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De un tiempo a otro

La celebración de esta feria primaveral da coyuntura propia para pensar y echar una mirada al pasado. Mirada melancólica y al mismo tiempo tranquilizante, sobre un aspecto curioso de la vida madrileña.Las ferias de otoño de esta ciudad, allá por los años de 1920, tenían un atractivo singular para los bibliófilos y bibliómanos, porque junto a los puestos de frutos del tiempo y de chucherías que se alineaban a lo largo de las rejas del Botánico había otros'con los frutos más intemporales que cabe imaginar: los puestos de libros viejos o antiguos. Contenían éstos libros de muy distinta calidad, de precio vario. El estudiante con pocos recursos podía adquirir por unos reales grandes novelas o novelones con que nutrir su imaginación durante días. El historiador del siglo XIX podía hallar folletos raros, referentes a las guerras, civiles o a las revoluciones y sus actores, con relativa facilidad. El erudito, entusiasta de los clásicos, encontraba textos de poetas, de autores dramáticos, de historiadores de sucesos particulares, de místicos, de los siglos XVI y XVII. Todo ello entre obras que parecia que nunca se iban a agotar: la historia de César Contu, el viaje del joven Anacasis, la Biblia del padre Scio, la Historia de España, de don Modesto Lafuente.

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Llegó un momento en el que la feria otoñal se convirtió en feria permanente: cuando se construyeron las casetas de «la cuesta de Moyano», que hoy existen y que ya son más que cincuentonas.

Desde tal momento hasta 1936, los aficionados a los libros tomaron por costumbre recorrerlas por la mañana o por la tarde. Viejos profesores, literatos conocidos, eran asiduos concurrentes. Allí era fácil, por ejemplo, encontrarse con la silueta impasible de Azorín. En compañía de mi tío PíoBaroja contraje el hábito de hacer el recorrido. Creo que hoy debo ser uno de los decanos de los que todavía lo hacen con cierta frecuencia. ¿Quién queda allí de los viejos libreros? Ninguno, según mi cuenta. Sí, algunos de sus descendientes. ¿Qué queda, por otra parte, de los antiguos libros? Muy poca cosa. Hasta el Año cristiano, de Croisset, empieza a ser raro, y el Madoz, que he visto vender a cinco pesetas tomo, es hoy unajoya bibliográfica, como en 1920 podía serlo un cancionero del XVI. Libreros jóvenes, público joven, libros jóvenes, o al menos en ediciones que lo son. Porque, en efecto, confrecuencia encuentra uno en el recorrido nostálgico a los autores que escalofriaban a la juventud de fines de la monarquía de don Alfonso XIII, en ediciones nuevas, flamantes y brillantes. Sí. Aquí están Marx y Engels, también el viejo Bakunin y el príncipe Kropotkin, al lado de nombres más modernos o poco o nada conocidos entonces, entre los de tendencias revolucionarias.

El visitante viejo echa de menos muchas cosas. Inútil es enumerarlas. La visita, por otra parte, da ocasión de reflexionar. La feria de Moyano indica un gran cambio cultural en Madrid. De un lado, mayor afición a leer. De otro, más aprecio al libro antiguo que antes se malbarataba de modo asustante.

He aquí algo positivo. He aquí, también, la razón de que, con el cambio de los tiempos, haya surgido una nueva modalidad del comercio de libros: esta de la feria anual que se celebra ahora, feria en que participan los hombres más briosos entre los que constituyen el querido gremio de los libreros de viejo, de ocasión o de lance que, poco a poco, se van convirtiendo en libreros anticuarios: como en Alemania o Inglaterra. Se acabó, en suma, la época del bibliófilo cazador de gangas. Se acabó la posibilidad de encontrar en el baratillo, junto al cesto de madroños, la pieza única, capaz de excitar el apetito de los Gallardo o los Goyangos de turno. Los libros se aprecian por lo que valen. A veces, según algunos compradores y libreros a la antigua usanza, más de lo que valen. Todos sabemos qué precios han alcanzado las primeras ediciones de los poetas del 27, o de los prosistas del 98. Hasta la novela de 1920 alcanza precios altos. ¡Qué decir de los folletos decimonónicos!

Vivimos, pues, en un ambiente muy distinto al evocado al principio. También al de hace menos tiempo. En este tercer giro hay que desear que el libro, caro o barato, en forma individual o forma civilizada, circule y se lea. Que no se estanque en la biblioteca ostentosa del ricacho, ni en el centro oficial jamás utilizable: que no sirva tampoco para envolver con sus pliegos, arrancados de mala manera, un trozo de escabeche, como a veces ha servido en otro tiempo, menoscabo de la cultura y de la higiene.

Esta feria que se desarrolla bajo el signo de la primavera ha de contribuir, acaso más que ninguna, al fin noble, al fin cultural de difundir el libro y de dignificar su comercio

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