El día 'en' que no escribe Francisco Umbral

El día en que no escribe, Francisco Umbral es "un ser flotante, fantasmal, un personaje para el que nada tiene mucho sentido". Deambula por las calles, con esa especie de uniforme sobrio y azul oscuro, y se interesa por las cosas inverosímiles que uno nunca hubiera adivinado en su mirada distraída. "Compro libros que ya he leído, me encuentro con gentes que no me interesan nada, y adquiero estatuas en el Rastro. ¿Estatuas, para qué?, me digo, pero termino comprándolas, y ahora tengo una que debe ser gótica o románica y que mi señora no sabe dónde meter". Al día siguiente, regresa como un victorino con cuernos al toril de la escritura.
Ese día en que no escribe, Umbral, autor, a sus 46 años, de 51 libros, asiste a las cosas "con la mala conciencia de no haber escrito nada en todo el día. Pero me lo impongo, y salgo triunfante. Quiero decir que me viene bien ese día sin línea, sin escribir ni la dirección de un sobre. ¿Y qué soy ese día? Pues soy un hombre a una nariz pegado, una nariz superlativa, un ser que huele, como decía Alvaro de La¡glesia, la fragancia de las señoras, qué bien fragan las señoras, y luego vuelve a casa cansado de no haber hecho nada".Inevitablemente, Umbral, que escribe para este periódico su columna Spleen de Madrid, que antes escribió el Diario de un snob, y que nutre a otras publicaciones de su verbo adjetivado, "no puede pasar por la calle, en el día de completo asueto, sin ver artículos por todas partes, pero me reprimo, me digo quieto, parado, cuando me pongo a leer mentalmente lo que también mentalmente he escrito".
La memoria hace su trabajo
Ese día en que Umbral se nutre del aire de la calle, del Rastro o de los salones de la sociedad madrileña, suele ser el lunes. "El domingo, no. Tal día como hoy yo no descanso. Escribo, escribo frenéticamente, siempre por las mañanas, yo siempre escribo por las mañanas, y lo hago en domingo así porque los domingo son sucios, desagradables, tristes". Ese mes de domingos -"el largo domingo solitarío"- da paso, los lunes, a una intensidad distinta. "No, no me cansa la vida social, porque en ese entorno hago lo que me da la gana. Asisto como espectador distante. No me dejo arrastrar por esa vida. Asisto, en realidad, a una columría, me gusta mucho la comedia humana, como decía Balzac, y hago como Baudelaire: en un lugar concurrido, decía el autor de Los paraísos artificiales, cada uno disfruta de todos los demás. Existe, en ese ámbito, la fruición del núniero, y dentro de esa fruición uno se pierde y río es nada. Eso es bueno. Negar la vida social es una tontería, porque la vida social no es más estúpida que las otras vidas".
El último libro de Umbral -Las ánimas del purgatorio, novela publicada por Grijalbo- es un regreso a la adolescencia vallisoletana. Seguirán otras novelas de contenido biográfico. ¿Se acabó Madrid, el del spleen, para dar paso a una búsqueda proustiana de la geografia definitivamente perdida? "No, Madrid me interesa no sólo como teoría de columna. Ya son más de veinte años en esta ciudad y Madrid comienza a ser, también, una ciudad proustiana. El tiempo y la memoria han hecho su trabajo, y ese sentimiento ante Madrid ya ha aparecido en libros como La noche que llegué al café Gijón, en algunos fragmentos de Mortal y rosa, y en un libro mío que a mí me gusta mucho: Retrato de un joven malvado. Madrid es un texto para ser leído, y por eso ahora trabajo mentalmente en un proyecto de memorias literarias de aquellos primero años de mi vida en esta ciudad. Se llamará Los tranvías y será un recuento del Madrid que murió con los tranvías, esas figuras tan literarias como las góndolas venecianas; aquellos tranvías de color amarillo juanramoniano o de color rojo de sangre de toro, aquel brochazo de velocidad que cruzaba Madrid. Será un libro totalizador cuya narración acabará con la muerte de los tranvías".
Francisco Umbral, ¿no resulta atosigante tener tanta memoria? "No, es rriaravilloso tener memoria. Uno consiste en su memoria; yo soy el niño que se acuerda de todo. Yo veo la longitud y la latitud, veo la densidad media de población, soy capaz de contar las ramas de los cipreses que había frente a mi casa de la calle Félix Boix, 12, que se cayeron con el peso de la nieve; cuando cayeron, como no los plantaban de nuevo, me fui de la casa". Ahora vive en un edificio cercano, en Juan Ramón Jimériez, en un número par también, rodeado de libros y paredes blancas, animado su horror al frío por una chimenea que tiene tapada con un cuadro que aún no ha quemado. "Quemo los cuadros malos, y quemaría también los li bros malos; también quemaría a los críticos, pero éstos son incombustibles".
Lo que resulta aún más incom bustible es la memoria. Umbral trabaja ahora, después de haber publicado la historia de su adolescencia y juventud enfermiza en Valladolid, en El hijo de Greta Garbo, relato sobre la definitiva ausencia de la madre. "Valladolid, veintitantos años en Valladolid. Eso es algo tan inagotable, tan rico, tan variado. Aquella experiencia se ha convertido en texto, en ejercicio de imaginación. Yo creo que la imaginación es la forma lírica de la memoria. El resultado de esa memoria combinatoria es un resultado artístico, no notarial. Tengo que hacer dos o tres libros más sobre la emoción que aún me produce la memoria de esa ciudad. Valladolid está presente en varios ciclos de mi literatura. Por un lado, el de la infancia y la provincia, que se narró en Memorias de un niño de derechas, Los males sagrados y Los helechos arborescentes; por otra parte, el de la adolescencia y la provincia, que se lee en el último libro y que se verá en El hijo de Greta Garbo, y aún en otro posterior, que se titulará Las giganteas, sobre la crónica de la ciudad contada por el río que la atraviesa. Esa narración la hace el río usando la voz de un niño legendario, que se ahogó a los siete años, paseando por El Olvido, El Olvidito, cuando mejor se sabía los quebrados, como decía su madre. ¿Si Yo soy El Olvidito? No, yo fui un niño callejero, malo, masturbatorio; leía todo, la historia, la religión (yo era un niño laico con las rodillas sucias), como si fuera literatura. Por eso nunca me supe los quebrados. Yo que que el trasunto de ese niño sabio era Máximo, que fue mi más brillante compañero de colegio".
Nacimiento del escritor
Aquel niño masturbatario nació como escritor a los cinco años, "frente a un espejo muy grande, inclinado, en una consola donde yo me ponía con una bata azul oscuro, y me sentaba a verme escribir. Aquella visión oblicua que te da un espejo se sigue conservando. Y yo seguí escribiendo aún antes de saber escribir. Escribía historias en mi imaginación, cuentos de vaqueros, guerras carlistas, que había leído en la bibliot eca de mi madre".
"Era un niño", dice Umbral, "agresivo, muy agresivo, que estaba peleando siempre. Era uno de los niños más temidos del colegio; robaba frutas, me peleaba con el frutero, exploraba toda clase de mundos, incluido el mundo de las casas de putas. De modo que era un niño inquieto que se escapaba constantemente, que robaba hilo de cobre y lo vendía. Daban mucho dinero entonces por el hilo de cobre". De aquel niño "queda una agresividad muy grande ante la vida; una agresividad que se puede expresar a veces en los artículos, que se ha reconducido hacia la literatura y que no responde a un ánimo bélico o político, sino que es resultado de una concepción de la vida como si fuera una contienda. Cada día hay que matar un dragón, porque si no te devora. Yo no tengo obsesiones, yo tengo dragones, dragones recurrentes, interiores: si no los encuentras te quedas en el rincón, leyendo".
La próxima novela de Umbral, El hijo de Greta Garbo, es la crónica "de la presencia absorbente y devoradora de la rnadre". En ese libro "hay una escena final, que me parece fuerte, a la que el niño asiste y no asiste. La madre se está muriendo y le meten en la casa la comunión de los santos. Ella está delirando por la fiebre; frente a ella, un señor muy alto, muy delgado, con gafas verdes, el sacerdote. Yo, el niño, veo a un Dios verde que se quiere llevar a mi madre. Y en medio de la fiebre, ella queda medio desnuda y todos retroceden, como si las fuerzas del bien huyeran de la contemplación del cuerpo de aquella mujer". Umbral tenía 18 años cuando murió su madre, que tenía 44. En el libro, el hecho principal de la muerte se insinúa, pero no aparece descrito. ¿Le cuesta a Umbral narrar algo tan doloroso como ese final de la vida?
"No me cuesta nada. Han pasado veintiocho años y, además, la literatura en mí no es artificio; es la expresión natural de mi mismo. Yo no hago literatura sobre mi madre o sobre mi hijo. Es la expresión natural de mi dolor. No tengo otro lenguaje".
Un día sin escritura. Al día siguiente, Umbral se enfrenta a la literatura "como si yo fuera uno de esos victorinos con cuernos que se mete en el toril ese que tengo ahí con una máquina de escribir".
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