Retrato del artista centenario
Joyce nació el 2 de febrero de 1882, festividad de la Candelaria o de la Purificación; Igor Stravinski nació el mismo año, el 17 de junio, el día siguiente al "día de Bloom". Irlandés y ruso se tornaron par¡sienses. En 1913, La consagración de la primavera, de Stravinski, levantó un escándalo en la Opera de París. En 1922, el Ulises, de Joyce únicamente publicable en París, provocó un escándalo mundial. Ambos hombres, que, al parecer no se llegaron a conocer, encabezaron sendas revoluciones en el mundo del arte. Cien años después de su nacimiento, todavía hay gente que dice que no soporta todo este material moderno, refiriéndose a lo que han oído o a lo que han visto, o a lo que han oído hablar de cada una de estas obras o de las dos. Pero ni Joyce ni Stravinski son ya artistas modernos; son tan clásicos como Goethe y Beethoven. Y, sin embargo, continúan teniendo la virtud de molestar.Dejo la conmemoración de Stravinski a los músicos. Pero al conmemorar el centenario de Joyce tengo que contemplarle no únicamente como lector o como compañero de profesión que, hasta cierto punto, se ha hecho a su sombra, sino como a un ser humano en el que, ya de niño, reconocí una afinidad de temperamento. Me crié en el ambiente de una comunidad de católicos irlandeses de baja clase media de Manchester. Dublín, en donde Joyce tuvo el mismo tipo de educación, estaba mucho más próxima a nosotros que Londres, y no tan sólo geográficamente. Era una capital católica, y Londres era el centro de la herejía. Dublín era el puesto en el que embarcaban nuestros familiares para venir a vernos, generalmente con billetes de lotería irlandesa, ilegales en el Reino Unido, escondidos en los pololos de las mujeres. Joyce tenía una vista débil y era aficionado a la música, como lo era y lo soy yo. Empecé a perder la fe a los dieciséis años, y por esa época leí por primera vez el Retrato del artista adolescente. El magnífico sermón sobre el infierno me hizo volver, asustado, a la ortodoxia, aunque no logró evitar el lento pero inevitable desmoronamiento de la fachada de la fe, y fue el Retrato adonde una y otra vez acudía en busca de una justificación magistral de mi apostasía.
Un trozo de pastel
Naturalmente, según decía Joyce, sólo estaba permitido abandonar el seno de la Iglesia si se encontraba un sustituto, y únicamente el arte proporcionaba tal sustituto. En el arte, la literatura para Joyce, se podía encontrar sacerdotes y sacramentos e incluso mártires, pero el arte te daba su recompensa en este mundo, no era sólo la promesa de un trozo de pastel en el firmamento. Viendo que me era imposible ser un buen católico, me tenía que convertir en una especie de artista, teniendo que luchar contra el lado inglés de mi educación para poder llegar a comprender lo sagrado del arte. Para los protestantes ingleses, el arte ha sido siempre un tema más bien para aficionados; no se construye un libro como se construye un puente; se deja que se vaya expresando como un guiso. El rigor de Joyce era algo nuevo, y su devoción a la literatura era un tanto obscena y parisiense. Oscar Wilde, otro dublinés, estaba siempre hablando de que el arte estaba por encima de la moralidad burguesa, y había acabado en el cementerio de Pére Lachaise. Vean dónde el arte, léase la pederastia, le había llevado.
Arte y basura
Cuando Joyce escribió el Ulises fue rápidamente prohibido en todas partes, excepto en París. Esto, para la burguesía, venía a confirmar la identidad entre arte y basura. Ningún impresor británico o norteamericano se había mostrado dispuesto a correr el riesgo de ir a la cárcel por componer tan abominable texto, y tuvo que entregarse a un impresor de Dijon que no sabía inglés. El libro fue publicado por un norteamericano propietario de una librería de París, y fue enviado por correo a quienes sabían saborear la literatura, o la basura, elaborada. Winston Churchill lo compró, pero Bernard Shaw, no. Las autoridades aduaneras de Nueva York y Folkestone los confiscaron y los retuvieron o los quemaron. La prohibición seguía todavía en vigor cuando, en 1934, mi profesor de Historia logró sacar la edición de la Editorial Odisea de la Alemania nazi y me lo prestó.
El candor sexual de Ulises palidece actualmente comparándolo con los múltiples orgasmos de Jackie Collins o con la displicente impotencia de Harold Robbins. Las obscenas expresiones de los soldados Carr y Compton en el episodio del barrio de los burdeles es cosa de niños, incluso para una joven doncella, acostumbrada a ver las obras de Pinter en la televisión. E incluso un joven de diecisiete años libidinoso como yo, veía claramente que el sexo y las obscenidades constituían aspectos de un programa de realismo muy lejanos de la pornografia. Joyce había cogido un día en Dublín, el 16 de junio de 1904, y había plasmado en su totalidad, sin ningún tipo de censura, los pensamientos, sentimientos y actos de tres dublineses nada representativos. Leopold Bloom, el agente de publicidad de origen judío-húngaro, desayuna y a continuación va al water. Un laxativo le ha liberado del ligero estreñimiento de los días anteriores, y logra una evacuación satisfactoria. Más tarde, en la playa, se excita eréticamente a la vista de una muchacha con las faldas levantadas, y, al tiempo que los fuegos artificiales de la tómbola de beneficencia Mirus explotan y zumban, con complicidad, se masturba. Hacia el final del libro, Molly Bloom tiene la menstruación. El escándalo de menstruadoras, como Virginia Woolf, y de onanistas, como E. M. Forster, fue tremendo, aunque lo mantuvieron decentemente encerrado en las tertulias de Blonisbury. Parecía como si hubiera sido Joyce, y no sir John Harington,quien inventó el water.
"Fácil lectura"
Joyce plasmó la vida honestamente, tal como él la veía, y no le sirvió de nada. Al círculo de Bloomsbury no le gustó lo que ellos llamaban vulgaridad, y tampoco les agradó la glorificación cómico-épica que Joyce hacía de las bajas clases medias. Los comunistas consideraban el Ulises una obra reaccionaria; Joyce se sintió dolido. "En mis libros no aparece nadie", dijo, "que valga más de cien libras". Pero la acusación de reaccionario, igualmente dirigida contra Tierra baldía, de Eliot, publicada el mismo año que Ulises, era más causa del despliegue de erudición, y de una técnica que no se prestaba a una fácil comprensión, que del contenido de la obra.
La erudición se obtiene fácilmente. Está a nuestro alcance en las bibliotecas públicas y no cuesta nada. Pero, como ni los trabajadores ni la clase media sienten ningún deseo especial por ella, se considera una imposición injustificable en una novela; una novela debe ser de fácil lectura. El Ulises no lo es. Joyce juega con la lengua inglesa. Separa, como el suero y el requesón, sus elementos germánicos y latinos.Parodia a todos los escritores, desde el venerable Beda a Thomas Carlyle. Convierte un capítulo en un libro de texto de retórica. A otro le da la estructura de una fuga per cananem. El último capítulo carece de signos de puntuación. y, cuando no juega, nos da páginas y páginas de pensamientos y sentimientos en estado puro en forma de monólogo interior.
"Oh, dulcísima toda tu blancurita de chica vi hasta arriba sucia braguita me hizo hacer el amor pegajoso nosotros dos niño malo Grace Darling ella a él a y media la cama meténse cosas frivolidades para Raoul para perfume tu mujer pelo negro curvas bajo embon señorita ojos jóvenes Mulvey opulentas años sueños volver callejas Agendath desmayando amorcito me enseñó su año que viene en bragas en su que viene". (*)
Sin embargo, ahora, sesenta años después de la publicación de Ulises, sabemos que las dificultades de este tipo de textos experimentales no son tan grandes como parece. Si se ha leído el libro atentamente hasta ese momento masturbatorio, se pueden reconocer todos los leit-motiv de esa corriente poco gramatical. A Joyce le encantan los misterios, pero no le gusta que duren demasiado. Esconde las llaves en cajones que no tienen cerradura. No siempre es fácil, pero jamás es imposible.
Hubo una época en que Joyce levantó iras por hacer que su estilo de prosa se interpusiera en la narración. Actualmente, nos sentimos más inclinados a disfrutar con la forma en que convierte, por medio del mito y de los símbolos, a gente normal en héroes épicos, incluso aunque la exaltación suponga elevarles al escenario de un music-hall y hacerles realizar un número cómico. Al verdadero Ulises, de Homero, le lanza una roca un gigante caníbal de un solo ojo. A Bloom, el nuevo Ulises, le ataca un ciudadano patriotero irlandés, borracho, que no puede ver lo suficientemente claro para darle con una caja de galletas Jacob. Bloom, vilipendiado por judío y ridiculizado por cornudo, acaba, a pesar de todo, como rey de Itaca, situada en el 7 de la calle de Eccles. El nos representa a todos nosotros, y también nosotros nos colocamos la corona de una gloria absurda.
El mundo ha perdonado a Joyce por los excesos de Ulises, pero todavía no está preparado para perdonarle la locura de Finnegans Wake. Y, sin embargo, resulta difícil ver qué otro libro podía haber escrito después de haber hecho una disección novelada de la mente humana en estado de lucidez. Ulises llega a tocar, en ocasiones, las fronteras del sueño, pero no llega a entrar en su reino. Finnegans Wake es, de una manera sincera, una representación del cerebro dormido. Joyce tardó diecisiete años en escribirlo, entre operaciones de la vista y sus preocupaciones por el derrumbe mental de su hija Lucía. Tuvo poco estímulo, incluso de Ezra Pound, el príncipe del vanguardismo. Su esposa, Nora, se limitó a decirle que debía escribir un libro agradable que pudiera leer la gente normal. Pero es obvio que había que escribir Finnegans Wake y Joyce era el único hombre con la suficiente entrega o lo suficientemente loco para escribirlo.
Un pecado de incesto
El personaje central del libro es un propietario de un bar en Chapelizod, en las afueras de Dublín, cuyo nombre parece ser Porter.En su sueño se convierte en Humphrey Chimpden Earwicker, el nórdico invasor protestante de la católica Irlanda, un hombre que lleva sobre sus hombros la joroba de un pecado de incesto, que expresa su sentimiento de culpabilidad de forma incoherente y que se convierte en un símbolo del pescador. Su esposa, Ann, es todas las mujeres, además de Ann Livia Plurabelle, el río Liffey y,por extensión, todos los ríos del mundo. Su consorte, que cose sus iniciales HCE por todo el texto como una especie de monograma, es Finnegan, el prototipo del gran constructor de ciudades, además de ser todas las ciudades que construye. Su hija Isabel representa a todas las mujeres tentadoras. Sus hijos gemelos, Kevin y Jerry, o Shem y Shaun, representan el eterno principio de los opuestos, Caín y Abel, unas veces; Napoleón y Wellington, otras, y, en ocasiones (Dios nos ampare), Bruto y Casio disfrazados de Burrus y Casius, o sea, de mantequilla y queso. Las identidades cambian, el espacio es plástico, la época es el año 1132, que no representa ninguna época; es simplemente una forma taquigráfica de indicar el proceso circular de caída y resurrección: para contar hasta once con los dedos tenemos que volver a empezar, y 32 pies por segundo es la veloci dad de aceleración de los cuerpos en caída libre. La narración es cíclica e infinita. La lengua es una especie de dialecto babilónico inventado por el propio Joyce, formado por todas las lenguas que había aprendido durante su exilio y considerado adecuado para volver a narrar un sueño universal.
Debe haber mucha gente, incluso entre los más cultos, que al abrir el libro hayan protestado, poco complacidos de lo que veían sus ojos:
"... nor yet, though venissoon after, had a kidscad buttended a bland old isaac: not yet, though all's fair in vanessy, were sosie sesthers wroth with twone nathandjoe. Rot a peck of pa's malt had Jhem or Shembrewed by arclight and rory end to reggin brow was to be seen ringsome on the aquaface... ".
No parece tener sentido, pero lo tiene. Joyce jamás en su vida escribió una línea que no lo tuviera. Aquí aparece Jacob, que es James (Jhem) o Shem (Shen), el hijo menor, que es además un cad, un caradura (cad= cadet= hijo menor), poniéndose una piel de cabritilla (kidskin) y engañando a su viejo padre Isaac, débil (bland) y ciego (blind), para que le dé su bendición, y es también Parnell arrebatándole el liderazgo del nacionalismo irlandés a Isaac Butt (butended). Susana (sosie= Susie), Ester (sesthers) y Rut (wroth) están todas presentes, todas ellas amadas por hombres mayores (Igual que FICE ama a su propia hija), y también Stella y Vanesa (vanessy), las dos con el nombre de Ester, amadas por un Jonathan Swift (nathnandjoe = jonathan), que es Natán y José en uno. Y además Shem y Shaun, modelados turbiamente como los hijos de Noé (Sem y Cam), unidos en una sola persona, esperan el destilado del whisky al pie del arco iris. Hay demasiado contenido en pocas líneas, desde luego, pero quejarse de exceso es un poco in grato. La mayoría de los escritores no nos dan suficiente.
Llamarle canalla
Es obvio que Joyce, a pesar de ser un hombre del pueblo, no se marcó el objetivo de ser un escritor popular. Y, sin embargo, se está celebrando su centenario con bastante más entusiasmo del que, en 1970, el mundillo literario puso en el de Charles Dickens, que sí quiso ser popular. La conmemoración alcanzará su momento de mayor intensidad en Dublín, donde todavía hay gente que sigue llamando canalla a Joyce y que venera a su padre como un gran caballero (compárese la situación con la de Lawrence, padre e hijo, en Eastwood, Inglaterra). Resulta difícil no conmemorar a Joyce en Dublín, en cualquier año o en cualquier día del año, porque, al igual que el mismo Earwicker-Finnegan, Joyce ha creado a Dublín. Lo ha convertido en un lugar tan mítico como el infierno, el paraíso y el purgatorio de Dante, todos en uno. Al mismo tiempo ha resaltado su aspecto fisico y les ha dado a sus calles, bares e iglesias el sello de una realidad realzada. Cuando se bebe Guinnes en el Bailey o en el bar de Davy Byrne se emplean las papilas gustatorias de Joyce, y cuando se camina por la playa de Sandymount se hace con sus viejas playeras. Joyce no podía vivir en Dublín, pero tampoco podía olvidarse de ella. Su obsesión con detalles minuciosos de su vida y de su peculiar forma de expresarse les obliga a los lectores a convertirse en dublineses. Ningún otro escritor ha conseguido hasta tal punto que sea necesario empaparse del ambiente de un lugar como prerrequisito para entender su obra.
El Ulises comienza en una torre de Martelo que aún sigue en pie. La odisea de Bloom puede rastrearse en un mapa y controlarse con un cronómetro. Incluso Finnegans Wake, el libro más recóndito y con un ambiente más enrarecido que se haya escrito, tiene una puesta en escena precisa: Chapelizod, al sur del hipódromo del Phoenix Park, donde es posible reconocer el bar de Earwicker en el de El Muerto, llamado así porque a los clientes que, borrachos, salían tambaleándose los atropella ban los tranvías.
La solidez del lugar guarda correlación con la solidez de caracte rización de los personajes. Leo pold Bloom es un ser tan tridimen sional que no queda oscurecido por tantas travesuras lingüísticas El triste tartamudeo de Earwicker resuena con claridad a través de los laberintos del sueño. Alguno de los que disfrutan con Joyce pueden pasar por alto las tortuosida des del estilo y concentrarse exclu sivamente en la carne y hueso de sus límites geográficos.Desgraciadamente, son muchos más los pe dantes que disfrutan con el estilo la estructura y el simbolismo. El secreto para apreciar a Joyce es no dejar que se nos suba demasiado a la cabeza. Al fin y al cabo, no es John Jameson.
Joyce ha tenido la póstuma for tuna de contar con el mejor biógrafo de nuestro siglo. El libro de Richard Ellman es una maravilla de información, ingenio y cariño bien entendido. Ellman puede, con todo derecho, llamar nuestra aten ción sobre aspectos ingeniosos como los finales asimétricos de las dos palabras que abren y cierran el libro, stately y yes. Tiene igualmente derecho a mostrar cómo la burlesca tran sustanci ación de Buck Mulligan al cornienzo de la obra tiene su contrapunto en la menstruación, real, de Molly Bloom, al final. Pero hay demasiados académicos, y estarán en bloque en Dublín el día 111 de junio, que tratan el Ulises y Finnegans Wake como si se tratasa de códices místicos, no mostrando el menor interés por la Copa de Oro (una carrera de caballos que se celebra alrededor del "día dle Bloom", el 16 de junio) y poco gusto por la Guiness. Este centenario debería mostrar que, por fin, Joyce está empezando a ser propiedad del pueblo y no de unos cuantos autores de tesis doctorales.
Novelista de novelistas
Para otros escritores poco académicos como o, Joyce es el novelista de los novelistas, aunque ni el Ulises ni Finnegans Wake se pueden denominar, con propiedad, novelas. Si la novela es el arte de encajar las sensaciones y emociones de la vida en una estructura que posea algo de la proporción y autonomía de una pieza musical, entonces Joyce es nuestro maestro. Podemos estudiarle en el plano estrujtural, descubriendo los principios de desarrollo sinfónico astutamente ejemplificados en los episodios de los Bueyes del Sol y de Circe del Ulises, y en el nivel nuclear de la frase. Veamos unas muestras de extraordinaria escritura:
"Heforesaw Nspale body reclined in it atfull, naked, in a womb of warmth, oiled by scented melting soap, soffly 1aved'. ("Preveía su pálido cuerpo reclinado en él del todo, desnudo, en un útero de tibieza, aceitado por aromático jabón derretido, suavemente lamido por el agua".) (*)
"Under theirdropped lids his eyes found the tiny bow of the leather headband inside his high grade ha". ("Bajo los párpados caídos, sus ojos encontraron el diminuto lazo de la badana de dentro de su sombrero. Alta Cal".)
Donde dice ha, léase hat (sombrero). El sudor ha borrado la "t". John Gross ha señalado que otros personajes de la novela tienen sombreros convencionales; sólo Bloom tiene un ha. Y, sin embargo, hay en estos párrafos menos excentricidad literaria que una gran preocupación por la realidad. El lenguaje de Joyce está ligado a sus referentes. Al mismo tiempo, logra una cierta independencia melódica, recordándonos que Joyce fue un tenor que, si se hubiera dedicado al canto, hubiera desbancado al conde John McCormack.
Joyee, el hombre, imprevisor, dado a la bebida, exiliado, silencioso y astuto, chillón, sociable, dedicado a su familia, carente de lo que Hampstead llamaría buen gusto, larguirucho, sórdidamente elegante, medio ciego, muerto a destiempo a los 59 años, sigue vivo en anécdotas de chochez, pero la esencia de su personalidad, excéntrico y al tiempo convencional, está contenida de forma total en sus obras. Sus preocupaciones: la estabilidad social que encuentra su mejor expresión en la familia de clase media baja, y el lenguaje como supremo logro del hombre. Ha legado su voz al mundo en las marcas y siseos de una grabación anterior a las grabaciones electrónicas, recitando párrafos de sus dos mejores libros con un tono un tanto sacerdotal que, quizá, era de esperar. Destinado a convertirse en sacerdote jesuita, levantó su propia iglesia, una ecclesia en la calle Eccles. Sus libros son confesiones, no ocultando ningún pecado, pero sin dar la mínima disculpa. Su función eucarística es la transformación del pan de cada día en belleza, lo que Tomás de Aquino definió como el complacer. No complace a Barbara Cartland ni a lord Longford (luchador británico contra la obscenidad), pero nos recuerda que la vida es una divina comedia y que la literatura es un tema jocoso y seno al mismo tiempo. Nos ha dejado en Finnegans Wake una pequeña oración, que resume su actitud ante la vida, una actitud bastante sensata:
"Loud, heap miseries upon us yet entwine our arts with laughters low". ("Sonoro, cólmanos de miserias, más adorna nuestras artes con risas suaves".)
(*) Traducción de J. M. Valverde. Editorial Bruguera, 1979.
Traducción de Ramón Palencia.
Babelia
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.