Tribuna:

En recuerdo del marqués de Lozoya

Una talla, un lienzo, un tapiz, un retablo... Algo de ello hay en casi todos los pueblos de España -según casi todos los pueblos de España-, cuyas excelencias artísticas fueron precisadas y encomiadas por el marqués de Lozoya. Según el alcalde, según el cura parroco, según el secretario del Ayuntamiento, según el sacristán o las monjas del convento. Lo que convertía a don Juan, incluso a niveles populares, en el más autorizado y más asequible catálogo artístico del país, en el refrendo culto de la leyenda popular o de la atribución artística local. Obviamente, la catalogación atribuida al mar...

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Una talla, un lienzo, un tapiz, un retablo... Algo de ello hay en casi todos los pueblos de España -según casi todos los pueblos de España-, cuyas excelencias artísticas fueron precisadas y encomiadas por el marqués de Lozoya. Según el alcalde, según el cura parroco, según el secretario del Ayuntamiento, según el sacristán o las monjas del convento. Lo que convertía a don Juan, incluso a niveles populares, en el más autorizado y más asequible catálogo artístico del país, en el refrendo culto de la leyenda popular o de la atribución artística local. Obviamente, la catalogación atribuida al marqués de Lozoya, no siempre es cierta. Entre otras cosas porque no cabía encomio ninguno y porque, como él mismo dijo en cierta ocasión, «tendría que ser un poco omnipresente. De otro modo, no me hubieran bastado mis ochenta años largos». Rarísima vez, si es que alguna ha habido, el deseo de cultura ha prendido tan ampliamente en tantos y tan distintos ámbitos sociales, como sucedió de la mano del marqués de Lozoya, extremadamente culto y en absoluto erudito. Nunca profesó en la erudición porque era eminentemente comunicativo y asequible y jamás se encerró en la jaula de oro en la que los eruditos disimulan su imposibilidad de comunicación, su incultura al fin y al cabo.Vocacionalmente, lo que más era don Juan, fue poeta. Antes que historiador, que investigador, se sentía «sobre todo, poeta. Prefiero esa condición a otra cualquiera... Siempre y cuando no me obliguen a leer en voz alta mis propios versos, pues soy un desastre para declamar»... La elegancia sustantiva que caracterizó siempre al marqués de Lozoya, fue su sencillez y su exquisita discrección. Poco atento a la otra elegancia adjetiva y perecedora, el propio don Juan conocía sobradamente su fama de despreocupado y desaliñadamente pulcro en el vestir. «Tengo un viejo y excelente amigo que ignora que sé como, a su juicio, poseo la mejor colección de corbatas feas de España. Sin duda, tiene razón, si bien no las colecciono deliberadamente... » Una de sus más extraordinarias características era su espontánea facilidad para, hasta pocos días antes de su muerte, sorprenderse gratamente, como si sus años de descubrimiento de cosas empezasen cada mañana, cada día; como si estuviese en pleno aprendizaje ante la vida, él, el marqués de Lozoya, verificación incontrovertible durante años y años de que la sabiduría y la humildad son inseparables.

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