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El silencio rebelde

Juan Cruz

Matilde Urrutia tenía la mirada larga, azul y cálida del mar de Isla Negra, desde la que dirigía toda la emoción de una existencia rebelde y apasionada. Miraba a Pablo Neruda desde el fondo de una ternura que parecía una mano llegando sin tocar a la cara risueña del poeta. Ella permanecía en silencio, con sus dedos largos y frágiles enfundados en unas manos antiguas y morenas como un poema elemental. Eran los suyos unos ojos de agua blanca traída de algún océano, conservada como el alcanfor en la concha de los sueños que Pablo Neruda y ella llevaban como hijos desconocidos en todos los barcos en que vivieron.Una vez pasó por Tenerife, a bordo del Verdi, donde la conocí, y traía en sus labios un color que en la memoria me parece violeta. Ella era el silencio rebelde o la lluvia de miradas y Pablo Neruda la sabía presente como quien sabe que en el fondo del mar que precisa están los peces que han de acariciarle el pelo al poeta que se queda solo.

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No dijo más de cuatro palabras, pero luego, al cabo de los años, se pobló de vida, confesó que había vivido la tragedia más feroz que un pueblo puede sufrir y dejó sobre la superficie de su tierra el ejemplo de la solidaridad que sólo proviene de la mirada de los tiernos. Era fuerte, como un árbol de Isla Negra, y de sus ojos azules salía al final de su vida el entusiasmo telúrico que tuvo por la libertad. La suya no es la muerte de un soneto ni el final de una vida porque esos rostros sin fin que pueblan los versos de los poetas se quedan entre nosotros como una figura enamorada. Matilde Urrutia no es hoy un recuerdo ni el verso veloz de Pablo Neruda. Fue una ciudadana que vivió de pie sobre la arena movediza de un país atormentado en el que en un tiempo florecieron las canciones que le dedicó el compañero que con ella profesó la fe sonora de la libertad. Murió sin volver a ver la libertad, como Pablo Neruda.

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