20 poficias franceses vigilan día y noche todos los movimientos de los "etarras"
Hasta la fecha, el Gobierno del presidente François Mitterrand no ha comunicado oficialmente su decisión última a las autoridades españolas, pero se sabe que el nuevo poder, deseoso de reforzar la imagen de «Francia, tierra de asilo», no concedería las extradiciones. Los vascos, en consecuencia, deberían recobrar la libertad, pero el contencioso que esto originaría entre los dos Estados le ha aconsejado a París el confinamiento de los presuntos etarras. Una veintena de policías e inspectores viven con ellos en un hotel de la isla, los custodian y los vigilan. Las dos comunidades, a pesar de su casi promiscuidad, viven sus mundos completamente alejadas la una de la otra. Juegan al las cartas, hacen deporte, leen, escriben, sueñan o filosofan, charlan, matan el tiempo, los vascos no quieren saber nada con la Prensa española, todos se aburren y todos coinciden al sentirse rehenes de un problema político entre París y Madrid que no saben ni cuándo ni cómo se resolverá.Son ya las últimas horas del miércoles 4 de noviembre, en el aeropuerto de Nantes. Desde su hotel de la isla de Yeu, por teléfono, Linaza, un tanto dudoso en apariencia, le advierte al periodista: «Nosotros con la Prensa española no querernos hablar. Anoche nos reunimos, cuando supimos que iba a venir usted, y así lo hemos decidido. Pero, no sé, mire, le va a hablar un compañero y él le dirá». El compañero: «Su viaje será inútil, porque no queremos saber nada. La Prensa española trata el problema vasco de manera incalificable, y no haremos declaración alguna. No le digo que venga, o lo contrario; puede hacer lo que quiera, claro». Vale, pero podemos tomar una copa. «Yo, al menos, no quiero ni tomar una copa». Para Linaza no hay diferencia entre EL PAIS y El Alcázar en lo referente a la cuestión vasca.
Al día siguiente jueves, son las nueve de la mañana en Port-Join ville, la aglomeración más numerosa y el motoreconómico de la isla de Yeu, con su puerto cuajado de pesqueros, y con el paseo, frente al Atlántico, que acoge a los turistas en verano. En un extremo del puerto se encuentra la alcaldía; el secretario no está de buen humor ni lo contrario. Debe ser así de ordinario. Sin que nadie le pregunte dice que el alcalde no gana para vivir, como edil número uno del municipio, y que por eso está en su escuela ejerciendo de maestro Para verlo hay que ir por la tarde.
"No les hagan fotos sin su permiso"
Momentos después, en el otro extremo del puerto, en el hotel Des Voyageurs. Aquí se hospedó también la mujer del mariscal Pétain cuando este último fue confinado en Yeu, en 1945, por el Gobierno que presidía el general Charles de Gaulle. Aquí, ahora, están confinados los vascos y la policía que los acompaña. Este hotel de dos estrellas da al mar. La parte trasera está vigilada por una furgoneta con dos policías. La delantera, sobre el puerto, ofrece un miniespectáculo pero sin espectadores: los inspectores con sus walkie-talkies el minibús con policías en el interior más los dos o tres números de esta última que se pasean un poco más alejados del hotel, no excitan la curiosidad de los marinos que faenan, ni la del vecindario. Por dentro pensarán lo que se les antoje. Para sus ojos esto es pan cotidiano.
Ya en el bar del hotel, en la barra alguien se presenta al periodista: « Yo soy el comisario responsable, y perdone, pero necesitaría ver su documentación». El inspector confiesa que ya estaba al tanto de nuestra llegada, y aconseja: «Nosotros no podemos hacer declaración alguna. La población es la que puede usted consultar, y ya comprobará que se exagera cuando se habla de una guerra entre nosotros y los habitantes de Yeu. Eso sí, por favor, no les hagan fotografías a los vascos sin su permiso». Todo esto con educación, con amabilidad, con deseos visibles de gustar.
La encargada del bar del hotel se presta para advertir a Linaza de nuestra presencia. Momentos después, recién levantado, más bien escuálido a causa de su reciente huelga de hambre, Linaza nos saluda afablemente. ¿Tomamos un café? «Sí, nos sentamos. Pero yo lo que voy a hacer es desayunar». En la misma mesa termina de tomar su café otro cliente. Linaza nos presenta: «Es el compañero con el que habló usted por teléfono ayer». Nos saluda, continúa con su desayuno, mientras le explicamos: «Que conste que si usted no quiere hablar no voy a insistir, ni voy a inventar nada. Yo le comprendo a usted, pero usted tiene que comprender mi postura». «Sí, sí, mucha comprensión, pero luego...». Al terminar su café, se levanta y dice: «Hasta luego».
Linaza desayuna pausadamente. Al ausentarse, su compañero recalca de nuevo: «No queremos hacer declaración alguna a la Prensa española, y es mejor no insistir». De acuerdo. Le explicamos que no se trata de abordar a fondo el problema vasco, que bastaría con que narrara su jornada en la isla. «Nada, nada, compréndalo. A título personal yo estoy aquí con usted y hablamos todo lo que le dé la gana, pero de declaraciones nada, por favor». A lo largo de una hora, se habla de la policía de México que lo torturó, hace algunos meses, antes de enviarlo a París. Se habla de la policía francesa, de la española. Pero sobre todo se repasan los problemas de la actualidad. Linaza está al tanto de todo, recita prácticamente algunos editoriales de la Prensa de Madrid, se extraña de que, al menos entre los intelectuales, no se comprenda el sentido de su lucha armada en el País Vasco. Hace algún tiempo, en París, se dijo que Linaza cultivaba su vena poética, y ahora le decimos que quizá esta etapa de confinamiento sea buena para escribir. Linaza hace un gesto dudoso, sin palabras, como una respuesta interrogante. Antes de despedírnos le sugerimos la posibilidad de comer con él solo o con algunos de sus compañeros. Se disculpa diciendo que comen todos-juntos en el hotel.
El tedio de la vigilancia
Delante del hotel, los inspectores, con sus walkie, bromean, se frotan las manos, porque el viento sopla. se prestan al diálogo, e incluso lo agradecen. Las horas del día son de sesenta minutos, inexorables, su misión es simple, «pero sin atractivos, este trabajo no es el nuestro» dice uno, y convienen los otros tres que ahora conversan con nosotros. En efecto, los confinados prácticamente, son personas completamente libres. Sólo una limitación: no abandonar la isla. En el interior de ésta pueden hacer lo que les dé la gana a la hora que les plazca. Pero, eso sí, en cuanto ponen los pies fuera del hotel, a lo largo de las veinticuatro horas de cada día, por cada vasco, dos policías se desplazan detrás de ellos. Así van a hacer compras, a tomar copas, a pasear, al baile de los sábados si les cunde o a hacer footing por las mañanas. Los inspectores nos han visto dialogar largo tiempo con Linaza, y preguntan rápidamente: «¿Cómo se encuentran de moral?», interroga uno. Y otro colega: «¿Cree usted que ellos se dan cuenta de que nosotros estamos aquí para garantizar su seguridad, tanto como para vigilarles?». Y el tercero: «Esta no es nuestra profesión, pero aquí cada cual es una consecuencia de un problema político entre los dos Gobiernos». En este momento, un inspector le hace señas a un colega: «Vamos», le dice. Un confinado, con dos familiares que han viajado a Yeu para visitarlo, acaba de salir del hotel. Y los dos inspectores trabajan: los siguen, a cinco o seis metros de distancia hasta una tienda. A su regreso, bromean: «Misión cumplida». Por respeto, dicen, nunca hablan con los vascos, que, a su vez, tampoco les dirigen la palabra. Van y vienen, los unos detrás de los otros, y se acabó. Los periodistas que llegan a la isla, casi a diario, son una novedad que alivia la lentitud del tiempo para los inspectores.
Este jueves de la semana última, como cada día, alrededor de las cuatro de la tarde, Port-Joinville vive el acontecimiento ritual de la jornada. Los cinco vascos salen del hotel, diez inspectores se sitúan detrás de ellos y, en curiosa procesión, caminan todos por las calles de mayor aglomeración hasta la gendarmería local. Los peatones se paran, los vecinos se asoman a la ventana, algunos chiquillos los siguen durante unos instantes. Ya delante del chalé-comisaría, los ángeles guardianes se paran delante de la puerta, y los confinados llegan hasta el mostrador de la entrada. Firman, y listo. El cortejo recorre el camino inverso, y hasta el día siguiente. Un responsable de la gendarmería advierte que su función no consiste en hacer comentarios. «Aquí no hay guerra», dice escuetamente, «entre el vecindario y la policía».
Cada uno remata el día como puede. El viento fresco no invita a paseos. Los vascos suben a la habitación del hotel, bajan, toman algo, leen. En un momento, Aldana le da el biberón a su hijo. Los policías que vigilan del lado del puerto se aburren y amenazan al fotógrafo, «si me hace una foto, despídase de la cámara». Cuando ya anochece, los marinos abarrotan la buvette duport (la tasca del puerto). Aquí coincidimos los periodistas que pasamos la jornada en la isla: uno del periódico de Brest, Le Peuple Breton, otro de La Vie Catholique, semanario parisiense, y los dos de EL PAIS. A nuestra mesa llegan dos turistas, insólitas por esta época, y que también se aburren. Los vascos, el problema vasco, el contencioso franco-español, constituyen para ellas «una aventura insospechada». Son dos estudiantas que, en París, van para profesoras de gimnasia. Con agrado, aceptan el mundo de los periodistas y, tras el aperitivo, cada cual va a cenar a su hotel, pero nos damos cita para después, en el hotel Des Voyageurs.
Son las diez de la noche. Los periodistas y las dos gimnastas, Anne y Marie Real, ocupan una mesa. Los inspectores juegan a las cartas en la mesa contigua. Los vascos ya se han recluido en sus habitaciones. La mujer de Aldana, con su hijo en un cesto, es la que desaparece del bar en último lugar.
A nuestra mesa llega José Miguel Arrugaeta. Le tiemblan las manos, está delgado, explica que son restos de la huelga de hambre y de la cárcel. Y añade que ha bajado de la habitación porque apenas duerme por la noche. La conversación gira en torno a las identidades regionales, hasta que se impone Marie Real, una de las gimnastas, que se declara católica practicante. Arrugaeta revela que, en la cárcel, uno de los pocos periódicos que tenía para leer era La Vie Catholique. Los inspectores se corren la gran juerga con las cartas en la mano. Marie Real revienta de gozo, porque su tema es objeto de diálogo entre los católicos practicantes, los no practicantes y el vasco confinado. El vecindario duerme, sin excepción, en esta cáscara de nuez con patas que es Yeu, en pleno océano Atlántico. Arrugaeta, cansado, se despide: «Quizá duerma ahora», dice. La señora del bar se ha agotado. Ya es media noche. En la calle, por delante y por detrás del hotel, muertos de frío, serios como cirios, los policías inician un nuevo día.
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