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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Suárez, ante el Consejo de Europa

COMPARECENCIAS COMO la que el miércoles protagonizó ante el Consejo de Europa el señor Suárez, presidente del Gobierno español cuando menos hasta las elecciones generales, convocadas para el 1 de marzo, se mueven forzosamente dentro de bandas estrechas de temas y argumentos y en límites también reducidos de expresión retórica. La abrumadora evidencia de que las soberanías nacionales, aunque condicionadas, todavía tienen un largo trecho que recorrer antes de subsumirse en entidades políticas de mayores dimensiones condena a los encuentros entre países europeos a duras negociaciones para la defensa de los respectivos intereses inmediatos o a exaltadas y generosas efusiones verbales de buenos propósitos y loables intenciones. Las sesiones del Consejo de Europa pertenecen, obviamente, a este último género de reuniones. La intervención del señor Suárez ha sintonizado con el tono y el contenido adecuados para tales ocasiones.No hubiera sido procedente, en ese foro, aludir a que el célebre desencanto de algunos sectores del pueblo español, respecto al cambio político, también alcanza, con menor extensión, peto con mayor intensidad, a las esperanzas despertadas en nuestro país por la Europa Comunitaria. No se trata sólo de la falta de solidaridad mostrada por el Gobierno francés -momentáneamente rectificada con la medida adoptada hace unos días de retirar el estatuto de refugiados políticos a los terroristas- para poner fin a la violencia en el País Vasco español, alimentada desde el País Vasco francés. Ni tampoco de la sensación de que esa ratonera que para nuestra política exterior es el norte de Africa sirve de aliviadero a otros intereses europeos. La demagógica y patriotera campaña organizada por los comunistas de Marchais y por los gaullistas de Chirac para oponerse al ingreso de España en el Mercado Común ha dejado, literalmente, atónitos a los españoles que, en la izquierda o en la derecha, creyeron de verdad en las grandes palabras de apoyo a la democracia y de solidaridad con los españoles pronunciadas más allá de los Pirineos en la época del franquismo.

Es comprensible, por esa razón, que el señor Suárez, conocedor de los usos y costumbres de la diplomacia internacional, haya pasado como gato sobre ascuas por esta parte, por lo demás obligada, de su discurso. Las referencias al terrorismo, a la necesidad de una estrategia globalizada para combatirlo y a la conveniencia de un espacio policial y judicial europeo para perseguirlo y castigarlo, no podían, evidentemente, descender a niveles más concretos. Nada vela la claridad de una de sus afirmaciones: «Las instituciones libres y democráticas, abiertas a los necesarios cambios que requieren la evolución histórica o las nuevas concepciones ideológicas o filosóficas privan de toda justificación a las acciones terroristas.» La alusión a que las comunidades europeas -donde se dan cita todos los contenciosos de intereses- son concebidas por España «como pieza fundamental del proceso de unificación europea» es, en cambio, un islote demasiado pequeño en la riada del discurso. El tema de la política mediterránea y de «la distensión; la paz y la cooperación entre países ribereños» mereció un comentarlo menos telegráfico y ligeramente menos impreciso. Por lo demás, es cuando menos sorprendente que el señor Suárez eligiera como vía de escape para no hablar de la OTAN la referencia a los acuerdos militares con USA, y que diera como contestación lo que continúa siendo una pregunta.

Particular interés ofrece la alusión en el discurso a los lazos de España con los pueblos de Hispanoamérica, en los que «encontramos los españoles la raíz de nuestra propia singularidad, dentro de la Europa a la que pertenecernos». Vinculación, por lo demás, que no deja de presentar aspectos conflictivos, dadas las enérgicas declaraciones del señor Suárez de apoyo a la política de defensa de los derechos humanos como algo que «trasciende lo nacional e interno para inscribirse en el marco de lo internacional». Porque, aunque el deber de vigilancia y de denuncia de las violaciones de los derechos humanos no puede ser especializado según áreas geográficas o regímenes sociales, lo cierto es que la autoridad moral de la democracia española puede ejercerse con mayor eficacia sobre los países que hablan nuestro idioma y participan de nuestra cultura. La elección de nuestro territorio como refugio por quienes huyen de la tortura y de la muerte en vastas zonas de América Latina es la mejor demostración de ese hecho.

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Finalmente, parece necesario señalar que los comentarios del señor Suárez sobre el proceso de cambio político en España desde julio de 1976 han ocupado un lugar desproporcionadamente grande en su discurso y no han conseguido un centro adecuado para su organización. Resultó excesivo que más de la mitad de su intervención estuviera dedicada a la glosa de esa etapa, demasiado cercana para constituirse en un tema de historia y demasiado conocida para servir de materia a un informe de actualidad. Se diría que la complacencia del señor Suárez en contar a los europeos los obstáculos que se erigían en la senda de la democratización y las habilidades desplegadas por la clase política -especialmente la instalada en el Poder Ejecutivo- para bordearlos nace, en cierta forma, de la melancolía del cumplimiento y de la añoranza de unas tareas cuya naturaleza intrínseca exigía un único género de gobernantes para resolverlas. La acusación de que su discurso ante el Consejo de Europa tenía propósitos electoralistas había sido acuñada, probablemente, por sus competidores antes de conocer su contenido. Al leerlo no cabe sino concluir, a la vez, que era muy difícil que no lo fuera y que el señor Suárez no ha realizado ningún esfuerzo para impedirlo.

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