El coloso en bolas
Así llaman en el barrio a la escultura de bronce de 20 metros de alto que se alzará en la avenida de la Ilustración, esa nueva y cultural arteria que unirá la carretera de Colmenar con la de El Pardo. Lejos quedan los topónimos militares y caudillistas, o las invocaciones a una paz atrabiliaria digna de toda sospecha. La obra pública actual se ha vuelto, pues, ilustrada, henchida de un optimismo voluntarista propio de un renovado final de Siglo de las Luces. Alguien ha asumido el papel de Jovellanos a la hora de bautizar sin rubor a esta vía con tan trascendente apelativo como el de Ilustración.¿Por ventura, Mirasierra, la Ciudad de los Periodistas o Peña Grande sugieren algún tipo de culto enciclopédico?
El hecho es que uno corre el peligro de toparse súbitamente con un señor de bronce, desnudo y sin armar, plantígrado al borde de la ruta, como si estuviera esperando algún gigantesco autobús, mientras el tráfico asfixiante le salpica de anhídridos y ruidos. No es posible dejar de preguntarse quién será ese ser elefantiásico y qué hace allí hincado igual que un pasmarote en trance de echar a andar. ¿Estaremos ante un nuevo concepto de lo ilustrado? Cuando se alza un monumento de 20 metros que representa al hombre, así, nada menos, en 1986, evidentemente hay que preguntarse por la significación de tal aparición. Sabemos que esa especie de orangután lampiño, que mira a peatones, coches y edificios con el mismo vacío desconcierto con que lo hacía el inolvidable King Kong, se llama El caminante, aunque los culturales del lugar hayan dado en motejarle como el coloso en bolas. Se trata de un cuerpo masculino bien trazado, magro, de largos, brazos, indiferente a la exhibición del taciturno sexo que le cuelga. Da la impresión de un caminar lento, como si no supiera adónde ir, alucinado ante el tráfago de la urbe envolvente.
De acuerdo, ésta es una obra de arte firmada por Antonio López. Está muy claro, pero tienen que explicárnoslo. Sólo así podrán evitarse los sustos de los Vecinos cuando, al levantarse por las mañanas, vean desde ,su ventana al apolíneo boludo pasear cansina, inapelablemente, como un exhibicionista aburrido. Puede ser la pesadilla de mucha gente. No es fácil acostumbrarse a dormir noche tras noche en presencia de 20 metros de bronce desnudo, que no se sabe si vigilan, arrastran alguna condena bíblica, hacen la ronda o van de sonámbulos, con el peligro de que en cualquier momento el zombi alargue el brazo y lo introduzca en el dormitorio conyugal en busca de alguna satisfacción táctil.
Mensaje móvil
¿Tiene este monumento algo que ver con la restauración de los serenos o con los 10 millones de votos en las últimas elecciones? ¿Estamos ante un mensaje de honda psicología social por el que se anima a la población a marchar siempre erecta, esperanzada, hacia un futuro alentador? ¿Cómo habrían de recibir este mensaje móvil los tres millones de parados que no pueden sumarse a la peregrinación productiva? ¿Veinte metros de bronce no será un peso demasiado categórico para esa hormiga que es el ciudadano vestido de gris que pasará, al nivel de su empeine, camino de un hogar en el que escasamente le aguarda un telefilme americano?
Miles de cuestiones surgen a la sombra de tan desmesurado individuo. Las esculturas de Maillol que adornan algunos jardines parisienses no agreden, sino todo lo contrario. Se incorporan a la dimensión del hombre tal cual es, sin proyección ideológica alguna. Son sólo obras de arte capaces de comunicar emoción. Pero este formidable joven de las bolas va a provocar traumas sin cuento, El boludo ilustrado, con sus 20 metros a cuestas, se constituye en amenaza, se mire por delante o por detrás. Pretenden que será un muchacho pacífico, manso, benigno, ejemplar. Pero, como opinan en mi tertulia con toda razón, un hombre no amenazante nunca puede medir 20 metros.
Malos tiempos corren para los habitantes de la Ilustración. Aumentarán las neurosis en proporción directa a la erección de colosos, obeliscos y dólmenes. En una zona tan castigada por las verticalidades urbanísticas, la angustia perturbará las relaciones familiares; niños y niñas crecerán bajó el síndrome del ídolo de las bolas, que en nada se parece a Butragueño o a Stevie Wonder. No es tanto el temor a violaciones cuanto un cierto horror escatológico ante un espectro que parece sacado de La noche de los muertos vivientes. Seguro que no devorará a nadie, pero en los momentos más insospechados planeará como la vaga estela de la inquietud, símbolo del desasosiego intrínseco a nuestra civilización. Es un tótem no deseado y, por tanto, perverso, sembrador de pequeñas zozobras, enhiesto surtidor de sueños turbios. No hay nada sensual en su comportamiento, por otra parte asexuado o, al menos, neutro. Nadie podrá aprovecharse de su desnudez, ninguna mirada se sentirá turbada por esa superficie de bronce frígido e insensible. El problema de las personas que habrán de cohabitar con el coloso no es de bolas, no es moral, sino de una especie más imprecisa y molesta: es la presencia inopinada de un intruso en sus vidas, de un voyeur piramidal inquietante, que jamás ganará la confianza de la gente por mucho que su comparecencia se convierta en hábito. Habrá que tener mucho cuidado con él.
He recorrido argumentalmente la estructura de su cuerpo. He buscado inútilmente razones que avalen su inclusión como miembro invitado en miles de hogares ilustrados. Llega el momento de trascender el caso concreto del caminante de bronce y preguntarse por el motivo último de la ola de monumentalismo que nos invade,:e 1 móvil de tanto dolmen, obelisco y demás zarandajas puntiagudas que van a jalonar nuestra ciudad. Descartada la razón erótica, el hipotético carácter fálico de la oleada, habremos de colegir que de lo que se trata es de sobresalir, de elevarnos por encima de en una cruzada moral tendente a que el ciudadano se supere, sobrevuele su propia dimensión hacia inverosímiles cotas míticas. Extraño signo de unos tiempos en los que campea el antihéroe.
Un cincel hacia la desmesura
La inanidad de la empresa resulta tan evidente que uno se pregunta hasta dónde puede llegar la marejada alborotadora. ¿Cómo es posible que Antonio López se haya prestado a realizar esta hercúlea obra a mayor gloria de nada. El Antonio -Antoñito- que todos conocíamos era un individuo de baja estatura, introvertido, tímido, modesto, más austero que un franciscano en cuaresma. Con una obra hecha a su imagen y semejanza: objetos y rincones humildes de la vida cotidiana, personajes plácidos, paisajes de levedad y crepúsculo; cálidas esculturas a escala de su autor, ni un centímetro más. ¿Qué extraño virus le ha agredido a Antonio López para que dispare su cincel hacia la desmesura? El caminante por él imaginado podría ser una estupenda pieza reducida a la dimensión humana Todos la miraríamos de frente, sin forzar el cuello. Pero hacerla crecer hasta límites mussolinianos puede convertirla en un espectro digno de pasar al estante de lo puramente ornamental.
En cierto modo, ese monstruo caminará, sin que nadie pueda detenerlo, hasta destrozar con sus plantas sin voluntad telas, lienzos, pequeñas esculturas frágiles del taller del artista. Este Caminante insensible pasará como una apisonadora por la obra de Antonio López. Puede ser una gran desgracia.
Alguien tendría que detener al coloso antes de que sea tarde. Algún jívaro de nuestra cultura debería de achicar al gigante, de los 20 metros, reducir su horma de bronce a la proporción real del español, es decir, a 1,70 metros. Y plantar su peana en alguno de los singulares-jardines de la capital, entre viejos robles. Liquidemos al coloso en bolas. Destruyamos los proyectos de dólmenes y obeliscos. Conservemos nuestra estatura.
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