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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La cultura degradada

EN VERANO hay una cultura que se desparrama por diversos e insólitos lugares españoles, preferentemente al aire libre. Algunos tienen una tradición relativamente antigua, otros se inventan deprisa y con la improvisación genialoide que estropea nuestro tiempo. Es una cultura popular en el sentido de que se le vende barata al pueblo -aunque su infraestructura puede ser muy cara, a cargo de diversos presupuestos que, como se sabe, al final son uno sólo: el presupuesto general- y que presenta un doble aspecto: por una parte, suele ser enormemente frecuentada, con verdadera sed de conocimiento; por otra, representa una degradación, una pérdida de calidad. Una contradicción preocupante.Un concierto -por tomar el ejemplo de la música, tan abundante en estos festejos- es algo que en nuestra época tiene unas características peculiares que se centran, sobre todo, en dos puntos: la creación en directo y ante el público y la calidad de sonido. Cualquier aparato medio de alta fidelidad reproduce muy buen sonido de estudio, a veces incluso mejor que el que se pueda escuchar directamente (por las alquimias de las grabaciones), pero al que le faltará siempre, aparte del temblor de lo directo, la fuerza de audición del instrumento y del conjunto orquestal. Si a esa supuesta pureza de sonido, incluso a sus fallos posibles que son los que le hacen irrepetible (en la grabación siempre se corrigen), se le imponen unos micrófonos dudosos por los que se cuela el viento, unos altavoces fatigados, todo se empobrece y pierde parte de su razón de ser. Se le puede añadir una cacofonía de camiones de barrenderos, sirenas de la nueva generación, motores, televisores en pisos vecinos, niños insomnes y atronadores ... Y fallos técnicos: de generadores, de amplificadores ...

La misma aplicación se puede hacer al teatro o a la danza. Compañías que corren de un espacio a otro sin tiempo para probar luces y sonidos, decorados que no se ajustan al tablado. Y gradas inverosímiles, inestables, incómodas, en las que rebotan las nalgas, y los pies se arrastran por el suelo de madera. La cultura pasó de los salones privados de la aristocracia a unos lugares mucho mejores y algo más colectivos: unos locales que, con el tiempo, se fueron perfeccionando en cuanto a calidad acústica, innovaciones técnicas y acomodación de espectadores. La aristocracia la recibía en sus salones, la burguesía creó salones para el espectáculo, y ahora al pueblo se le da en la calle (que, además, tiene sus inclemencias de calor o frío o lluvia). En este último paso ha sufrido una degradación, contra la que puede entrar la denuncia de que la masificación sólo debe implicar mayor número de receptores, pero ni un solo punto de cesión, en las calidades. De otra manera puede ocurrir que quienes se acerquen por primera vez a ella se sientan defraudados y no vuelvan más; y no será por la cultura en sí, sino por su mala forma de divulgación, incluyendo en ella programaciones inadecuadas y hechas a veces por motivos ajenos a un verdadero sentido de difusión (sobre todo, por aprovechamiento de espectáculos).

De ninguna manera quiere decirse que la forma de entrega de cultura al pueblo deba cesar, sino que necesita transformarse. La adhesión del público demuestra que se necesita y que se espera. Pero pueden buscarse lugares adecuados, instalaciones suficientes, programaciones pensadas y acomodación protegida. Parte de los hoy elevados presupuestos que se dedican a minorías burguesas e intelectuales podrían desviarse hacia esta mejora en la calidad de lo popular, y probablemente darían un mejor rendimiento a la larga, y hasta un poco más de prestigio -si es eso lo que buscan las diversas administraciones culturales- en lo inmediato. Puede haber en todo esto que está sucediendo en España un aspecto de fiesta, una alegría de bocata y cola en los graderíos, un tributo a la nocturnidad que se está tomando como símbolo de lo popular, y todo eso tiene un carácter grato. Pero la cultura es siempre una calidad de imagen, de voz, de sonido, de texto, y de ninguna manera hay que concluir que eso está reservado a las minorías. Una cosa es la divulgación y otra la vulgarización; hacer vulgar lo culto es faltar al respeto al pueblo y a la cultura.

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El embrión está en marcha y ha dado el resultado de una buena acogida. Ya no hay que experimentar, ni mucho menos que detenerse: ahora hay que asentar la calidad. Es un trabajo en el que están implicados el Estado, las autonomías, los ayuntamientos; necesitan una solvencia de profesionales de la buena cultura, destierro de la improvisación y de la última hora, pérdida del sentido de la demagogia y un dinero que puede derivarse de otras protecciones culturales.

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