¿Hacia una paz perpetua?
Poco kantiano es uno, a decir verdad; y lo digo ya para que ese ente imaginario que se llama el avisado lector -el cual se habrá dado cuenta a la primera de que en el título de este articulillo hay una clara referencia a un librito famoso de Emmanuel Kant- no espere de las palabras que han de seguir lo que éstas no pueden de manera alguna procurarle. Sin embargo, ando ahora metido con alguna que otra obra de Kant con objetivos francamente pragmáticos: saber algo más de lo que ya sé acerca del personaje sobre cuyos últimos días -de la mano de Thomas de Quincey- voy a escribir un drama si el diablo no lo remedia. Por cierto que sería curioso mirar quiénes son los filósofos que se suelen encontrar con mayor frecuencia en las lecturas y en las admiraciones de quienes han escrito durante este siglo para el teatro. Seguramente encontraríamos poco Kant (por ejemplo) y también muy poca cosa en la línea del empirismo anglosajón. Sin embargo, hallaríamos, creo yo, bastante Hegel-Marx (en los autores del teatro épico), no poco Kierkegaard-Heidegger (en la dramaturgia de las situaciones-límite) y grandes cantidades de Freud por aquí y por allá. Quizá entre los dramaturgos ha sido, en general, mayor la atención a la psicología -y en la época de entreguerras particularmente al psicoanálisis- que a otras disciplinas de la investigación. Por lo demás, el problema ha quedado definitivamente -definitivamente... por ahora- zanjado al haber desaparecido en la práctica esa especie: la de los dramaturgos. Hablamos, pues, en términos retrospectivos.Pero algún dramaturgo más o menos kantiano nunca hubo, que yo sepa. ¿Qué le puede decir a un escritor dramático el problema de si pueden darse o no juicios sintéticos a priori? (esto, por poner un ejemplo). También el personaje Kant, como material para un drama, encierra un difícil desafío: Kant era ordenado y árido -en el sentido, por ejemplo, de que no sudaba-, y en su vida, que se conozca, hay un solo aspecto verdaderamente dramático: su vejez, el cuadro, mesuradamente horrible, de su decadencia biológica e intelectual. Mucho antes de esta patética fase, en plena madurez intelectual, escribió precisamente la obra que hoy leemos, aunque sea sesgadamente (para otra cosa), con un interés muy vivo y actual, porque en este caso nos hallamos ante la confrontación entre un gran filósofo y el problema que a todos nos trae a mal traer, en términos no sólo dramáticos (como en la guerra de Euskadi hoy), sino incluso apocalípticos (la posibilidad de un holocausto nuclear): el problema de la paz, que Kant deseaba -o soñaba- perpetua entre los Estados del mundo y que no es posible concebir, en términos profundos, filosóficos, como efecto provisional y precario de una acción pacificadora o de un armisticio que deje latentes todos los factores de la guerra. Kant también fue muy lúcido en este punto.
Precisamente su ensayo empieza, aunque parezca extraño en persona tan árida, con cierto humor, recordando la muestra que figuraba en cierta posada holandesa con el título "A la paz perpetua" y con la imagen de un cementerio. De otra paz perpetua -y no de la que se goza en los cementerios- trata Kant en su obra, y, claro está, de los supuestos críticos para que esa paz sea posible. Se daba cuenta el filósofo de hasta qué punto ciertas opiniones se hallan, cuando se producen públicamente, en una situación conflictiva con el mundo de la política empírica, con las esferas en las que reside el poder político; pero no por eso dejó de publicar sus opiniones, en algunos aspectos muy radicales, como cuando, en la obra que comentamos, denunció con palabras muy serias y rigurosas el colonialismo.
Es cierto que hoy, escribiendo en Euskadi, mi lectura de este Kant -el de la paz perpetua- queda teñida de preocupaciones
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¿Hacia una paz perpetua?
Viene de la página 11 locales, digámoslo así. El problema de la paz entre los Estados y de sus condiciones necesarias no puede ser leído hoy sin que se haga un más fuerte hincapié en el hecho de que la geografia de los Estados no corresponde a la de las naciones, en la medida en que hay Estados multinacionales y naciones administradas por Estados diferentes, o sea, divididas en virtud de los avatares de la historia; de manera que los problemas de la paz han de plantearse en términos críticos con relación a los actuales mapas políticos, y por tanto, no resiste a un análisis científico la hipótesis empírico-política según la cual hay que echar al cubo dela basura del terrorismo los conflictos que ponen en cuestión por medio de la violencia -por muchas tragedias que ello comporte, y que son, desde luego, fuente de terribles sufrimientos para todos- la actual configuración de los Estados sobre heterogéneos territorios en los que se producen movimientos evidentemente subversivos que, sin embargo, no pueden ser despachados en virtud de acciones pacificadoras. Kant vio muy bien cómo éste no pueole ser el camino de la deseada paz, perpetua, que, por otra parte, no es posible concebir si no es como una especie de punto omega, en el que daría fin el proceso que hasta ahorra llamamos historia (punto utópico en el que pairecen recostarse ya, con un optimísmo que es en el fondo el más lúgubre, aunque risueño, pesimismo, quienes se reclaman de la posmodernidad). Mientras tanto, la dialéctica de la lucha de clases y de los movimientos de liberación nacional, por mucho que se trate de echar tierra teórica (mejor dicho, ideológica) y práctica (mejor dicho, policiaca) al asanto, seguirá residiendo en la bai;e de los acontecimientos que vivimos o padecemos, según se mire.
Lo mejor del llamamiento que subyace en la obra de Kant que ahora comentamos tan ligeranente reside en la crítica que en ella hace a los políticos empíricos, a su indiferencia ante los planteamientos filosóficos más profundos. Kant resulta, en este aspecto, muy subversivo, leído a la luz -a la sombra- no sólo de a práctica política de hoy, sino incluso de la legislación, tan ornamentada de excepciones que invalidan los bellos preceptos que figuran en la letra grande de los textos legales que hoy van promulgando las democracias burguesas, nada republicanas en el sentido filosófico kantiano. ¿A la paz perpetua va a llegarse por este luctuoso camino? ¿O, más bien, a la guerra perpetua?
Hay un temblor perceptible -quizá de miedo- en la escritura de La paz perpetua, de Kant. En momentos como los que vivimos, cuando tantos son los intelectuales que adoptan un papel unico, el magisterio de Kant se presenta con nuevos y más complejos relieves, y su valor civil se nos impone -por lo menos a mí- como un modelo ético que, a fin de cuentas, me reconcilia con la aridez de este hombre -como persona y como prosa-, y no puedo por menos de quitarme la gorra (o la txapela, con perdón) ante su pensamiento, frente a tanto gracioso, florido y hasta, a veces, sinvergüenza grafámano como hoy campea en el panorama cultural español, en el que tanto y con tanta fidelidad se está reproduciendo en los últimos años, en un intento más o menos inconsciente o involuntario de legitimarlo, el pensamiento policiaco de la realidad.
Esto, por lo que a los intelectuales españoles de hoy, con contadas excepciones, se refiere. En cuanto a los políticos, a la medida de los españoles de hoy parecen escritos no pocos pasajes de La paz perpetua. Por ejemplo, cuando Kant nos dice que "estos hábiles políticos se ufanan de poseer una ciencia práctica; pero lo que tienen es la ciencia de los negocios". A ellos "toda constitución vigente les parece perfecta". "El honor político a que aspiran es el engrandecimiento del poder por cualquier medio que sea". "Tributan a la idea del derecho todos los honores convenientes, sin perjuicio de inventar mil triquiñuelas y escapatorias para eludirlo en la práctica". "Lo que ellos defienden no es el derecho, sino la faerza", y, en fin, "será bueno", escribe Kant, "descubrir el artificio con que engañan a los demás y se engañan a sí mismos, y manifestar claramente cuál es el principio supremo sobre el que se funda la idea de la paz perpetua". La cual sólo puede ser, para Kant, el efecto de un verdadero pacto entre los pueblos. Pues se trata, ni más ni menos, de "aniquilar y borrar por completo las causas existentes de la futura guerra posible". Lo mismito, lo mismito que las medidas político-policiacas que oímos preconizar cada día a través de nuestros -¿de quién?- medios de comunicación, es un decir.
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