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Reportaje:

Jomeini y Sadam Husein, dos señores de la guerra

Dos hombres, dos ideas y dos pueblos, Irán e Irak, están frente a frente en el estrecho de Chat el Arab. Sus dos ejércitos se observan con atención, minuciosamente. Entre las tropas crece el sentimiento de que el encontronazo decisivo tiene ya una fecha decidida, muy cercana. En silencio se ultiman los preparativos de la gran batalla. La zona de Missan, muy cerca del lugar donde se cree que se hallaba el paraíso terrenal, la embocadura del Tigris y el Eufrates, va a ser el escenario de una contienda irremediablemente feroz.Los cañones de gran calibre rezuman grasa fresca y la sangre joven de los combatientes de ambos bandos crepita desde las trincheras aún indómitas, por unas venas que serán abiertas en canal por la metralla, el vacío o la boyoneta.

Los dos hombres se miran de frente desde lejos, con incomprensión y con odio. Ruhollah Jomeini, persa de Jomein, de 83 años, líder de la revolución islámica de Irán, y Sadam Husein, árabe de talla alta, natural de Takrit, de 42 años, jefe de la revolución laica de Irak.

Ojos luminosos

El gran ayatollah persa camufla perfectamente bajo un gesto cansino unos ojos llenos de la luz y de la tenacidad que cien batallas, ganadas y perdidas, le dan. Su fuerza está en su entrecejo, donde una hendidura profunda surca su frente y parte en dos su mirada recta, negra.

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Sadam Husein, hijo de los árabes que supieron expulsar a los británicos de estas tierras, tiene el rostro bello y los ojos verde oliva, claros. De su mano implacable ha salido la dirección férrea de un país que ha dado un estirón hacia el desarrollo. La guerra con Irán, abierta hace veintiocho meses, pone en peligro la mayor parte de sus logros.

Detrás del anciano imán se alza toda una historia de lucha contra la opresión del sha iraní y su ejército de inmortales, que sucumbieron. El es un nervio, una pasión, una voluntad irrefrenable que ha sabido sacar a la calle a un pueblo que supo llevar el pecho descubierto como único escudo. En el cielo, Alá; en la tierra, sólo el dolor. Su bandera, la negra. Su credo, el Islam. Su lema, "Avanzad".

Detrás del esbelto takriti, una revolución progresista, árabe, una idea nacional del desarrollo y de la organización social lograda por primera vez en esta tierra tras sortear mil vericuetos y salir de mil emboscadas oscuras y celadas aterradoras para cualquier hombre valeroso. Su bandera, la roja. Su credo, el progreso. Su consigna, "Resistid".

Los mediadores que buscaron la paz acaban de abandonar los campos de batalla donde los próximos días, con certeza, la sangre será derramada. De nada sirvieron sus razones, su sensatez. Desde todas las trincheras, los ojos de los soldados, y desde la retaguardia, los de sus madres, suben juntos hacia el cielo para suplicar inútilmente que suceda algo capaz de detener la matanza. Pero ese acontecimiento ansiado no llegará.

El aplomo de la rutina

Con el aplomo de la rutina más pétrea, las piezas de artillería comienzan ya a mover sus bocas hacia los nervios donde el enemigo va a ser golpeado. Los blancos son dos, dos hombres, dos ideas, dos mundos. El uno está sobre el entrecejo donde el anciano tenaz Ruhollah Jomeini guarda las claves profundas y los misteriosos arcanos de su poder, la pasión indignada del Islam de los chiitas. El otro es el pecho atlético de Sadam Husein, de Takrit, el beduino alto de la mirada triste y la mano implacable.

El campo está ya casi despejado. La ignominia y la ruina aguardan al perdedor. Pero lo que más espanta a los dos pueblos, iraquíes e iraníes, árabes y persas, religiosos y laicos, es que sus dos líderes pueden sucumbir juntos, con sus dos, mundos, en esta contienda que ya les ha arruinado. No habrá luego una sola bandera. Ni una sola nación. Después sólo quedará la muerte.

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