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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Por qué corre Menájem Beguin

¿HACIA DONDE corre Menájem Beguin? Cuanto más se repliega a golpe de insuficientes concesiones la OLP, sitiada en el Beirut occidental, más se acentúa, como en un guante de acero y sangre, la presión del Ejército israelí. A cada tímido paso de Yasir Arafat hacia el reconocimiento del Estado de Israel, el jefe de Gobierno judío da dos hacia atrás con el obstinado convencimiento de que sólo la guerra puede resolver los problemas de su país.Para Beguin, la guerra de Líbano es la continuación de la paz por otros medios. De la paz que firmara con Egipto en los acuerdos de Camp David, y de la que ahora pretende cobrarse los intereses en moneda de exterminio palestino y destrucción de la OLP, el brazo político y pasablemente armado del pueblo refugiado y guerrillero.

Cuando el presidente Anuar el Sadat de Egipto y el líder israelí firmaron los acuerdos de paz de 1979, ambos lo hacían sabiendo que se comprometían a algo tangible y a un equívoco que únicamente el tiempo podría disipar. Lo tangible era el compromiso solemne de El Cairo de no volver a hacer la guerra contra Israel -lo que ahora facilita extraordinariamente la labor del Ejército hebreo-, con su contravalor de la devolución del Sinaí. El equívoco era el futuro del pueblo palestino.

Sadat apostaba a que la dinámica de la paz, a la que se sumarían los restantes Estados árabes moderados, bajo la presión interesada de Washington, acabaría forzando a Israel a una negociación, y no a una solución final del problema palestino. Beguin, por su parte, compraba únicamente tiempo. El necesario para negociar incesantemente, pero sin ninguna probabilidad de éxito, una descentralización administrativa aplicada con criterio personal y poblacionista, pero no territorial, a la Cisjordania, las tierras arrebatadas a Jordania en la guerra de 1967, que habitan los palestinos del rey Hussein. Ese tiempo serviría para solucionar el problema palestino de la forma que ahora está ensayando en el martirizado Líbano.

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El presidente egipcio contaba, además, con que en la negociación que había comenzado con Beguín no le tendría eternamente como oponente, sino que el turno natural y el buen sentido socialista del votante israelí haría que la continuación de los contactos se produjera con los líderes del partido laborista, menos pugnaces que la coalición de Beguin en la negociación palestina. De la misma forma, y con propósitos totalmente opuestos, el jefe de Gobierno israelí coiltaba con que su interlocutor no dejara de ser el presidente Sadat, cómodamente retrepado en la solidez de un sistema que sólo ofrece oportunidades al cambio por la vía inapelable del atentado.

Y ha ocurrido que los acontecimientos han sido parcialmente contrarios, al menos, a estas previsiones. Beguin, en lugar de desaparecer de la escena, se ha instalado en ella a favor de una mayoría política que ha ido formándose a lo largo de los años, para emerger ahora con la fuerza de un revanchismo que arruina irremediablemente cualquier seguimiento de los acuerdos de Camp David. Y, paradójicamente, el que ha desaparecido de la escena ha sido el presidente Sadat, sucedido por lo que hasta el momento es el continuismo reserván de Hosni Mubarak, que, si no ha destapado todavía todas sus cartas, tampoco consigue librarse de su maniatada impotencia.

MenáJem Beguin es un judío de origen polaco, de la Polonia que hoy es la URSS, profundamente ajeno a todo lo que es o debería ser la instalación de Israel en el mundo de Oriente Medio, para el que lo único que importa es una concepción abstracta del Estado hebreo, al margen de vecindades geográficas, necesidades de aclimatación cultural a la zona y, en definitiva, de conversión de Israel en un Estado propio de aquella parte del mundo, más que en un injerto extraño a la zona. Y este líder político, que procede de la diáspora askenazi, ha encontrado o sabido forjar una mayoría de votantes de origen sefardí, es decir, de judíos orientales, procedentes, muchos de ellos de países árabes y musulmanes en los que eran huéspedes mejor o peor tolerados.

Esa nueva mayoría natural en torno a Beguin, que parece predestinada a quedarse, sí que está formada por ciudadanos que, según la sociología más corriente, deberían adaptarse a las necesidades de un Israel diferente, a la integración del Estado en un contexto que no puede ser el europeo y a unos valores alejados del socialismo fabiano y bienintencionado de una buena parte de los askenazi, los judíos de origen preferentemente germánico. Pero, en realidad, ocurre todo lo contrario. Un estado mayor político de origen occidental, poseído del mesianismo más extremo, ajeno al sol, al mar caliente, a la densa geografía de la zona, ha dado con una masa de maniobra votante que sirve perfectamente a sus propósitos expansionistas, sin dejar de ser por ello la contrafigura de sus líderes desde el punto de vista social y cultural.

Por eso corre Beguin. Para consolidar el antiarabismo fanático de quienes más se parecen en el mundo israelí a sus primos los árabes con la fiebre de las soluciones militares. Las del Gran Israel que anexione un día la Cisjordania, como ya ha hecho con el Golan, y que establezca un Gobierno quisling en Líbano. Quizá Beguin no crea enla permanencia de esa nueva mayoría; quizá empiece a dudar del apoyo eterno de los EE UU y tenga prisa por cerrar el capítulo de las guerras de Oriente Medio, con la segunda expulsión del pueblo palestino. Aquella que le aleje definitivamente de las fronteras porosas de Israel.

Por eso Beguin dice, por fin, una verdad cuando, en lugar de hablar de autonomía plena para el pueblo palestino, afirma que no desea que la OLP reconozca a Israel. Beguin corre porque quiere la guerra, y sólo la guerra. La cabalgada insensata de Líbano parece indicar, al menos por el momento, que la apuesta póstuma entre Sadat y Beguin tiene un ganador. El primer ministro israelí muestra una singular y dramática competencia en destruir a sangre y fuego esa dinámica de paz en la que confiaba el presidente egipcio para pasar a la historia como el pacificador de Oriente Medio.

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