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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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La política de la cocinera

Se me pide que salga de mi silencio de varios años y que lo haga mediante un comentario al ciclo "Reflexions crítiques sobre la cultura catalana".Mi norma de no volver a hablar de estas cosas no ha sido rota por la insistente petición. Diré llanamente lo siguiente: después de ver (y oír) a Jossiana, cantante occitana, resulta diricil evocar el sepulcro del Cid. La muchacha tiene cualidades para resucitar hasta al Papa Paulo VI. Con unos aliados semejantes, en su hinterland territorial y cultural, hay que dar un coup de chapeau a la futura nueva Edad Media (que esperemos sea más civilizada y divertida que la precedente).

Hace tiempo, sin embargo, que no me ocupo de barajar las palabras cultura, sociedad, comunidad, nación, identidad, alienación o enajenación, y otras de esta familia, que el ejercicio me resulta algo penoso. Las combinaciones meramente semánticas han dejado de interesarme. Mi trabajo actual consiste en examinar algunos modelos matemáticos que parecen pertinentes en las estrategias de grupos dominantes en una crisis económica. Francamente, me siento un poco perdido cuando se me enfrenta a cosas vagas como el malestar de una cultura o "el malestar de I'home contemporani respecte a la seva identitat". Yo nunca he sufrido problemas de identidad. Soy un cosmopolita que gusta de relaciones sociales civilizadas. El integrismo y la violencia rural me resultan admisibles sólo en la medida en que forman parte de la astucia de la razón en la Historia (o dicho con otras palabras, en la traducción que Marx hizo de ese pensamiento de Hegel: admisibles en la medida en que la Historia progresa no pocas veces por el lado malo). Habiendo sufrido en mi infancia y luego durante el franquismo las tensiones a que el hombre está sometido en un medio social rural e integrista, mi identificación con un sistema de relacionessociales basado en la libertad personal y en la tolerancia, no es existencialmente necesaria.

Aparentemente (por lo que deduzco leyendo los escritos de los angustiados por problemas de identidad) el hecho de estar instalado en la cultura universal (que en mi caso es sobre todo una cultura científica) le priva a uno de identidad comunitaria. Es más: habría que reforzar una identidad comunitaria como reacción contra las tendencias despersonalizadoras de la sociedad industrial avanzada.

Esta idea descansa, según creo, en una concepción totalmente utópica de lo que es una comunidad y, desde luego, de las posibilidades que se le ofrecen al ser humano en una sociedad industrial, capitalista y burguesa. En su forma civilizada una sociedad burguesa industrial, tiende a ser una sociedad contractual. Es importante tener esto claro. Quien conozca los textos de Durkheim sobre la solidaridad mecánica, la solidaridad orgánica, y la solidaridad contractual, sabrá a qué me refiero. En su forma no civilizada, una sociedad burguesa e industrial es una estructura de dominación en la cual la violencia política sobredetermina la violencia económica.

En el primer caso, los hombres asumimos una cantidad creciente de roles; la organización social es cada vez más compleja, nuestros deberes y nuestros derechos se multiplican a medida que se desarrolla lo que llamaba Durkheini (a falta de concepto mejor) densidad social. Tenemos muchas identidades, tantas como roles, precisamente porque el escenario social admite muchas actividades simultáneas. Para algunos, esta dispersión de roles empobrece la personalidad. Para otros, ella destruye la conciencia de clase (es el problema al que se enfrentan los marxistas dogmáticos: el obrero industrial no asume, o no se reduce, a la identidad de su posición en la estructura económica de la división social del trabajo; como consumidor tiene una identidad distinta que como productor; como usuario de tiempo libre tiene unos atributos culturales que le des-clasan de su "clase"; como aspirante a un status social más alto, tiene un grupo de referencias que no es, objetivamente, el que otros le asignan haciendo la reducción estructural económica, etcétera). Piénsese que la hipótesis del empobrecimiento de la personalidad carece de otros fundamentos que los subjetivos. Con igual pertinencia podría afirmarse que la dispersión de roles es un factor de enriquecimiento de la personalidad. Yo siempre la acepté así. En los últimos decenios se ha difundido por las sociedades occidentales una idea de comunidad que supone a esta forma social como la más igualitaria, la menos coactiva y la más perfecta de entre las posibles. En su tipo ideal puro, de la comunidad perfecta estarían excluidos status y roles, la gente no se diferenciaría ni vertical ni horizontalmente. Uno de los grandes teóricos de esta comunidad en su forma pura o tipo ideal, fue Hans Freyer, sociólogo que se adaptó bastante bien al nacionalsocialismo en el Tercer Reich (la mayoría de sus colegas, de una talla intelectual comparable a la suya, fueron al exilio). Freyer postuló que la comunidad lingüística es la forma perfecta de ese tipo ideal. Hoy ningún científico social comparte esa concepción de comunidad. En toda comunidad, incluidas las pensadas abstractamente como lingüísticas, hay divisiones de roles u de status. Por lo que concierne al poder político propiamente dicho, éste puede no adoptar la forma Estado (la cual es histórica) pero hoy se halla establecido que no hay tampoco comunidades sin poder.

Volviendo al tema motivante de esta reflexión, diré que comprendo bien el argumento expuesto, de modo lógico y convincente, por Miquel Terradell. El desarrollo científico es dependiente del poder del Estado. Si un Estado no cumple la función de estimular y financiar la investigación cientifica, se situa en menos de las funciones que son objetivamente exigibles para su legitimidad social. Este argumento (que estimo válido) no tiene nada que ver con la cuestión de la comunidad. Dado que en uno de mis libros yo mismo he calificado al Estado español de chapuza, incompetente y parásito, no me es difícil compartir los argumentos que sufren sus carencias. Ahora bien: padecen una confusión quienes creen que el Estado (o la posesión de un Estado) puede ser el remedio que resuelva sus problemas de identidad. El Estado no es una medicina para superar la mediocridad; quienes sean mediocres culturalmente, no pasarán u producir algo cultural o científicamente interesante por el hecho de que un Estado les asigne una pensión vitalicia. Desde Leonardo a Einstein, la Historia europea está llena de grandes creadores que fueron individuos errantes. Dado que yo considero al Estado un mal necesario (estas palabras son de Thomas Paine, en el Common Sense) pero que no comparto la ideología de la separación entre Estado y sociedad civil (la cual es el núcleo de laídeología burguesa y de la permisividad del capitalismo salvaje), mi conclusión creo que es bastante lógica: no se trata de fraccionar al Estado incompetente y chapuza en una multiplicidad de nuevos Estados (esto es, destruirlo), sino de mejorarlo. No tengo ninguna garantía de que los Estados resultantes de la destrucción del español serían menos incompetentes, y me temo que fuesen más tiránicos.

Basándose en una teoría casi totalítaria del consensus en pequeñas, comunidades, Auguste Comte quería dividir a Francia en 17 repúblicas independientes. Comte estaba tan preocupado por el orden social y por el consensus, que en el párrafo siguiente a esa propuesta figura el principio de que los fuertes deben preocuparse de los débiles, y éstos venerar a los fuertes (sic). Quienes saben distinguir una sociedad, organización social, de una comunidad, comprenderán inmediatamente por qué un liberal como Stuart Mill condenó a Comte como un liberticida, y por qué Marx escribió a propósito del pensamiento de Comte algunas palabras maisonantes. Se observará también la razón de que yo antes invocase la posibilidad de una sociedad contractual como una alternativa mejor a otras (dentro del estrecho abanico que nos deja el orden capitalista y burgués).

En definitiva, sería formidable llegar un día a una situación en que los pequeños-burgueses dejasen de querer tener, cada uno, su Estado, su policía, su burocracia, su consensus, y su comunidad ideal. Pero como dije antes, admito la astucia de la Razón en la Historia. Como admito también el ideal formulado un día por Lenin, de que la administración del Estado fuese tan simple como para llevarla a cabo una cocinera (según parece, Lenin corrigió a la baja el asunto en una de sus obras mayores: en El Estado y la Revolución se habla de hacer la cosa pública tan manejable como el servicio de correos). Pero entre las dos opciones abstractas, se halla la realidad de la historia y la complejidad de la organización social (ambas cosas a la vez); se halla el hecho de que todos pertenecemos natural y socialmente a diversas comunidades (no antagónicas) según nuestros roles. El pretendido sociólogo Comte lo ignoraba; él quería conceder el poder a los sabios, no a las cocineras.

En suma: comparto plenamente la estupenda y aguda reflexión de Xavier Rubert de Ventós: lo que hace falta es más bien, ahora, una cultura política. Y para terminar diré lo siguiente: ¿cómo es posible que haya quienes estimen en decadencia una cultura que produce textos tan sutiles, cualitativos y bien pensados, como el de Rubert de Ventás en el ciclo que motivó que se me pidiese este comentario?

E. Pinilla de las Heras es colaborador científico de algunos organismos de la Presidencia del Gobierno. Entre sus libros sobre Cataluña están Inmigración mobilitat social a Catalunya (5 volúmenes) y Estudios sobre cambio social en Cataluña (1979).

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