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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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"Queridos amigos... "

Conocí personalmente a Félix Rodríguez de la Fuente hace aproximadamente un mes. En un almuerzo en casa de mi padre, Gregorio Marañón. Tres ilustres toledanos querían conocerle para trasladarle su común preocupación por el peligro de extinción que acecha al águila imperial. También asistió al almuerzo el célebre periodista Alfonso Sánchez.Era Félix más bajo de lo que yo imaginaba. De complexión ancha y fuerte. La piel muy tostada por la constante exposición al sol y al aire. Presentaba, en suma, los rasgos físicos típicos del hombre castellano: estatura media, gran fortaleza y piel curtida. Aparentaba menos años de su verdadera edad. Su. magnetismo personal, su extraordinaria sencillez le hacían a uno sentirse cómodo a su lado de forma inmediata. Como si se tratase de un amigo de toda la vida. Y estaba totalmente desprovisto de posturas de engreimiento o vanidad personal. Tenía la sencillez de los grandes.

Tuve la suerte de sentarme a su lado. Estoy seguro que por deferencia paterna, conociendo mi admiración por el inolvidable personaje. Félix nos relató con amenidad los inicios de su extraordinaria carrera. Fascina do desde niño por las ciencias naturales, estudió medicina con aprovechamiento, pero sin vocación. Luego, para satisfacer deseos paternos, se especializó como odontólogo. Un día, hace más de veinte años, a Jaime de Foxá le contaron a su paso por Burgos la afición por la cetrería del joven médico, hijo del notario de Briviesca. A esta villa burgalesa acude aquel inolvidable naturalista, entonces jefe del Servicio Nacional de Caza y Pesca, para conocer a Rodríguez de la Fuente. Y de aquel encuentro nace el Centro de Cetrería de Briviesca, el inicio de su prodigiosa carrera.

Conociendo su pasión por el lobo, quise escucharle sus famosas teorías sobre este animal salvaje. Félix nos aseguró que el lobo jamás ataca al hombre, ni incluso estando hambriento. Hombre y lobo habrían convivido estrechamente en tiempos remotos, siendo rivales en la caza, pero sin hostigarse ni atacarse. Félix nos narraba tres conductas típicas y diferenciadas del lobo. En primer lugar, al ser un mamífero carnicero, el lobo cuando ataca al ganado o a las aves de corral causa enormes estragos, pues siempre mata por encima de sus necesidades de alimentación del momento. De aquí el odio secular al lobo entre los pastores y hombres del campo.

Segundo, la peculiar forma de concluir las peleas entre los machos. El animal que se sabe vencido se echa al suelo y ofrece mansamente su cuello al vencedor. Este es incapaz de asestar la dentellada final, y la pelea concluye. Y, finalmente, su conducta ante el hombre. Félix nos reiteró su absoluta convicción de que el lobo no ataca al hombre. No puede hacerlo, nos decía, pues una pulsión innata se lo impide. El lobo no ataca, pues, al hombre, según nos contaba Félix, por miedo o por respeto, sino porque su propia naturaleza, las pulsiones innatas de su raza, según las propias palabras de nuestro involvidable amigo, se lo impiden.

Acerca de los lobos, Félix nos relató un delicioso episodio. Recientemente, un grupo de naturalistas americanos sorprendieron a un pequeño grupo de lobos blancos en tierras árticas, con aspecto de estar hambrientos. Los hombres comienzan a disparar sus máquinas fotográficas, y uno de ellos se destaca del grupo y se acerca poco a poco a los lobos. De cuando en cuando se detiene para fotografiar a los animales, que le miran con curiosidad. Ya muy cerca de ellos, se le acaba el carrete de su máquina. Agazapado para no distraer)es y no provocar su huida, se dispone a cambiar el carrete usado por otro nuevo. Un lobo se ha separado de sus compañeros y se ha acercado al hombre. Cuando éste se dispone a incorporarse para seguir fotografiando a los animales, tiene virtualmente encima a un enorme lobo blanco hambriento que jamás ha podido ver a un hombre. Después dé olfatearle con tranquilidad, el lobo lame el rostro del hombre y tranquilamente se vuelve con sus compañeros para alejarse del lugar. Este insólito hecho fue filmado y fotografiado por los restantes naturalistas y constituye un impresionante e interesante documento que Félix, pensaba recoger en una de las muchas colecciones de cencias naturales que dirigía.

Le pregunté a Félix si pasaría una noche al raso, solo y en invierno, en un monte donde existiera certeza de haber lobos que estarían posiblemente hambrientos en esa época del año. Con aquella simpática sonrisa, me contestó que lo haría encantado y sin miedo alguno, pero bien pertrechado con mantas para combatir el frío. Y añadió algo que ahora recuerdo con un estremecimiento: «En mi profesión yo no le temo ni a la naturaleza ni a los animales. Sólo temo a los medios de transporte del hombre, que son los que acaban matando.» Era jueves, y al día siguiente aparecía en la pequeña pantalla su programa. Enlazando con aquella frase, me indicó que no dejara de verlo. En un aislado aeropuerto del norte de Canadá, Félix y su equipo tenían que desprender el hielo que coIgaba de las alas de una pequeña avioneta mediante golpes con los mangos de unas escobas.

Después de varios intentos fallidos, el motor arrancó por fin. Y en aquella minúscula cabina se apretujaron Félix y sus hombres con el material técnico. Y él nos contaba. su disgusto por volar en aquellas precarias condiciones, arriesgando inútilmente su vida y la de sus íntimos colaboradores...La sobremesa, que se prolongó hasta bien entrada la tarde, fue deliciosa. Félix se interesó muy vivamente por el problema de la supervivencia de las águilas imperiales. Aportó datos, propuso soluciones... Daba la impresión de estar muy cansado, rebasado por tanto trabajo y tanto compromiso. Y, sin embargo, ya se estaba comprometiendo para afrontar este asunto. A la vuelta de su viaje, organizarla una serie de actos para asegurar la supervivencia de estas aves de color casi negro, cola cuadrada y tamaño algo menor que el águila real. «No podemos consentir que nuestra águila imperial desaparezca. Me tenéis a vuestra entera disposición», nos comentaba al despedirse de nosotros.

Le acompañé hasta su coche. Y le conté como mi hijo de ocho años, con ese extraordinario poder de imitación que poseen los niños, es famoso en su clase por imitar su voz y sus gestos cuando empezaba sus inolvidables programas de televisión con aquella frase: «Queridos amigos.» Rió Félix la anécdota y me prometió que a su regreso de Alaska vendría un día a saludar al niño. «Adiós, Félix, y cuidate» fueron mis palabras finales. «Hasta siempre», fueron las suyas.

Queridos amigos, ha desaparecido un español excepcional. Uno de esos personajes que perduran siempre en el recuerdo. Hasta siempre, Félix.

Alvaro Marañón y Bertrán de Lis es director general adjunto del Banco Rural y Mediterráneo

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