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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Duvalier, condenado

EL PATINAZO de la Casa Blanca en la jornada del viernes pasado no puede ser algo casual. Que el portavoz del presidente Reagan, Larry Speakes, anuncie el derrocamiento del presidente de Haití, Jean-Claude Duvalier, y que unas horas después el Departamento de Estado tenga que reconocer que "de lo dicho no hay nada", que Duvalier sigue en su palacio, no es un simple caso de información precipitada y defectuosamente transmitida. En no pocas ocasiones, cuando dictadores apoyados por Washington se han encontrado en situaciones insostenibles, los representantes oficiales u oficiosos de EE UU se han esforzado por preparar soluciones de recambio que vinieran a garantizar sus intereses. En este caso parece también evidente que detrás del falso derrocamiento del dictador haitiano hay una realidad. La realidad de que EE UU ha cambiado su política de los últimos años y está preparando la sustitución de Duvalier. Algo, por tanto, muy inesperado ha debido fallar en la decisiva ejecución de los planes, dando lugar a este clamoroso error del portavoz oficial del Gobierno supuestamente mejor informado del mundo. Con todo, el hecho importante es que la situación de Haití se ha desbloqueado. Ubicado en una región que ha conocido en las últimas décadas varias revoluciones y cambios políticos, Haití era, sin embargo, la patria del inmovilismo. Allí nunca pasaba nada. Desde que Frangois Duvalier implantó su feroz dictadura en 1957, todos los intentos de oposición fueron suprimidos por métodos implacables y el crimen fue el principal instrumento de duración y estabilidad del régimen. En medio de una miseria espantosa, un puñado de familias privilegiadas, ligadas a los Duvalier y utilizando al Estado como aparato de corrupción y latrocinio, ha llegado a acumular fortunas gigantescas. Cuando en 1971 Jean-Claude Duvalier -que sólo tenía 19 años- sucedió a su padre, hubo vagas promesas de una liberalización que terminó en nada. Haití es hoy el país más pobre de América: el 80% de la población cuenta con una renta anual de unos 100 dólares y las condiciones sanitarias son aterradoras.

Para comprender por qué EE UU ha aportado una ayuda económica sustancial a ese régimen, cuyo sistema antidemocrático y represivo era universalmente condenado, conviene observar el mapa. Haití se encuentra a escasa distancia de Cuba, y EE UU siempre ha temido que la revolución cubana pudiese extenderse a otras islas del Caribe. No cabe duda de que esas ayudas a Duvalier desmentían los argumentos de la política norteamericana sobre la exigencia de pluralismo y libertad en los casos de Nicaragua y de otros países. Pero, de otra parte, el salvajismo de Duvalier aparecía como la mejor garantía para impedir que una población sumida en la miseria y en el terror intentase la subversión.

Esto es lo que finalmente ha cambiado desde el verano pasado. En julio, Jean-Claude Duvalier proclamó que había obtenido el 99,98% de votos favorables en el referéndum para aprobar su nueva Constitución. Pero poco tiempo después empezaron manifestaciones de descontento que alcanzaron carácter masivo en noviembre. Una huelga de estudiantes y escolares se extendió a todo el país, y esta vez los disparos de la policía y las muertes de manifestantes no lograron impedir que el movimiento de protesta siguiera creciendo.

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En esa protesta, una fuerza fundamental es la que forman los escolares y estudiantes. Pero también la Iglesia católica, y particularmente algunos obispos, que no se han recatado en criticar enérgicamente a la dictadura. Incluso dentro del Ejército -aunque este fenómeno no tiene expresión pública- hay sectores partidarios de un cambio; y ciertamente lo preparan. Los planes de Washington respecto al contenido político de ese cambio próximo se orientan a los sectores descontentos del viejo aparato estatal. Ahora EE UU acaba de suspender su ayuda económica a Haití. Y a la vez, Duvalier ha demostrado en los últimos días que empieza a desconfiar de sus colaboradores. Ha destituido y cambiado mandos militares, ha despedido ministros, ha disuelto la policía política y finalmente ha declarado el estado de sitio ante la pujanza de las manifestaciones. Son los gestos de un dictador acosado. Sólo subsisten dudas en cuanto a los plazos de su caída y, desde luego, respecto a la fórmula política que le sustituya.

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