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Tercer Mundo: de la mitificación al insulto

"No caer en el tercermundismo" es una de las consignas que alienta el nuevo liberalismo. El hambre, nos dicen, no surge de la injusticia sino de una falta de rigurosidad para seguir las reglas de la libre competencia. La deuda externa, explican, nace de un doble error: de los que pidieron para gastar mal el dinero y de los que prestaron sin tomar las precauciones suficientes. En realidad, desde esta perspectiva, los condenados de la Tierra han elaborado su propia miseria.No fue hace tanto tiempo cuando el Tercer Mundo era un punto de referencia importante para quienes deseaban cambiar muchas cosas en este mundo, y un lugar por el que había que hacer algo con más o menos urgencia. Las propuestas de la comisión presidida por Willy Brandt, e integrada por varios políticos conservadores, para un diálogo Norte-Sur fue la expresión más clara de que a fines de los años setenta el Tercer Mundo -o más propiamente dicho, la periferia del sistema mundial- ocupaba un sitio preferente en el debate sobre la crisis y su posible solución. Sin duda, hubo mitificaciones y confusiones. Después de la desilusión con el comunismo soviético en los años cincuenta-sesenta, las revoluciones en el Tercer Mundo despertaron grandes esperanzas. La caída en muchos casos fue, también, estrepitosa. Ninguna revolución es un paraíso -son, complejamente, otras realidades-, y algunas devienen en infiernos, como en Camboya. En otros casos, el desconcierto nace de unas actuaciones inesperadas, como la guerra chino-vietnamita, la URSS condecorando a los generales asesinos de la última dictadura argentina, o China silenciosa ante el general Pinochet.

Pero una cosa son las revoluciones frustradas, y otra, la realidad social acuciante del Tercer Mundo y sus fuentes. Cuando de la mitificación del Tercer Mundo se pasa a su condena, hasta transformar la palabra tercermundismo en insulto, es porque se ha borrado no solamente el análisis sobre qué sucede en el sur del planeta, sino, también, qué ocurrió en el pasado. En otras palabras, se borra la historia del colonialismo, se evita tener en cuenta los estudios sobre la dependencia del Sur y la dominación de una parte del Norte, y se quita responsabilidad a los países que controlan recursos naturales, mano de obra superbarata y zonas estratégicas. ¿Por qué mantienen EE UU, el Reino Unido y otros países europeos su "compromiso constructivo" con el régimen del apartheid si no es por estos intereses?

Sería interesante hacer un repaso a los últimos 20 años para ver cómo cayó en desgracia el Tercer Mundo, por qué está volviendo a emerger con violencia -hasta el no violento Desmond Tutu lo anuncia-, y cuál es la respuesta de los afectados en el primer mundo. No fueron sólo las revoluciones fracasadas las que transformaron a muchos maoístas del sesenta y ocho francés en ideólogos de la nueva derecha (como André Glucksmann, por, ejemplo). Se puede no creer en los cambios revolucionarios, pero es difícil no comprobar la injusticia. Además de Camboya y la invasión soviética en Afganistán, también existen Haití y el apoyo económico y militar a Pinochet y Botha. No es lo mismo la desilusión crítica que el cinismo político.

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Ha habido otros sucesos que fueron labrando la ideología antitercermundista. Muchos economistas han explicado que la crisis económica no empezó en 1973, sino antes, y que no se debió al aumento del precio del petróleo decretado por la OPEP. Pero así lo presentaron entonces la Prensa y los políticos occidentales, hasta lograr que los árabes fueran un enemigo que, además de robarnos en el precio de la gasolina y comprarse lujosos hoteles de Londres y Marbella, nos hunden en la crisis. Irán fue otro eslabón. Gracias a la revolución cultural de Jomeini casi nadie se acuerda del sha y, más aún, que EE UU lo sostenía y armaba para crear un Estado subimperialista, gendarme en el área. La historia no permite simplificaciones: el sha no justifica a Jomeini, pero las barbaridades de éste no deberían conducir a la melancolía por el antiguo régimen.

Para acrecentar el carácter dudoso del Tercer Mundo, ayudaron bastante libros como El quinto jinete, de Dominique Lapierre y Pierre Collins, imaginando a un coronel Gaddafi enloquecido que coloca una bomba atómica en Nueva York para chantajear a Washington. Curiosa inversión de la realidad, en definitiva, porque es esa ciudad el

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centro mítico de una de las potencias que utilizan el arma nuclear para chantajear al resto del mundo. Pero unos tienen armas nucleares y fuerzas de intervención rápida para "la disuasión que mantiene la paz", mientras que la violencia del Tercer Mundo -más elemental, menos sofisticada, sin, proyectos en el espacio- es siempre, e irremediablemente, terrorismo. Estados Unidos bombardeando Líbano desde el Mediterráneo con la VI Flota (¿recuerdan que era la fuerza de paz?) es política de Estado; el secuestro de los pasajeros del avión de la TWA, terrorismo. ¿No habría que llamar a las dos cosas por su nombre? Tan inocentes eran los pasajeros del avión como los ciudadanos de la encrucijada libanesa, pero la forma de denominar las acciones absuelve a las del Norte y condena a las del Sur.

En cierta forma el paso definitivo en la manera de percibir el Tercer Mundo fue sellado cuando la Administración Reagan cambió la tímida política de defensa de los derechos humanos de James Carter por la de apoyo a los aliados, tomando como marco global la confrontación Este-Oeste (y viendo la mano de Moscú; detrás de cada revuelta en la periferia). La crisis económica y la ideología de la modernización hicieron el resto. Pero en Marruecos y Guatemala la miseria no permite comprender los beneficios de las políticas de ajuste, como en Etiopía le percibe con dificultad la ortodoxia de la revolución. Y la desesperación no guarda las formas.

Frente a la racionalidad tecnocrática de los países que pueden, al mismo tiempo, controlar los organismos internacionales de crédito, crear fuerzas militares de intervención para reprimir insurgencias y procesos periféricos, pagar mercenarios, comprar aliados y planificar si determinados microchips es mejor fabricarlos en Washington, Madrid o Taiwan (de acuerdo al precio de la mano de obra), el Tercer Mundo avanza caóticamente. Porque no es la unidad que muchos soñaron; por las guerras propias que lo consume, y, fundamentalmente, debido a la estructura del sistema mundial, que condena a la subalimentación a 800 millones de personas, a no ver un médico en su corta vida a 1.500 millones y a que cada día mueran, simplemente de hambre, 40.000 niños. ¿Es el libre mercado la solución para ellos? ¿Es posible que los ciudadanos chilenos que agitan cacerolas en la oscuridad del estado de sitio vean como un camino hacia la democracia el apoyo que le otorga el Fondo Monetario Internacional a la dictadura mientras regatea y presiona a los Gobiernos libremente elegidos de Raúl Alfonsín y Alan García?

El interrogante para el futuro es si se buscarán soluciones conjuntas para el planeta en su conjunto -por apocalíptica que resuene esta afirmación- o se tenderá a surafricanizar la realidad. Porque Suráfrica es un drama actual y quizá una metáfora del futuro, con un puñado de blancos ricos y armados defendiéndose de una mayoría negra no dispuesta a seguir siendo tratados como seres de segunda categoría. No le va a ser fácil al mundo desarrollado cerrar todas sus fronteras con puertas electrónicas, echar a sus inmigrantes, vender armas para las guerras del Tercer Mundo y sostener dictadores para acceder a minerales estratégicos y obreros baratos. Habrá que elaborar proyectos comunes, apoyar las iniciativas independientes, hacer de la cooperación simétrica un credo, buscar la seguridad común con la menor violencia y el mayor desarrollo y no creer que unos evitarán caer en el tercermundismo y otros se arreglarán como puedan. En caso contrario, a la modernidad van a tener que preservarla con tanquetas, como en Suráfrica.

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