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Reportaje:El proceso por la rebelión militar del 23 de febrero

El señor presidente

Repítase una palabra o una breve oración varias veces y se observará, como rápidamente va perdiendo su sentido hasta convertirse en un recitado mecánico e ininteligible para el propio orador, Algo similar puede terminar por producirse en la relatoría de este proceso. Tantas veces -¡Y estamos empezando!- hemos escuchado lo que hicieron los encausados, lo que dejaron de hacer, lo que escucharon y lo que dicen haber oído, sus remisiones a instancias más altas, que se corre el peligro intelectual de perder el hilo del juicio y naufragar estrepitosamente en un ensopado de anécdotas, frases más o menos felices e irrelevancias procesales o políticas. Así, ya de lleno en la primera fase de la intervención de las defensas, hay que acorazarse mentalmente ante las repeticiones que no siguen un hilo conductor hacia determinadas deducciones, sino que procuran remachar esquemas de opinión favorables a cada defendido.A este respecto no es desdeñable, de la sesión de ayer, el tan eficaz como monótono desfile de declaraciones de capitanes generales con mando en plaza testificando sobre la caballerosidad o solvencia patriótica del general Armada. El argumento básico de su defensor, Ramón Hermosilla, parecía ser el de "atreveros a condenar a treinta años a un hombre que recaba estas opiniones de nuestros capitanes generales". Opiniones por supuesto excelentes, un punto incidentes en las virtudes teologales y morales, y menos exultantes respecto a la santificación que debe hacerse de otras obligaciones civiles. No obstante, si alguien hubiera tenido alguna duda de que el general Armada era eso que se entiende comúnmente por un señor, este proceso le hubiera evitado la reflexión. El abogado Hermosilla, que ayer terminó su turno de lecturas sumariales, ha logrado -escrito sea con todos los respetosque un nutrido grupo de capitanes generales entonen a coro Es un muchacho excelente en honor de Armada. Como recurso procesal esto carece de reproche, aunque no sirva para dar mínima luz sobre las responsabilidades políticas y militares de este paradigma del caballero militar y cristiano.

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El protagonista de la sesión de ayer fue el presidente de la Sala, teniente general Luis Alvarez Rodríguez. El comienzo de su presidencia fue extremadamente cauto y moderado. Toleró la lectura de la hoja de servicios de Milans y -hoy- parte de la del general Torres Rojas, que nos ilustró sobre la afiliación falangista de este ex-jefe de la Acorazada y acerca de sus marcas atléticas. Pero el presidente, advertido de las rendijas dilatorias o meramente políticas que pueden pretender abrir la mayoría de las defensas, ha cortado por lo sano. Aceptando protestas con destino a futuras casaciones impidió la lectura de una relación de atentados publicada por El Alcazar y de un artículo de Emilio Romero en el ABC, en el que presuntamente se, retrataría, por inclusión o exclusión, al más correcto sucesor de Adolfo Suárez y encarrilador de nuestros problemas.

Una salva de abogados cayó sobre este infante, que ayer demostró no estar dispuesto a que el juicio se prolongue hacia el infinito ni a que se decante políticamente en cualquier dirección. Luis Alvarez Rodríguez tiene una biografía castrense equilibrada entre el mando de armas y tareas de organización y docencia; mandó unidades de Regurales durante la guerra civil y blindados en la paz, el Gobierno Militar de Madrid y la Capitanía de Burgos; pasa a la B en septiembre próximo y tiene en esta presidencia, de la Sala y del Consejo Supremo de Justicia Militar, el difícil colofón de su carrera. Tras los tanteos iniciales del terreno, y pese al grave incidente, aún no resuelto, de la expulsión de un periodista a petición de los procesados, no parece que vaya a dejarse intimidar por una defensa que, lógicamente, busca grietas políticas por las que deslizar sus argumentos, o la inversión del proceso contra quienes no supieron entender el mensaje de los golpistas y así devinieron en traidores a una causa presentada como remota y difusamente ilegal, pero moralmente saludable.

Por lo que se ve y se escucha, de momento, solo cabe advertir una defensa: la de Armada; nítidamente dirigida a demostrar que el general no estuvo donde afirma el fiscal ni propició golpe alguno. Acaso puede reseñarse el ímpetu juvenil de los muchos años de Adolfo de Miguel, defensor de Pardo Zancada, Carrés (quien sigue sin personarse en la sala) y Camilo Menéndez; pero siempre en la línea de esparcir responsabilidades por doquier. Armada, Cortina, Gómez Iglesias se defienden, afirman que no han sido; los demás, particularmente los más involucrados procesalmente, insisten en que hay responsabilidades superiores.

Por lo demás, las lecturas solicitadas ayer por las defensas -Armada, Torres Rojas y los encausados al cuidado legal de De Miguel- no acaban de dejar mal al teniente general Gabeiras (de quien nos enteramos que la tarde del 23 de febrero, al regresar de la Junta de Jefes de Estado Mayor, distribuye granadas de mano entre su guardia) y arroja a las tinieblas exteriores al general Juste, entonces al frente de la Acorazada, por sus supuestos titubeos. Prácticamente la plana mayor de la Brunete atestigua que Juste no perdió el mando de la misma en ningún momento, aún cuando se supusiera. subjetivamente que no se encontraba satisfecho de las órdenes que en un principio despachaba su Estado Mayor. Estamos ante una deposición sumarial destinada a exculpar al general Torres Rojas, quien puede que no impartiera órdenes directas a su antigua división, pero cuya presencia física -es un hombre querido en El Goloso- tuvo que influir en los ánimos de sus antiguos subordinados y de su sucesor.

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Esta sesión ha servido igualmente para resaltar el. papel de Quintana Lacaci, Capitán General de Madrid. Sin sus frenéticas llamadas telefónicas regresando unidades a sus cuarteles, una sospechosa Operación Diana modificada hubiera ocupado los centros neurálgicos de la capital. Bajo la clave lunes toda la parafernalia de ese aparato intimidatorio de la División Acorazada estaba dispuesta -con carburante y munición y los permisos suspendidos desde una hora antes del asalto de Tejero al Congreso- y en línea de salida hacia emisoras de radio, periódicos, televisión -a la que llegaron-, nervios de comunicación o de energía, etc.

El Rey -no podía ser menos en esta fábula de las exculpaciones por arriba- sigue apareciendo como el dosel jerárquico en que se recuestan no pocos de los encausados. Las precisiones teóricas alcanzan su cumbre en el general Torres Rojas cuando insiste en precisar la supuesta voluntad de la Reina en la reconducción de nuestro proceso democrático. La Reina, que constitucionalmente no puede asumir funciones constitucionales, resulta que es traida a colación -no se sabe a cuenta de que- precisamente por quienes soslayan directa o tortuosamente el texto constitucional. Afortunadamente no es una sorpresa la remisión continua de casi todos los encausados a la obediencia debida a la autoridad de los Reyes. Ayer ya se habló en plural de la Monarquía a la hora de aliviar responsabilidades y atender directrices máximas; como si la Corona fuese un matrimonio al frente de una sociedad anónima. Un elemental repaso al calendario horario del 23 de febrero nos coloca en la pista de que el Rey, a los veinte minutos del golpe, había generado las suficientes órdenes cómo para que los jefes del Ejército supieran sin lugar a dudas que aquél se daba contra su nombre. Es una falacia retrasar la respuesta hasta la intervención televisada de don Juan Carlos. Desde la toma del Congreso los teléfonos y los télex de La Zarzuela tejieron una red que evito el desastre.

El general Torres Rojas, finalmente, no termina de aparecer, mal que pese a su defensa, bajo luces excesivamente límpidas. Este general fue fulminantemente relevado del mando de la Acorazada ante el ritmo enérgico que daba a los ejercicios diarios de su división (sus ejercicios tácticos penetraban excesivamente en Madrid) y no acaba de convencer su extraña coartada respecto a su presencia en la división el día de autos. Aduce que vino a requerimiento de Pardo Zancada y aprovechando que tenía asuntos notariales que resolver. Sera difícil que convenza al tribunal de que un general de división corre a requerimiento de un comandante de Estado Mayor -aunque medien asuntos notariales- y de que su presencia el 23 de febrero en la Acorazada no implicó una sutil presión psicológica sobre toda la oficialidad de la Brunete y su propio y dubitativo mando natural.

Sea como fuere los temores de que este sea el juicio eterno se han disipado en parte ante un presidente de Sala que ha tomado las riendas en la mano de cara a dilaciones o extrapolaciones de la defensa. Hay juicio por lo que se puede ver para rato, pero al menos no parece que la vista oral del 23 de febrero pueda acabar orillando las responsabilidades personales en favor de un juicio político. El presidente de la Sala ha tomado la palabra.

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