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Tribuna:EL DUQUE DE ALBA, EN LA ACADEMIA
Tribuna
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El conde de Aranda y la reforma de espectáculos en el siglo XVIII

Don Pedro Pablo Abarca de Bolea y Ximénez de Urrea, X conde de Aranda, grande de España, es presidente del Consejo de Castilla desde 1766. Los copleros de un Madrid que todavía huele a motines, a capas largas y a sombreros gachos, comentan con garbo su estrabismo: "Ojos de presidente / tiene mi amante, / uno que mira al cierzo / y otro al levante". En 1773, recién llegado el conde a París como embajador de su muy católida majestad Carlos III, una dama escribe al conde de Périgord sus impresiones acerca del diplomático aragonés: "Il a un dragon dans l'oeil". Ni siquiera una tara física es juzgada en Aranda unánimemente. No es, por descontado, el único personaje controvertido de nuestra historia; mas sí depara su caso un aspecto trágicamente peculiar. De Aranda dicen todos las mismas cosas ad usum delphini, esto es, la mismas simplezas; unos en tono de encomio y otros con afán de dicterio. Con lo que unos se convierten en los unos y otros en los otros. (Nombres ilustres los hay en ambos bandos.) Nuestro conde es, por tanto, uno de los primeros y más notables españoles en quienes podemos ver cómo y por qué crepita la pira horrenda de las dos Españas.Hace tiempo, un tiempo por cierto muy mío, inicié un parlamento sobre los Reyes Magos diciendo, sin ánimo de molestar a nadie, que ni eran tres, ni eran reyes, ni eran magos, y que tampoco se llamaban Melchor, Gaspar y Baltasar. Con la misma intención insistiré en este discurso, adosado a opiniones más doctas que la mía, en que Aranda no fue impío, ni mucho menos masón, ni afrancesado, y que tampoco tuvo parte sustancial en la expulsión de los jesuitas. Rafael Olaechea, que, junto con Ferrer Benimeli, es uno de los historiadores que hoy más y mejor saben de don Pedro Pablo, no tiene empacho alguno en repetirse acerca de estos asuntos, antes, por el contario, se complace en hacerlo propedéuticamente: "Creyendo que repetir y volver a repetir la historia verdadera es la mejor forma de destruir el mito calumnioso".

Proclive al teatro

Por lo menos en dos ocasiones, fuera de los años en los que le incumbieron funciones de gobierno del Estado -desde 1766 a 1773, y otra vez en 1792- detectamos en Aranda proclividad al mundo del espectáculo y del teatro. Una de las 13 cartas autógrafas que, dirigidas al duque de Alba, conservamos en nuestro archivo del palacio de Liria le sirve al conde para quejarse desde Lisboa, donde cumple cargo de embajador, de los muchos males que asolan esta ciudad por causa de los terremotos de 1755. "...finalizar mi comisión sin saber lo que es casa bien amueblada, convites delicados, tren de calle sobresaliente, vida sosegada y perezosa, y, con todo, gastarse hasta los calzones, y volver a España contristado de tantas miserias, sin aver visto que tejidos de puntales en lugar de mutaciones de ópera". El teatro, en su forma operística, es algo que Aranda echa de menos, y muy concretamente en sus aspectos escenográficos. La referencia a ellos en 1755 es algo más que un gusto; o sí que lo es, pero con implicación en las inquietudes españolas de aquel tiempo y con renovadoras consecuencias legislativas cuando Aranda llegó a poder promoverlas.

Los testimonios de Jovellanos y de Leandro Fernández de Moratín son de la última década del siglo. Malos les parecen los bastidores, pero hasta ellos hubo de llegarse, gracias a Aranda, desde una situación aún más rudimentaria de la fábrica escénica. El presidente del Consejo dispuso que se retirasen los paños o cortinas y se sustituyesen por decoraciones pintadas; ordenó, además, que se adelantase hacia el público la orquesta, que, antes, se disimulaba entre los paños. Para costear tales innovaciones, que se presentaban diariamente, elevó el precio de las entradas, aunque sólo las de los palcos o aposentos.

La batalla del teatro en el siglo XVIII rebasa, por haber sido tan embravecida, los márgenes de la historia literaria. Se ventila en ella la seducción de una nueva modernidad. Porque modernidad hay siempre en el horizonte de las expectativas cuando el equilibrio entre hodiernidad y tradición se altera y reclama otro reparto de gravedades. Modernas son las églogas de Garcilaso y las últimas obras de Moratín hijo; modernos son Aranda y Campomanes al encarnar una figura de ministro que no es ya la de Olivares.

El peso del público

Si en aquella polémica teatral hubiesen únicamente intervenido los autores, la virulencia de sus vueltas y revueltas hubiese tenido más corto alcance. El peso abigarrado, movedizo y enorme del público convirtió en cordillera lo que, sin él, no habría pasado de ser collado. Los autores hablan de sus obras y de las de sus colegas en tanto en cuanto sean éstas aptas para corregir y elevar la conducta de los espectadores. Se está en busca, ni más ni menos, que de una nueva sociedad. Los detractores del teatro nuevo, lo que condenan es su inmoralidad; y los defensores se deslizan, corre spondientemente, por derroteros morales. Satisfecha la exigencia moral del espectáculo agusto de unos o de otros, resulta indiferente quién sea el autor de la obra. Así nos lo confiesa, sin ningún rebozo, Olavide en sus apologías del teatro en Sevilla, que él mismo ha organizado, según veremos más adelante, por encargo y con apoyo inquebrantable de Aranda: "Yo pienso que lo que necesita la nación son tragedias que la conmuevan y la instruyan, comedias que la divertan y corrijan. Y que, lográndose estos fines, importa poco sean de griegos o de romanos, con tal de que se acomoden a nuestras constumbres, y es indiferente hayan sido de Calderón o de Moreto".

La educación comienza por la del espectador, in situ. Aranda legisla para suprimir desórdenes y obtener así una policía adecuada en los lugares teatrales. La algarabía en los corrales, luego coliseos, en la cazuela y hasta en los aposentos, cobra con incómoda frecuencia los tonos broncos de los vendavales. Los chorizos, partidarios de la compañía del Príncipe, y los polacos, que lo son acérrimos de la que representa en el de la Cruz, se atreven a sonados enfrentamientos. Un fraile agitador está por medio. Aranda fusiona en una las dos compañías y obliga a trabajar a sus miembros alternativamente en ambas salas. En abril de 1768 prohíbe a las mujeres, bajo multa, taparse con mantillas en los teatros. ¿No había mandado, unos dos años antes, que se tocase el verdugo con sombrero gacho? El conde de Fernán Núñez asegura que, valiéndose de aquella estratagema legal, consiguió que los madrileños aceptasen el sombrero de tres picos.

¿"Había leído Aranda", se pregunta Eugenio d'Ors, "a Pierre Nicole, el maestro de Racine, sus Essais de Morale (Du Danger des spectacles)?". Lo cierto es que el conde, al crear desde su ministerio los Teatros de los Reales Sitios en El Ecorial, en La Granja y en Aranjuez, pone al frente de su funcionamiento a Clavijo Fajardo, traductor de Racine y de la Historia Natural, de Buffon. También es cierto que en dichos teatros se concedió "interés particular, y casi podríamos decir exclusivo, a las tragedias francesas en versiones españolas, entre cuyos traductores figuraban don Gaspar de Jovellanos, don Pablo de Olavide, don Tomás de Iriarte y don Ramón de la Cruz. Entonces Racine, Moli¿re, Voltaire y Destouches se impusieron a costa de Lope, Calderón, Rojas y Moreto".

En cuanto a la preferencia de autores franceses sobre los españoles del siglo XVII, Bernardo de Iriarte y Leandro Fernández de Moratín se llevan la palma de nuestra sorpresa invencible. Al primero le encarga Aranda una selección en la que, si ofrece 21 obras de Calderón, 11 de Moreto, 7 de Rojas y 5 de Solís, se contenta con sólo 3 de Lope y con ninguna de Tirso de Molina. Moratín, nombrado por el ministro Urquijo flamante director de la Junta de Reforma del Teatro, dimitirá pronto del cargo, mas no sin antes haber recomendado la prohibición de más de 600 obras españolas: entre ellas, La vida es sueño.

¿Será de veras Voltaire quien, como amigo de trato frecuente y confiado, dé a Aranda el espaldarazo de afrancesado? Contestan a esta pregunta afirmativa y enfáticamente, y cometen al hacerlo una imperdonable ligereza, historiadores del mayor fuste: Morel-Fatio, Sarrailh, Herr, Russell P. Sebold y, desde luego, Menéndez Pelayo. El gran polígrafo santanderino se equivoca en cuanto a Aranda passim y no es éste un yerro sobre el que vuelva con palinodias. Como acerca de tantos otros puntos clave para quienes quieran encararse con un Aranda históricamente verídico, resulta fundamental la lectura de los estudios que a su figura han dedicado Rafael Olaechea y José Antonio Ferrer Benimeli.

Aranda y Voltaire

De entrada, debe mantenerse que Aranda y Voltalre no se vieron jamás, y que el francés escribió una sola misiva, aduladora y un tanto guasona, al español, que, a su vez, no le contestó nunca. El autor de Cándido tuvo con España una relación tardía y pobre. Diez años antes de su muerte, concibió por Aranda una admiración, que esparció por doquier, puntuada hasta la saciedad de un mismo tópico: que el aragonés había "cortado la suñas y limado los dientes al monstruo", esto es, a la Inquisición. Poco tuvo que ver Aranda con el Santo Tribunal, e incluso éste rezongó bastante antes de querer habérselas con él, al final de su vida y en desgracia política, por presiones de Godoy. Pero en lo tocante a los españoles, Voltaire no precisa más que de imaginación, siendo ésta, en el caso, reiterativa y escasa. Es inquietante que en la susodicha carta única, el patriarca de Ferney no hable de otra cosa que de vinos, porcelanas, medias de seda y relojes. Sin duda alguna, es Voltaire el mejor santo patrono posible de la Alliance Française. Es cierto que el filósofo hizo con Aranda una excepción al dedicarle un capítulo de su Diccionario filosófico, puesto que los nombres propios no son, como el autor advierte, "objeto de nuestras consideraciones filosóficas". Por desgracia, declama en él una sarta de generalidades equivocadas.

Constituye para mí una satisfacción muy honda que un antepasado aragonés de la casa de Alba devolviese el teatro a mi amada Sevilla. Lupercio Leonardo de Argensola, aragonés como Aranda, provocó, con su memorial a Felipe II de 1598, la supresión de cualesquiera funciones teatrales en toda la,monarquía. Es Aranda quien encarga a Pablo de Olavide que ejerza, en la capital del Betis, una autoridad en asuntos teatrales con inhibición absoluta de otros jueces y magistrados. El Ayuntamiento de la ciudad había elevado informe contra el restablecimiento de la escena. Como en todo asunto teatral del siglo XVIII, el público, su situación social, es la verdadera aguja de marear. "El mayor número", dicen los ediles sevillanos, "vive en suma pobreza o, al menos, carece de lo preciso para mantener sus obligaciones, y cualquier distracción de lo necesario, por tenue que sea, oprime y hace falta esencial a sus familias". Tal como estas frases suenan, habrá quien no deje de apresurarse, con criterios de actualización anacrónica, a apostrofar de reaccionarios a los informadores sevillanos. La misma calificación tendría que otorgarse al progre si stamente impoluto Jovellanos, quien, en su memorial sobre los espectáculos, no se arredra en aconsejar con coartada puramente genérica: "Yo no pretendo cerrar a nadie sus puertas [las del teatro]; estén enhorabuena abiertas a todo el mundo; pero conviene dificultar indirectamente la entrada a la gente pobre que vive de su trabajo, para la cual el tiempo es dinero, y el teatro más casto y depurado, una distracción perniciosa; he dicho que el pueblo no necesita espectáculos; ahora digo que le son dañosos, sin exceptuar siquiera, hablo del que trabaja, el de la Corte".

El empresario que Olavide escoge para poner en Sevilla la escena es un tal Chacón. A las contras municipales objeta, por su parte, que el espectáculo nunca ha sido motivo de catástrofes naturales, como el fuego o los terremotos. ¡Hemos topado con la tropa eclesiástica! Porque profecías, a contrapelo de la relación de efecto y causa, aseguraban que la ciudad que tolerase a los cómicos sería arrasada por una al menos, de las siete plagas Poco impresionarían a Aranda tamañas zarandajas. En una de sus cartas lisboetas al duque de Alba comenta de esta guisa la conducta clericalizada de los portugueses ante los terremotos de 1755: "Todo este pueblo, enteramente abandonado, ni trabaja ni piensa a sí, sino a la haraganería de ir pordioseando, rezando por las calles y oyendo sermones a todas horas; y para prueba de que su método de vida es agradable a Dios, tiembla todos los días la tierra".

En estos episodios hay buen ejemplo de la oposición eclesiástica al desarrollo del teatro en el siglo XVIII. Algunos historiadores, como Antonio Domínguez Ortiz, quizá aíslen esta hostilidad de otras, algunas ilustradas, que si nunca justifican, por lo menos explican la de los clérigos. No es infrecuente el trueque de jubones ilustrados por la pelliza propia de los púlpitos. "El teatro español es la escuela de la maldad, el espejo de la lascivia, el retrato de la desenvoltura, la academia del desuello, el ejemplar de la inobediencia, insultos, travesuras y picardías". Esta invectiva de Moratín, padre, bien pudiera haberla propinado el más desaforado de los frailes. Claro que las motivaciones de don Nicolás serían otras que las de los predicadores. Pero ambas tienen un trasfondo común: la situación real de aquel teatro y sus entornos.

Reverendos padres

Chacón, el empresario que Olavide contrata en Sevilla, achaca las profecías de la clerigalla en contra del teatro a los jesuitas, que acababan de ser expulsados del reino. Dat veniam corvis vexat censura columbas? Entre los títulos de impiedad que adornan a uno de los dos Aranda, que no al nuestro, descuella el de haber expulsado de España a los que Ortega llamó, con delicadeza exenta de todo cariño, reverendos padres. El proyecto de alejar a los jesuitas del reino es un secreto abrigado desde mucho tiempo antes de que tuviese Aranda poder en la Corte. El rey, a quien, según los falsificadores de una carta del prepósito general, padre Ricci, los jesuitas tendrían por bastardo, Roda, Campomanes y el duque de Alba eran los hombres más destacados entre los que tramaron la que los unos juzgan proeza, y los otros, acción inicua. Aranda sí que fue su ejecutor, perojamás se puso de parte de los que imputaban a toda la compañía los motines del año anterior. Olaechea y Ferrer Benimeli han exhumado testimonios de varios de los expulsos empapados de afecto hacia Aranda, así como de personalidades de la época, tales el nuncio Pallavicini y Las Casas, embajador de España en Venecia. Todos ellos exoneran al conde de otra culpabilidad que no fuese la de procurar que la ceremonia de la expulsión estuviese bien organizada y llevada a término con magnanimidad y hasta con algunos detalles conmovedores. Sólo una objetividad historiográfica bien templada le cortará las uñas y le limará los dientes a la verdadera hidra, que es la de las dos Españas.

El teatro de los Caños del Peral fue erigido en 1737 por el rey fundador, don Felipe V. Ocupa ahora el teatro Real aquel lugar en el que existió antes un lavadero que tomaba su nombre de la fuente que lo abastecía. Presentaba la estructura de una sala diáfana soportada por pilares Allí se había aposentado el em presario italiano Francesco Bartoli con su compañía. A pesar de la modestia de su fábrica, el nuevo teatro, que ya no era un corral, consagraba una tipología de espacio escénico no utilizada hasta entonces en Madrid. El rey ordena su demolición en 1817, y con sus restos se acarrearán materiales para construir en la plaza Mayor la Sala de las Carnicerías En 1784 había emitido informe sobre la ruina inminente del edificio Ventura Rodríguez y en 1807 lo hizo Juan de Villanueva

En aquel teatro decide Aran da abrir unos bailes de máscaras que duraban desde la Navidad hasta la cuaresma. Para ello unió patio y escenario, conforme al proyecto que se había encargado a Ventura Rodríguez. La oposición eclesiástica, que llegó a tomar cuerpo en el del arzobispo de Toledo, quedó ahogada por el regocijo de grandes de España de embajadores extranjeros y de los viajeros que se detenían en Madrid. El ordenancismo del conde se estampó en un librito que contenía indicaciones sobre cómo precaver y preservar el decoro en el anfiteatro, y aun sobre los sitios que habían de guardar los coches a la entrada y en los alrededores. La afluencia de público fue desbordante. El duque de Huéscar gastó, en una sola temporada, 5.435 reales en cenas y cuadrillas. Las caretas únicamente se permitían dentro del recinto. El rey apoyó al conde, primer presidente del Consejo de Castilla que no era eclesiástico, en la polémica que los eclesiásticos desataron.

Olvidar los motines

El designio político que encubren estos festejos es el que, desde luego, embarga el ánimo de Aranda. Los pone en marcha en un Madrid que conviene olvide los motines recientes para que pueda regresar Carlos III. "Y es muy cierto que a él solo [a Aranda] debe en el día Madrid ser aún la Corte de España". El éxodo j esuítico es inminente, y el político sabe hasta qué punto es oportuno multiplicar los quehaceres sociables de los ciudadanos. En el Buen Retiro ha instalado merenderos, que tuvieron el aplauso de cuantos los disfrutaban.

El éxito político es, raras veces, favor del azar. Mucho había que haber distraído a los madrileños para que éstos, el día mismo en que los jesuitas salen de España, acudiesen en tropel, grandes y chicos, a presenciar el sepelio de la celebérrima actriz Mariquita Ladvenant, a la que habían cortejado el marqués de Mora, yerno de Aranda, el duque de Veragua y el de Villahermosa. ¡El sano y noble pueblo de Madrid siempre hace lo que debe!

Cuando Aranda deja la Presidencia y parte a París, cuenta Leandro Fernández de Moratín que se produjo una presurosa dispersión de ilustrados temerosos de represalias. De los muchos proyectos del conde se logra, por ejemplo, el del Jardín Botánico; otros, en cambio, son arrumbados por su sucesor. Floridablanca suspende las subven ciones a los teatros de los Reales Sitios y da de lado a la costum bre, asentada por Aranda, de las llamadas funciones de gracia cuya recaudación se destinaba por entero a las companías tea trales. También suprimió el ministro Moñino el puesto de maestro de cómicos, creado por don Pedro Pablo y adjudicado al francés Reynaud; cobraba éste un cuarto del precio de la entrada, cantidad que se dio en llamar el cuarto del francés. En una carta, desde Narbona, a Jovellanos, fechada en agosto de 1787, escribe Moratín el joven: "En odio del conde de Aranda se abandona el canal de Manzanares; en odio del mismo se prohibieron las máscaras, y aún nos han querido dar a entender que nadie puede ser cristiano católico si una noche se viste de molinero o se pone una caperuza de Pulchinela". En el prólogo a sus obras dramáticas y líricas, que Augusto Bobée editará en París en 1825, se nos habla del gran conde de Aranda, de su labor cultural y, sobre todo, de los desastres que afligen a nuestro teatro tras su cese en la Presidencia.

A su vuelta al poder había restablecido Aranda la que hoy llamaríamos libertad de Prensa, abolida por Floridablanca. Se publican por entonces el primer Correo de Murcia, el Diario de Barcelona y el Correo Mercantil de España y sus Indias. El regalismo del conde aragonés fue matizado. Tras su destierro, en 1794, urdido por Godoy, Aranda inspira un memorial del conde de Teba, hijo de la condesa del Montijo, en el que se discute acerca de la influencia decreciente de los ricoshombres en el Gobierno y su peligrosa consecuencia: la falta, cada vez mayor, de peso social en las acciones regias. El motín de Aranjuez es ya una densa nube en el horizonte.

En los diarios de Jovellanos, que son nueve y abarcan desde 1790 a 1801, se reseñan, sobria y circunspectamente, los acontecimientos. Del 20 de marzo de 1794: "Correo con dos tristes noticias: la muerte del capitán general Ricardos [ ... ] y el destierro del conde de Aranda el 14. Había asistido al Consejo de Estado; al salir, el duque de la Alcudia llamó al gobernador de Aranjuez y le dio la real orden; a las cinco de la tarde salió el conde en un coche de colleras; acompaflóle el gobernador de Aranjuez hasta Ocaña y le entregó a un ayudante, con quien siguió; dicen unos que va confinado a Jaén; otros, que al castillo de la Alhambra; lo dirá el tiempo. Lectura en Gibbon".

Ni el respeto, ni siquiera el afecto, alteran la compostura de los ilustrados para con su mecenas. ¿Lo eran éstos? Desde luego que no como lo habían sido otros grandes españoles en los siglos XVI y XVII. En la centuria que nos ocupa, el intelectual se profesionaliza como tal y el mecenazgo viene a ser casi un acto administrativo.

Moratín, hijo, es un pedigüeño despabilado; pide no a quien le puede dar, sino a quien, en general, da por oficio. Jovellanos consigue a duras penas que Meléndez Valdés se doblegue y dedique la edición de sus obras a Godoy. Antes tenía que haberlo hecho y así obtener la fiscalía que atrapa Forner. "Forner, a su fiscalía, debida a un canto a la paz; parece que se pensaba en Meléndez; prueba de que algo hacen las musas", comenta Jovellanos, irónicamente, en su diario del 19 de agosto de 1794.

En su Elogio de Carlos III, Jovellanos hace recuento de disposiciones reformistas que han sido obra de Aranda, pero a éste no le nombra ni una sola vez. ¿Hasta qué punto el origen personal de esas reformas -la amistad con los ilustrados- y sus repercusiones sociales ocupan el ánimo del conde? Importa no confundir las motivaciones y su expresión en actos. En otros siglos, el trecho entre aquéllas y ésta es más largo y, por tanto, caben en él más sentimientos y comentarios. Julián Marías advierte sobre "esa avidez de realidad que es un rasgo de la época, y no se separa la reflexión de la transformación o reforma". No se trata de una frialdad consustancial, sino de estructuras diferentes del mecenazgo. Moratín, hijo, hace de Aranda un elogio, pero ¡sólo uno!, independiente de la trama de cualquier negocio: "Favoreció también con su trato y amistad (ya que otra recompensa no podía darles) a los escritores más distinguidos de aquella época". Con esta frase, Inarco Celenio nos pone a las puertas de. lo que será el mecenazgo durante el romanticismo.

Aristócrata y militar

Entre los ilustrados poderosos singularizan a Aranda dos condiciones: la de aristócrata viejo y la de militar. Floridablanca y Campomanes son burgueses de origen; el aragonés, en cambio, puede ufanarse, y de hecho así lo hace, de ser el décimo de su título y de pertenecer a un frondoso árbol nobiliario. Inició la carrera militar de muy joven; a los 21 años, es decir, en 1740, era ya capitán de Granaderos; en 1757, luego a los 38 años, fue director general de Artillería, puesto de nuevo cuño en el que destacó por su habilidad en los Ingenios; en 1763 era capitán general de Valencia y, al hacerse cargo de la Presidencia del Consejo, adjuntó al poder político el militar que le confería su grado de capitán general de Castilla la Nueva. No nos queda lugar, en este discurso, para evaluar cómo esta parcela biográfica se integra en su estampa ilustrada.

Dos son, al parecer de Borges, las obras que, conscientemente o sin proponérselo, dejan en pos de sí todos los hombres. Una, la obra en sí misma; otra, "la imagen que del hombre se forman los demás". Con mi discurso he procurado, señores académicos, que la imagen que nos forjemos del conde de Aranda se acerque más a la que él mismo imprimió en la historia.

He dicho.

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