El puñal y la herida
La violencia asesina de ETA avanza en su marcha sangrienta, dejando a los españoles que quieren la paz y la libertad -casi todos, como han puesto de relieve las últimas elecciones generales- sumidos en el dolor, la vergüenza y la indignación. Es preciso que el Estado democrático use toda la fuerza y todos los medios a su disposición para acabar con el terror asesino, para alejar de nuestra convivencia cotidiana la pretensión criminal de una exigua minoría de fanáticos de querer imponer, a. bombazos y a tiros, su voluntad a la inmensa mayoría de nuestro pueblo. Pero es igualmente necesario que seamos capaces de analizar el hecho de la violencia salvaje y ciertas causas sociales de su existencia.Los comportamientos agresivos y las acciones violentas encuentran un caldo de cultivo apropiado en el fanatismo y la intolerancia. No se puede andar por ahí predicando verdades absolutas, negando el pan y la sal a cualquier idea contraria y pretender hallar al final del camino una sociedad reconciliada. Las armas de los asesinos se cargan cuando se imponen, como indiscutibles, principios absolutos y se empeña uno en proselitismos intransigentes. La fe ciega en las doctrinas puede llevar a sacrificios altruistas por el triunfo del ideal, pero también a violencias y a toda clase de excesos contra quienes no las comparten. Los grandes perseguidores -escribió Cioran- se reclutan entre los mártires a los que no se ha cortado la cabeza. El dogmatismo y la intolerancia generan el entusiasmo asesino y la violencia iluminada. Las mayores matanzas se han hecho en nombre de Dios.
Cuando la noche de San Bartolomé, unos habitantes de París se dedicaron a degollar, descuartizar y arrojar por las ventanas a otros conciudadanos suyos, simplemente por no ir a misa, escribían una página perfecta del fanatismo en acción. Pero excesos semejantes han sido suscitados por las ideas de nación, de raza o de clase, elevadas a la categoría de verdades absolutas a defender. Incluso la diosa razón se ha tomado como fervoroso punto de partida para hazañas sanguinarias y terrorismo patibularios que devoraban a los entusiastas del día anterior.
Voltaire veía en el fanatismo algo así como el delirio de la superstición. Dadas las características de nuestra época, tan llena de ciencia y de racionalismo tecnológico, podríamos pensar que la intolerancia fanática se batiría en retirada. Pero la realidad es muy distinta. Un día asesina ETA y el siguiente las Brigadas Rojas; un día vemos a una partida de valientes exterminar en los campos de refugiados de Líbano a centenares de ancianos, mujeres y niños indefensos y a la mañana siguiente nos topamos con una hazaña semejante en El Salvador. Y antes fue Vietnam, o el Congo, o Biafra. A veces la imaginación viene en ayuda de los inquisidores y se descubre que lo bueno es desaparecer a los discrepantes, como en la Argentina de Videla y Galtieri, o en el Chile de Pinochet. En otras ocasiones, la creación de la historia pasa por enviar al gulag a los heréticos de la revolución, o por confinarlos en una clínica psiquiátrica. Cuando se quiere avanzar de verdad hacia el futuro se montan los procesos de Moscú, los campos nazis de exterminio o los fusilamientos y paseos de nuestra guerra civil. Hay siempre en las sociedades -y la nuestra no es excepción- un conjunto de salvadores empeñados en hacer irrespirable el aire de la libertad que otros quieren asentar con la discusión y el diálogo. Cuando se está poseído por una creencia intolerante es inevitable la aparición de un espíritu de salvación respecto de los infieles y descarriados, y ello deriva. en formas violentas de acción, para que las ideas discrepantes y quienes las mantienen puedan entrar en ciritura.
El terrorismo golpea nuestra sensibilidad de hombres de ra zón y hiere la'conciencia de una sociedad harta de jinetes apocalípticos, que no quiere cargar con más cadenas que las de la ilusión. Pero en esa sociedad herida se fomenta muchas veces la intransigencia que impulsa los puñales del crimen. Todo aquel que no acepte el diálogo de sus ideas con las de los discrepantes, que aspire al monopolio doctrinal mediante la persecución o el silencio del contrario, se coloca en una posición de asesino virtual y lleva a su comunidad al extremo de ser, a la vez, como en el verso de Baudelaire, la herida y el puñal, la víctima y el verdugo. Y no vale quejarse de la herida, una vez producida la agresión, si no se ha desarmado a tiempo el fanatismo que esgrime el puñal.
El terrorismo, pues, debe ser perseguido y acorralado con toda energía. Las alimañas armadas que matan a sangre fría, que rompen con dolor nuestra convivencia civil, merecen y deben ser exterminadas. Pero es un sistema democrático, que garantice las libertades y tolere la discusión y la competencia, el que se halla cargado de legitimidad, no sólo para erradicar a los violentos y a los asesinos, sino también para alejar de nuestra vida diaria el fanatismo que entene brece las mentes y las carga de odio. Nada sería más disparatado que pensar aniquilar a los ase sinos, asesinando la libertad. En el mejor de los casos, se lograría imponer un régimen de fuerza enfrentado a la violencia terrorista.
Georges Sorel, al reflexionar sobre la violencia, distinguía la fuerza, que tiene como objeto imponer la organización de un determinado orden social en el cual gobierna una minoría, de la violencia, que tiende a la destrucción de ese orden. Pero no hace falta ser muy sagaz para comprender que ese orden, ¡mpuesto a la fuerza por una minoría, es, por defmición, un orden violento. Es indudable que en cualquier organización política y en cualquier sistema social existe un cierto grado de violencia y coacción que el poder legítimo controla y administra. Puede ocurrir incluso, como pensaba Merleau-Ponty, que el mismo humanismo, cuando se quiere realizar plenamente, se transforme en su contrario, es decir, en violencia. Mas, en cualquiera de los casos, la violencia generada en una sociedad sólo puede ser reconducida, y aminorados sus efectos, por una discusión libre y un diálogo limpio entre las ideas y las soluciones que los hombres inventan para vivir juntos. No hay que matar por una idea ni dejarse matar por ella con entusiasmo.
Cuando se muere defendiendo algo que uno juzga valioso, frente a quienes quieren impedírnoslo por la violencia, no hay que hacerlo con entusiasmo, sino con profunda pena, por haber fracasado en su defensa pacífica, razonable, dialogante,
Necesitamos hacer entre todos un esfuerzo gigantesco de diálogo, tolerancia y antidogmatismo, que alejen de nuestro horizonte los puñales violentos y las pistolas asesinas. Si eso no es así, tendremos que lamentamos o indignarnos con la herida, pero dificilmente podremos evitar que se vuelva a herir. Por muchos individuos violentos que logremos quitar de en medio, no cons.eguiremos extirpar'el mal si la fuente nutricia del fanatismo sigue viva.
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