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La mejor reina constitucional de España

El 5 de mayo de 1890, el Gobierno presidido por Sagasta consiguió de las Cortes, sin gran esfuerzo, la aprobación de la ley que instauraba en España el sufragio universal, suprimido al advenir al trono Alfonso XII, después de la vida harto precaria que le deparó la Constitución de 1869. Desde ese momento hasta la dictadura de Miguel Primo de Rivera en 1923, España estuvo regida por un sistema que, teóricamente, hacía a los españoles dueños de sus propios destinos.Advino el sufragio universal bajo la regencia de doña Cristina de Habsburgo y de Lorena en momentos harto penosos para la mujer fuerte que se había hecho cargo de los destinos de España a la cabecera misma del lecho mortuorio de Alfonso XII el 27 de noviembre de 1885, cuando era una incógnita el heredero de la Corona, que no había de despejarse hasta seis meses después, cuando aún no se había culminado el oleaje pasional desencadenado por la «gloriosa» y embravecido por la anarquía de la I República; y cuando en el horizonte internacional se dibujaba, cada día con más amenazadores trazos, la catástrofe que nos llevaría a la pérdida de nuestras últimas colonias en América y Oceanía.

Extranjera de nacimiento, sin arraigo espiritual en un pueblo que no había olvidado los románticos, amores del fallecido monarca con la reina Mercedes, modelo de simpática belleza sevillana; extraña a nuestras costumbres y a nuestra idiosincrasia; criada en la severa etiqueta de la corte imperial austríaca, doña María Cristina se dispuso a hacer frente a su dificilísima tarea, firme tras el triple broquel de la idea del cumplimiento del deber, que fue el motor constante de su vida, del acendrado cariño al hijo que llevaba en sus entrañas y cuyo trono había de salvar a toda costa, y del respeto más escrupuloso a la Constitución a la que había jurado fidelidad.

Respetuosa con el altivo autoritarismo personal de Cánovas, al que tal vez nunca perdonó la implacable dureza con que en nombre de la fría razón de Estado, le obligó a permanecer en un palco del Teatro Real mientras su esposo agonizaba prácticamente abandonado en la helada soledad de El Pardo; sostenida por la respetuosa y casi paternal solicitud de Sagasta en trances tan amargos como la pérdida de las colonias y el ominoso tratado de París, confiada en la lealtad monárquica de Martínez Campos, que le aseguraba el apoyo benévolo del Ejército, la regencia de doña María Cristina marca un camino que pudo ser el de la definitiva consolidación de la Monarquía restaurada en Sagunto. Así debió ser de no haber surgido otros factores de incomprensión y de personalismos a los que fue ajena la augusta persona que, atrincherada en un inquebrantable respeto a la Constitución, sostuvo con firmeza de regente e inmenso cariño de madre una corona todavía vacilante en las débiles sienes de un niño.

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Los dos hombres de la restauración -Cánovas y Sagasta contribuyeron a la implantación del sufragio universal, pero no fueron fieles a su esencia, y mucho menos extrajeron de él las obligadas consecuencias, impuestas por la evolución social.

Cánovas transigió con el sufragio universal, por ver en él un medio eficaz de consolidar la Monarquía recién instaurada combatiendo los restos del espíritu revolucionario, que incluso en la primera fase de la regencia tuvo sus últimos brotes. Sagasta enarboló la bandera liberal del sufragio, como justificación de su evolución desde las trincheras revolucionarias abiertas a la caída de Isabel II Pero, la verdad es que ninguno de los dos supo o pudo respetarlo. Por miedo tal vez a las dificultades que suponía la implantación de una reforma de este tipo cuando aún no se habían apagado los rescoldos de la revolución de 1869, Sagasta y Cánovas fueron alternativamente empleando a fondo en los procesos electorales de sus respectivos períodos de mando todos los resortes del poder y volcando sobre el cuerpo electoral todas las impurezas de un caciquismo falseador de la voluntad de los ciudadanos.

La desaparición de las dos grandes figuras de la restauración agravó el mal en proporciones considerables. Ni los intentos generosos de Maura ni la conciencia liberal de Canalejas, prematuramente sacrificado, fueron capaces de evitar la lucha de ambiciosos personalismos y mediocridades, que con un sistemático falseamiento del sufragio privaron a la Monarquía de todo sustentáculo que no fuera la manipulación descarada de la voluntad popular desde el poder, con la complacencia y aun colaboración del poder real, libre ya de la dulce imposición del respeto de la regente por la ley fundamental del Estado.

Añádase a ello la casi total incomprensión de los hombres públicos de la: restauración por el problema social que para ellos era una simple cuestión de orden público.

Me atrevería a decir que casi puede darse por seguro que ni una sola de las grandes figuras políticas del siglo pasado conoció' siquiera el manifiesto de Marx y de Engels, ya que aunque El Socialista publicó una referencia incompleta en 1882, la primera edición en castellano, la de Rafael García Ormaechea, no apareció hasta 1906.

El inmenso talento político de Cánovas no le libró de pronunciar desde la tribuna del Ateneo en 1890 estas escalofriantes palabras: «El Ejército será por largo plazo, quizá para siempre, robusto sostén del orden social y un invencible dique de las tentativas ilegales del proletariado, que no logrará por la violencia otras cosas que derramar inútilmente su sangre.»

Con este espíritu, no había que pensar ni en el más mínimo acercamiento de las masas trabajadoras, que poco a poco fueron considerando - la corona y 1nq Fuerzas Armadas como los más firmes pilares de un orden social que se definía como su enemigo. La huelga revolucionaria de, agosto de 1917 consumó esa evolución espiritual que habría de culminar en las elecciones de 1931, en la tragedia de 1936, y en el larguísimo período dictatorial que ha ahondado posiciones antagónicas sin cuya superación no habrá nunca verdadera paz en España.

¿Cómo pudo hacer frente doña María Cristina a las gravísimas crisis de sus dieciséis años de regencia, cuando ya se daban: los primeros síntomas de falseamiento del sufragio, cuando se iniciaba la lucha de los personalismos que buscaban su apoyo en el trono y cuando se dibujaba con amenazadores caracteres la inadaptación de las masas trabajadoras -que ningún político clarividente intentó siquiera atraerse- a una sociedad y a unas instituciones que consideraba enemigas por definición?

Por su respeto inquebrantable a la Constitución, en la que veía la única garantía de la continuidad monárquica. Porque siempre quiso «reinar» pero nunca pretendió «gobernar».

¿Que los políticos falseaban su propia cara? No importa. Ella jamás faltó a la ley fundamental. ¿Qué las ambiciones personales llegaron en ocasiones a rozar las gradas del trono, como ocurrió en la famosa crisis de la corazonada o con las manifestaciones de agradecimiento a Polavieja a su regreso de una campaña medianamente victoriosa en Cuba?, Doña María Cristina supo mantenerse con máxima dignidad en su puesto, en ambas coyunturas, incluso después de las agrias advertencias de Cánovas a través de las columnas de La Epoca.

Al cumplirse a principios de siglo la mayoría de edad constitucional del hijo póstumo de Alfonso XII, que, para su mal, nació ya rey, doña María Cristina vio con la serena tranquilidad del deber cumplido que había consumado fielmente la más larga regencia de la historia de España puso en las débiles manos de su hijo integro y sin menoscabo el tesoro de la legitimidad constitucional, y se retiró discretamente a un plano secundario, ajena a toda actividad política, sin más excepción que su prudente y reservada discrepancia con la entrega del poder a Primo de Rivera, en flagrante violación de la Constitución.

La extranjera que en su viudedad había conquistado el respeto del pueblo español; la regente fiel a las leyes que había jurado; la amante de la música que cerró para siempre su piano en señal de dolor el día de la pérdida de las colonias, esperó tranquila el día de la muerte, que Dios le envió: calladamente la noche del 8 de febrero de 1929, antes de que la mejor reina constitucional de España pasara por el dolor de ver a dónde llevaban a su patria de adopción y de sacrificio las infidelidades al sufragio universal la falta de respeto a la ley fundamental del Estado, la incomprensión de las clases dominantes para con una mitad por lo menos del pueblo español al que día tras día se empujaba hacia una hostilidad implacable contra el régimen, y el personalismo descarado de pigmeos que buscaban en la corona la fuerza que personalmente no tenían.

¿Habrán aprendido la lección, quienes hoy, más de ocho decenios después, se enfrentan con los mismos problemas y pueden cometer los mismos errores?

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