cambio ya se hizo, ¿y para que sirvió? Para que, si antes no había paro, tengamos paro ahora; para que, si antes no había terrorismo, tengamos ahora terrorismo...". Cerrando los ojos a la inexactitud del planteamiento, cualquiera podía sacar esta conclusión- el ,, cambio hecho" fue el que trajo la democracia; pero, por lo visto, ese cambio había resultado nocivo y recusable en consecuencia. Era un guiño a los del "con Franco vivíamos mejor". El otro botón de muestra tuvo mayor eco negativo. Me refiero a la famosa sentencia lanzada en pleno Parlamento: "Más vale mancharse las manos de sangre que lavárselas con el agua de Pilatos". (Aquí no es precisa glosa alguna.)

El supuesto centrismo" de Fraga -su confesada opción democrática- no era sino "dcrechismo duro", al brindarse como garante de una vuelta a los principios, ya que no a las formas, del "buen tiempo pasado". De aquí que negase el pan y la sal al verdadero centro, el que había visto claro que para entrar en una vía real -y no teórica- de democracia la coridición sine qua non estaba en el desguace total de la vieja nave franquista. Conviene recordar que de ese decidido asentamiento en la realidad (es decir, en el deseo de un arriplísimo sector de la sociedad española), tal como lo encarnó Adolfo Suárez durante su fructífera etapa de Gobierno, se resintieron no pocos de los que al principio habían contribuido, desde UCD, a posibilitar la transición: porque también ellos habían creído que se trataba. de cambiar sólo algunas cosas "para que nada cambiase". En pura lógica, esos disidentes desembocaron en el fraguismo. Porque la distancia entre centro y derecha estaba precisamente ahí: en entender o no como camino sin retorno el iniciado en 1976. Ello condujo a la desconiposíción del conglomerado ucedista, después de que esta plataforma política sirviera de puente hacia la democracia.

La lamentable crisis en que naufragó UCD, estimulada por un mundo de envidias y de celos personalistas apuntados contra Suárez, al coincidir con el repliegue "táctico" de muchos inconciliables, potenció la capacidad de captacióti de voto del partido fraguísta en la coyuntura electoral de 1982. Pocos entendieron entonces que AP -y la coalición que la arropaba, atenida a una táctica asimismo errónea- estaba alcanzando un listón que resultaría insuperable y era insuficiente. Los que -llegando desde el campo ultra- vieron en Fraga un ariete para quebrar la fortaleza democrática tardaron cuatro años en desengañarse. Los que por oportunismo equivocado abandonaron el verdadero "centro" para fórrnar en coalición junto a Fraga -aun hallándose muy lejos de sus "querencias" franquistas-, no sospechaban que en el castigo hallarían la penitencia. Porque a lo largo de la etapa que siguió -la etapa triunfalista del "jefe de la oposición- se vieron precisados a acompañar al líder de la derecha aun en aquellas aventuras en las que no podían por menos de estar visceralmente contra sus criterios: todo el mundo recordará las tensiones que en la coalición hubo de provocar la postura aislada de Fraga en el

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caso de la peligrosísima incursión militar de Estados Unidos en Libia y la prueba, aún más grave, del "referéndum OTAN". Ha sido preciso que llegase la hora de la gran crisis, al despuntar el otoño de 1986, para que muchos de los que entonces secundaron su absurda campaña abstencionista nos descubrieran que habían seguido al "jefe" contra su voluntad (habría que añadir: y contra el sentido común). Por entonces, yo me permití denunciar tajantemente el caso desde estas mismas columnas. De hecho, defender la abstención en un referéndum esencial para la posición de España en el juego de fuerzas de Occidente -y cuando Fraga había propugnado siempre la presencia de nuestro país en la gran alianza militar- resultaba absurdo, pero, sobre todo, venía a confirmar algo bien sabido: que una cosa es actuar como jefe de partido, y otra, alcanzar talla de estadista. En aquella ocasión, Fraga se afanaba exclusivamente en hacer tropezar -y caer- al Gobierno socialista, aunque esa caída implicase una Situación por él no deseada para España, y hundir al socialismo moderado, aun cuando ello supusiera potenciar la izquierda extrema.

Lo cual identificaba una vez más al ex ministro de Franco con la derecha pura y áspera, puesto que para él era preferible un socialismo intratable que un socialismo con el que coexistir en un sistema de centro. Contrariamente a lo que había sido la prudente trayectoria de Felipe González -hacia la moderación democrática desde la utopía extrema y rupturista-, Fraga se decantaba de nuevo por el modelo de "un extremo contra otro extremo", tratando de dinamitar las bases de entendimiento aceptadas por la socialdemocracia.

La larga crisis iniciada con el descalabro electoral de 1986, y culminante con la renuncia de Fraga a la jefatura del partido, deja las cosas en su lugar. No creo que Alianza Popular vuelva a rebasar no ya el techo de 1982, sino el de 1979, si sigue ateniéndose a los errores tácticos y estratégicos de Fraga. Por lo pronto, la ultraderecha, que fue su lastre añadido" desde 1982, no puede ya.pensar en él como en un posible "caballo de Troya" para ganar una guerra perdida, y es significativa la reaparición de Blas Piñar en el horizonte de los partidos. En el seno de la genuina AP se impone una exigencia que ya han vislumbrado sus elementos más jóvenes: que la política de derecha o de centro-derecha, de cara al futuro de la democracia .española, se atenga a uri definitivo abandono de las antiguas y peligrosas nostalgias; el franquismo es puro tiempo pasado, sin virtualidad histórica hacia el mañana.

Pero eso ya lo delcubrió hace mucho tiempo Adolfo Suárez, cuya experiencia -no sólo en la política práctica, sino en lo que afecta a ciertas adhesiones condicionadas- le ha valido un ascenso electoral simétrico con el estancamiento del fraguismo, si bien no nos ha diseñado aún un auténtico programa alternativo. Ese posible programa -y la opción de una moderna derecha en el porvenir- sólo puede cifrarse en dos condiciones esenciales: una clara visión de futuro que salve valores éticos y sociales índiscutibles en la tradición cristiana y occidental, sin confusión posible con los viejos egoísmos de clase vinculados al pasado dictatorial -valores compartidos por las formaciones hegemónicas en las autonomías con auténtica raíz-, y un olvido de las diferencias entre caudillos separados sólo por matices imperceptibles. Las ambiciones personalistas deben acallar sus querellas pira escuchar lo que repetidamente ha venido expresando el voto ciudadano ajeno al socialismo: el deseo de un equilibrio en el progreso, en una línea moderada, pero generosa, inconfundible con un retorno al pasado.

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