EIogio condicionado
-I-Aprovecho la rentrée de nuestro gran hombre nacional para dar rienda suelta a estos elogios tan merecidos, aunque formulados mayormente desde una óptica provincial y contrapartidaria.
Somos muchos los que en España y fuera de ella apreciamos la gestión de Adolfo Suárez al frente del Gobierno como notable, oportuna y, en líneas generales, positiva, y aun exportable, si no como ideología, como maestría en su, modo de usar los trebejos del poder. El señor Suárez acredita a cada paso preparación multiforme, imaginación relampagueante, admirable capacidad de trabajo y administración tan funcional de los silencios como en la música wagneriana; virtudes a las que no estorban sus brincadeiras juveniles, su aire deportivo y hasta su frivolidad de galanruomo (por cierto muy medida y programada), como queriendo darnos simbólica noticia de una agilidad excedente que le bulle en la cabeza y en los músculos reservada para ocasiones aún inéditas y vagamente amenazadoras.
Sin salirnos de lo psicosomático, tampoco es desdeñable la armonía de su rostro, aunque algunos (y algunas) señalan como remodelable su nariz, carnosa y con tendencia pensativa... A mí, por lo contrario -desde mi más tierna edad practico la fisiognomonía (ver diccionario)- me parece favorable dentro de su significación intelectual. Ya el viejo Oscar Wilde situó estas desarmonías faciales más allá de los genes, insertas en aquel apotegma biológico de que «la función crea el órgano», o sea, la psiquis interfiriendo en el soma. Decía, más o menos (no he vuelto a leer desde los dieciocho años a tan edificante maestro), que en cuanto alguien se pone a pensar a pensar se va convirtiendo en frente frente y en nariz nariz. Y aun añadía: «Por eso es tan frecuente la armonía facial del alto clero anáficano», conclusión aplicable al señor Arias Salgado y a otros políticos jóvenes y guapos. Mas no divaguemos...
En su conjunto, matiz más o menos, ésta es la imagen carismática (vocablo, de probable origen eclesial, muy en boga durante el régimen supuestamente abolido) que ofrece nuestro presidente a la vernácula aprobación y a la observación universal. A mí personalmente no me duelen prendas adhiriéndome a la general alabanza, partiendo de mi condición de ciudadano de a pie, que no milita, ni militó nunca, en ningún partido y que puede gozar de una admiración traslaticia como «ciudadano libre de la república de las Letras», según decía mi comprovinciano y precursor el P. Feijoo, que era un tiazo según se sabe. Tal independencia política, unida a mi social insignificancia, me consienten, horro de sospechas e intereses bajunos, tratar esta imagen sin abrillantarla con la adulación, ni emborronarla con la mala fe. Prosigo:
Desde su segura e incluso, a veces, algo agresiva apariencia, el drama endocrino (ver diccionario) del señor Suárez consiste en tener que gobernar para todos, o sea, templando gaitas aun siendo abulense y al mismo tiempo irse sacando de la manga un partido; su partido, el más partido de todos, condenado a brujulear entre el centro/centro, el centro/derecha y el centro /ambidextro, con una cierta alergia, congénita o adquirida, a la izquierda/izquierda. Su capacidad de equilibrio estable/ inestable le faculta y adiestra para lograr espectaculares e interminables consensos que, en efecto, resultan muy útiles para el país, mas a condición de que no resulten sólo negociables para su UCD, ya que, como es notorio, no hubieran tenido lugar sin la conciencia, la inteligencia y, por veces, el trabajoso patriotismo de los grupos operacionales y legales de la izquierda; pues los otros grupos de la izquierda operacional, ¡y de qué modo!, pero no legal, no son grupos sino grapos, si el lector me perdona estos incontenibles juegos de palabras que tanto deslucen mi estilo, ya lo sé.
Hay que admitir, empero, que estas abundantes e innegables dotes del señor Suárez en realidad no configuran una política en el sentido consecuente y feraz de la palabra. Son más bien una serie de impromptus, unas veces brillantes (y otras submaquiavélicos), pero que en la medida que vayan cediendo en su fulgente pragmatismo pueden dar, a medio o corto plazo, con el señor Suárez en uno de esos ducados de consolación y momificación, qué lástima, tan joven, de los que ya hubo ejemplos en lo que llevamos tranqueado de reforma política-dinástica.
-II-
En el fondo el señor Suárez, aunque pueda decir, siempre provisionalmente, claro está, como el de Villamediana, «son mis amores reales», en rigor es un solipsista (ver diccionario); un ele. gante y cortés Juan Palomo, yo me lo guiso, yo me lo como, deslizándose por entre la envidia solapada y el sordo, aunque no siempre mudo, resentimiento de tantos otros con iguales méritos de servidumbre al pretérito, ya frustrados o aún no, en el río revuelto de la reforma. Me refiero a la turbamulta de conversos, advenedizos y oportunistas que en mi lengua natal, aunque no abertzal, que es el gallego, nombraríamos en su conjunto refugallos, virachaquetas y/o militantes perpetuos en el caciquismo de la retranca y del trasacordo.
No obstante todo lo dicho, con un poco menos de impaciencia y de fe supersticiosa en el juanpalomismo solipsista, la fuerza de la inercia del señor Suárez es tan grande, o lo era hace unos meses, que la operación «investidura» hubiese resultado una apoteosis que, según el diccionario me instruye, viene a ser la divinización de los héroes.
Por otra parte, es de conciencia hacer constar aquí mi respeto a los reformistas o reformadores de verdad, sinceros e ilusionados militantes de UCD. Ellos que fueron y son las víctimas más primarias directas, que no saben qué hacer ahora perdidos en ese puerto de arrebatacapas que, según la opinión más vigente, vino a ser UCD y que nuestro admirado presidente permite o disimula con tal de que no estorben su solipsismo (que a lo mejor es un solipsismo de pas a deux), propio de quienes fueron amamantados e instruidos en regímenes de autoridad o del monólogo que nunca fue diálogo.
Admitido lo dicho, que no es una opinión sino una descripción, venimos a dar en que los méritos objetivos que hacen del señor Suárez un político de alta arboladura, con atisbos de estadista., se contradicen, aplebeyan y empequeñecen en cuanto vamos descendiendo desde su brillante figura a las últimas resacas del contubernio, desde altos funcionarios heredados del franquismo insepulto hasta la nueva marabunta de concejales que pescan en ruín barca. Y no pongo nombres porque sólo en mi dulce y resignada región, que aguarda su Estatuto de tercera cantando la Rianxeira, llenarían este espacio. Y si bajamos de lo nacional a lo vecinal, ahí sigue tan campante el gobernador de mi provincia, tan fértil en multas como en los primeros días, cuando fue nombrado por el señor Arias Navarro, de feliz recordación, en el remate de la paz augusta.
Del mismo sobreviviente origen y de la misma táctica vertical, ahí están el sadismo y el trágala de los mil nombres y cientos de estatuas del «generalísimo» ostentándose en calles, plazas y toponimias, al igual que las menciones a los caídos, a los alféreces provisionales, a los generales insurrectos, al falangismo de horca y cuchillo uniformado o al de la nocturnidad y alevosía de los «paseos» por libre. Y ahora mismo, como escarificación de un daño que no se quiere que cese, los tejemanejes e hipócritas dificultades que se opusieron a que la familia del ilustre républicano don Niceto Alcalá Zamora enterrase en paz a su muerto en la tierra que le vio nacer y a la que sirvió con talento y su abnegación.
En el tiempo que va corrido desde el lento alumbramiento e implantación de la democracia, que no es sólo ucedocracia ni mucho menos adolfocracia, estos sucesos, zorrerías, contradicciones, reviravueltas y donde dije digo, digo diego, han ido infiltrándose en el sentir del gentío, que no entiende de sutilezas ni falta que le hace, pero que sabe muy bien lo que quiere, que acabará viendo la imagen idealizada del señor Suárez desviada de su destino de estadista en maduración puesta al oficio menor del político que empieza a deslizarse por la cuerda floja y acaba haciendo piruetas en el filo de la navaja. Se lo digo yo, coño; un don nadie entre los treinta y tantos millones de congéneres que lo admiran y lo quieren bien, por lo mismo que no pertenecemos a su partido. Palabra.
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