¡Sálvese quien pueda!
Fue en una luminosa mañana de junio cuando ocurrió aquello. No sabría explicar cómo se arrugó la piel del mundo. El caso es que todo se convirtió en polvo. El suelo era una nube de polvo integral; el cielo, una férrea corteza de polvo. Ya no volví a ver nada de la misma manera. Una fuerza soberbia me lanzó por los aires bamboleándome de un lado a otro como una hoja de árbol. Fui a aterrizar a una especie de páramo. Me palpé aquí y allá para comprobar el estado de mi anatomía y todo parecía en orden, salvo que el pelo y las cejas se me habían cubierto de una fina capa de ceniza, como si fuera un penitente, y en verdad había comenzado el miércoles de pasión. Y las uñas: presas de la ceniza hasta su más honda intimidad.Perdí la noción del tiempo y del espacio. Cuando el panorama se fue despejando y el horizonte se abrió entre la leve gasa polvorienta inicié otra inspección corporal, pues sentía que algo no iba bien. No me encontraba los brazos, ni las piernas, ni la cabeza. Tampoco hallaba mi sexo. ¿Para qué seguir el prolijo recuento de mis pérdidas? La realidad era tan simple como abrumadora. No había espejo que lo demostrara, pero estaba seguro de que me había transformado en escarabajo. Quizá en escarabajo patatero.
Pronto pude comprobar la intensidad de mi drama: era en realidad un necrophorus fossor o escarabajo enterrador. Casi no me atrevo a contaros mis inclinaciones: vivo sobre los cadáveres; allí pongo mis huevos y de esa manera aseguro el alimento de mis larvas. Sé que os doy asco, pero ¿qué puedo hacer? Ni siquiera estoy dotado del don del suicidio. Así es que en tan lamentables condiciones, y con mi miserable condición a cuestas, eché a andar hacia adelante, carretera y manta, como si dijéramos.
Os avanzaré, para tranquilizaros, que estaba dispuesto a no hacer uso de los instintos de que me había dotado la madre naturaleza, o mejor, el hijo de la gran puta que puso en marcha la explosión nuclear que asoló el planeta.
Mi cabeza funcionaba perfectamente. Lo más curioso es que no vi un solo cadáver en mi largo caminar, lo cual, por un lado, me produjo consuelo ético-moral, pero por otro me provocaba unas hambres pavorosas. He de decir que aborrecía las verduras con las que se alimenta el escarabajo de la col, o las rosas y los frutales que tanto gustan al escarabajo del Japón, o la harina, alimento preferido del tenebrio molitor, etcétera.
¿Y qué queréis que os diga? Yo me sentía homínido (perdonadme la expresión). Buscaba un refugio, no había perdido el sentido de la orientación. Aunque de reojo observaba los bordes de los caminos por si divisaba algún cadáver despistado, os repito que estaba dispuesto a morir de hambre antes que abjurar de mi conciencia auténtica. Mi destino era el refugio, algún refugio donde exponer mis problemas de identidad con la esperanza de que un antídoto resolviera la cuestión o, en el peor de los casos, exigir que una buena pierna dotada de una implacable bota aplastara mi caparazón, hundiendo con ello mis ilusiones y contradicciones.
En esta tesitura marchaba yo camino de Talavera de la Reina, donde sabía de la existencia de un amplio refugio antiatómico dotado de los mayores adelantos, cuando de repente oí una especie de zumbido a mi lado. Luego, otros mil zumbidos. Me asusté pensando que se iniciaba una nueva verbena atómica. Pero lo que vi me dejó más perplejo aún. A mi lado se arrastraba una interminable columna de necrophorus fossor. Hermanos míos al fin, ¿no? Me daban lástima porque la mayoría de ellos estaban lisia dos. Quién tenía una patita des trozada, quién un borde del caparazón irradiado, quién un ojillo colgándole de un hilo. Lo que sentí no fue un movimiento de solidaridad universal, sino que aquello era la demostración de que los individuos desprevenidos ante la explosión se habían con vertido en necrophorus fossor. ¿Y qué íbamos a hacer si no había un solo cadáver sobre el que acunarse? Me sentí superior con todas mis facultades intactas. El problema era aquella columna de kilómetros y kilómetros de es-
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¡Sálvese quien pueda!
Viene de la página 9 carabajos enterradores que me seguían como si yo fuera Gandhi. ¿Cómo presentarme ante la puerta blindada del refugio de Talavera con aquella inmensa brigada de sepultureros?Les propuse alternativas. Estuve brillante, demostrando unos conocimientos que no sé de dónde salieron. En síntesis: les pedí que se agruparan por ideologías. Los prosoviéticos podrían dirigirse al país que había construido nada menos que 175 millones de plazas en refugios antiatómicos. A los partidarios del libre mercado les señalé el camino de Estados Unidos o Alemania Occidental. A los socialistas pragmáticos les marqué una cruz sobre Suecia, donde, según mis noticias, había sitio para ocho millones de personas. "¿Personas?", dijeron ellos. Miré para otro lado. A los místicos les hablé del maravilloso refugio del Vaticano, en el que no sólo estarían junto a la consoladora sombra del Papa, sino que además podrían entretenerse contemplando cuadros, joyas, tesoros y demás reliquias que la curia había logrado introducir allí.
La respuesta fue emocionante. Todos los escarabajos se sintieron españoles por los cuatro costados. No sé si lo hicieron por patriotismo o porque no estaban en condiciones de dar un paso más. El caso es que con sus pitidos de lisiados y su batir de alas interpretaron el himno nacional. Yo estaba a punto de llorar. Me pareció que todos merecían ir a Talavera de la Reina.
Total, que allí nos fuimos. Lentamente, con un considerable déficit de fuerzas. Logramos llegar a base de gritos de ánimo, canciones folklóricas y marchas militares.
El refugio era en verdad precioso y a todos se nos hizo la boca agua. Quién más quién menos tenía la esperanza de que allí habría antídotos, principescos besos transformadores o, al menos, tenaces botas.
Rodeamos el edificio de hormigón armado. Yo me dirigí resuelto hacia la compuerta blindada. El cielo estaba transparente, la calma era total. Me alarmé porque la compuerta estaba abierta. "Son unos imprudentes", pensé. Penetré en el interior con prevención. Todo estaba iluminado, el aire acondicionado quizá un poco fuerte. Ni un solo ruido. Lo que vi me hizo llevarme las patas a la cabeza. Estaban muertos. Cientos de muertos en las más naturales posiciones. Los había en la ducha, los había cocinando, jugando al mus, haciendo el amor. Todos impecables, magníficos. Perdonadme una vez más: mis ojillos brillaron de emoción. Los jugos gástricos se me revolvieron. No me pude contener y un impulso de solidaridad universal pugnaba contra mi caparazón. Volví hacia la compuerta de entrada y lancé un silbido intensísimo que todos mis hermanos entendieron a la perfección.
Y aquí estamos, felices, en Talavera de la Reina. Viviendo una nueva existencia. Fieles a nuestra condición de escarabajos enterradores. Mis larvas crecen sanas y robustas, gracias.
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