El Parlamento verdadero
LAS INSTITUCIONES parlamentarias viven una fecunda tensión entre sus funciones propiamente legislativas, cuya carga recae principalmente sobre las comisiones, y sus funciones políticas y de control, cuyo escenario más adecuado son los Plenos de las Cámaras. El trabajo eficaz, el rigor técnico, y la especialización de los aspectos orientan la labor legislativa; en cambio, los debates abiertos, la improvisación de las intervenciones y de las réplicas, y el planteamiento de cuestiones generales son predominantes en la discusión política. Si la oratoria fluvial y los ejercicios de ingenio van en detrimento del trabajo legislativo, los acuerdos entre los estados mayores de los partidos, las conjuras de silencio y el sofocamiento de los debates llevan insensiblemente al mutismo y conformismo propios de las Cortes orgánicas.La experiencia de los meses iniciales de la primera legislatura democrática en España enseña que el Senado y el Congreso están amenazados, cada uno por su lado, por esas enfermedades opuestas. En la Cámara Alta se han producido interesantes discusiones de orden general; pero el pueril esfuerzo de algunos senadores inscritos en los dos grandes grupos parlamentarios por equipararse a los diputados, aunque resulte jurídicamente lícito gracias al monumental error de la ley de Reforma, de conceder igual rango a las dos cámaras, perjudica inútilmente la eficacia legislativa al obligar a repetir en la moviola del Senado, con idéntico resultado final, los trámites ordinarios del Congreso. Así, a menos que los senadores ucedistas y socialistas sean fieles a la disciplina de voto, podría ocurrir que la Constitución, en vez de ser aprobada en trámite de urgencia con una mayoría de dos tercios, entrara en la vía repetitiva de los trabajos de una comisión senatorial y no pudiera ser refrendada hasta el otoño.
Por el contrario, el Congreso había desaprovechado, hasta la sesión plenaria de anteayer, algunas excelentes ocasiones para debatir en profundidad, con altura política y con la mirada puesta en los electores, cuestiones de interés general para todo el país. Los agrios encuentros personales entre los señores Fraga y Carrillo, Pérez-Llorca y Guerra, o Moro y Marín, en poco ayudaron a ilustrar a los ciudadanos sobre los temas discutidos. Pero el Pleno del miércoles ha revelado, casi por sorpresa, las virtualidades políticas y cívicas que encierra un auténtico debate parlamentario.
La tentativa del Gobierno de deslizar a hurtadillas, como si se tratara de una inocente comunicación de trámite, el cese de la mayoría de los ministros económicos y la remodelación del Gabinete rompió, sin duda, el habitual tacto de codos de los líderes que manejan fé rreamente el orden del día del Congreso desde la Junta de Portavoces. El gusto del Gobierno por las maniobras de pasillo, el evidente recelo de su presidente a comparecer con luz y taquígrafos y sin discursos preparados y réplicas concertadas ante un auditorio dispuesto a interrogarle, y el implícito menosprecio del poder ejecutivo hacia las Cámaras han sido las constantes de la actuación parlamentaria de UCD desde las elecciones. Ahora, los demás diputados -desde AP hasta el PCE- han rechazado la pretensión gubernamental de colar de rondón una sustancial transformación del equipo ministerial, al igual que algunos órganos de opinión han mostrado su desacuerdo con el estilo «orgánico» de Televisión Española de vender toda una crisis política como un simple relevo funcionarial. La desafortunada expresión utilizada por el señor Pérez-Llorca se vuelve contra el aguerrido portavoz del partido del Gobierno; porque ha sido precisamente el grupo parlamentario ucedista el que jugando» hábilmente con las desavenencias o las ambiciones de sus rivales, ha convertido al Congreso en el escenario de una partida de caza mayor en la que, una por una, han caído en hábiles emboscadas todas las proposiciones de ley presentadas por las minorías.
Las intervenciones de los líderes de los grupos parlamentarios situados fuera de la disciplina gubernamental cuartearon rápidamente las defensas de cartón-piedra del vicepresidente y dieron en la misma línea de flotación de su razonamiento. El señor Abril Martorell es seguramente el eficaz gestor y duro negociador que sus admiradores proclaman; pero la política democrática exige otras cualidades a la hora de subir a una tribuna. El antiguo régimen permitía a cualquier ministro creerse en poder de todas las virtudes; el debate parlamentario desnuda al que, sin capacidad para ello, pretende dominar todos los terrenos de la actuación pública.
Ahora bien, el vicepresidente tiene bastante menos responsabilidad por su naufragio en el Congreso que el presidente, que embarcó a su hombre de confianza en una navegación sin experanzas. Las consecuencias han sido innecesariamente graves para el Gobierno: le ha costado perder la primera votación en el Pleno del Congreso. Además, el señor Suárez tendrá que compare cer finalmente ante las Cámaras para dar cuenta del reajuste ministerial. Y de añadidura, en medios influyentes y representativos empieza a forjarse, tal vez de manera artificial, la impresión de que la crisis es todavía más profunda de lo que a primera vista parecía. Nada peor para un Gobierno y un partido que computan su futuro de poder en décadas que mostrar a la luz del día sus incoherencias y debilidades.
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