Tribuna:TRIBUNA LIBRECapitalismo, Iglesia y política/ 2
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La política y la Iglesia católica

Presidente de la Asociación Española para el Progreso de la DirecciónEn los últimos años el lenguaje que utiliza la Iglesia Católica no se distingue por su claridad. Tiene ese aire de vaguedad que caracteriza inconfundible mente a las posiciones dubitativas. Ha perdido incluso gran parte de la calidad estética, entre solemne y simple, a que estábamos acostumbrados. De ahí que la interpretación del lenguaje eclesiástico plantee serias y, a veces, insalvables dificultades. Pero hay que intentarlo.

En el artículo anterior me refería a las relaciones entre la Iglesia Católica y el capitalismo, y en este artículo me propongo analizar la actitud de la Iglesia en la evolución política de nuestro país. La permanente del episcopado español en su último comunicado se refiere a este tema, destacando, entre otras, las siguientes orientaciones o recomendaciones que me he permitido numerar al solo objeto de facilitar las referencias.

1. La Iglesia no desea el poder político ni apoyar en él su acción pastoral y, por consiguiente, no entra en el juego de los partidos políticos. Más aún, deseamos que la Iglesia en cuanto tal, en conformidad con la doctrina conciliar, y teniendo en cuenta nuestra experiencia histórica, se mantenga en una actitud de independencia respecto a los distintos partidos políticos.

2. Los cristianos tienen obligación de participar en la política.

3. Nadie debe pretender que su posición sea la única válida según el Evangelio.

4. Los cristianos deberán excluir todo apoyo a aquellos partidos o programas que sean incompatibles con la fe, como, por ejemplo, los que pretenden construir un modelo de sociedad determinada en la que se suprimen los derechos fundamentales y las libertades del hombre, o en la que el lucro sea el motor esencial del progreso económico, la concurrencia de ley suprema de la economía y la propiedad privada de los medios de producción un derecho absoluto. Igualmente, no deberán colaborar con los que empleen la violencia, el odio y la mentira para conseguir sus fines.

5. Consideramos que tanto los obispos como los sacerdotes y los religiosos no deben asumir funciones de militancia activa y de liderazgo en los partidos políticos.

6. La Iglesia, en la medida de sus posibilidades, y utilizando siempre medios conformes con el Evangelio y de acuerdo con su misión temporal, no puede menos que:

- Defender los derechos humanos de todos los ciudadanos.

- Apoyar a los más pobres, débiles y marginados.

- Promover integralmente el desarrollo de la persona humana.

- Ser conciencia crítica de la sociedad y de los propios partidos políticos.

- Formar la conciencia cristiana de los creyentes sobre la política.

- Trabajar por la causa de la paz y de la justicia.

- Relativizar las ideologías.

Iglesia y poder político

Hagamos, en primer lugar, algunas consideraciones generales con respecto a la idea clave de que «la Iglesia no desea el poder político». Si esto es así, ¿cuál es entonces la misión de la Iglesia en la vida política?

La respuesta inicial parece clara. La Iglesia tiene que aplicar en términos estrictos el mensaje del Concilio Vaticano II, que dice textualmente lo siguiente: «Cristo no dio a su Iglesia una misión propia en el orden político, económico o social. La Iglesia no se liga en virtud de su misión y su naturaleza a ninguna forma particular de cultura humana, a ningún sistema económico, político o social. » Ello no le impide a la Iglesia, como sigue diciendo el Concilio, «dar su juicio moral incluso sobre materias referentes al orden político, cuando lo exijan los derechos fundamentales de la persona y utilizando todos y sólo aquellos medios que sean conformes al Evangelio».

De ambos principios y declaraciones tiene que quedar claro que la Iglesia -acostumbrada históricamente a ejercer todo tipo de poderes sobre la comunidad humana- debe renunciar definitivamente a convertirse en un partido político «sui generis» y conceder al hombre una absoluta autonomía moral para regir el orden temporal. Esa autonomía moral no es otra cosa que el reconocimiento de una libertad que en el orden religioso equivale exactamente al concepto de responsabilidad. No somos libres solamente para salvarnos, sino también para condenarnos. No somos libres solamente para acertar, sino también para equivocarnos. Esa es la única libertad admisible, y si la Iglesia Católica cree en la libertad de todos y cada uno de los hombres, no puede operar como hacen los marxistas desplazando los valores de la conciencia individual a un nivel de responsabilidad objetiva. Sobre este tema Joaquín Ruiz-Jiménez ha dicho, en su libró Derecho y vida humana, lo siguiente: «y aunque también la moral al enderezar toda la vida de la persona incide necesariamente en las relaciones de ésta con las cosas circundantes y con las de más personas, siempre atiende en su ordenamiento a la plena santificación del hombre, tomado en sí mismo y no como miembro o parte de una comunidad».

La Iglesia no puede empeñarse en adoctrinar al hombre sobre lo que tiene que hacer y cómo tiene que. hacerlo. Sólo puede recordarles, más que exigirles, que actúen en todos los oficios humanos amando a Dios sobre todas las cosas y a sus prójimos como a sí mismos. El que, a pesar de ello, se equivoquen o fracasen o provoquen consecuencias objetivamente malas, según las técnicas o ideologías del momento, es algo que la Iglesia no puede entrar a valorar o criticar bajo ningún aspecto. Una injusticia objetiva derivada de un acto político o empresarial realizado de buena fe, es en la escala religiosa un acto virtuoso. Como dice Daniel Willey, el fin del mensaje cristiano es la formación de las almas y no la organización de las sociedades. Jesús no vino a salvar el mundo, sino a salvarnos del mundo. No se encuentra una sola palabra en el Nuevo Testamento que, ni de lejos ni de cerca, juzgue o regule las estructuras sociales. Es por eso inútil intentar encontrar una doctrina política o económica cristiana por la simple razón de que no existe y de que no puede existir.

Esto es lo que, en definitiva, ha venido a reconocer el Concilio Vaticano II y lo que la iglesia tendrá que cumplir en la práctica. La labor no va a ser, desde luego, fácil, porque a la Iglesia le va a costar renunciar a la preponderancia y a la influencia que ha ejercido y que ejerce sobre todos los órdenes de la vida. Todo poder tiende a concretarse en alguna forma, y así el poder espiritual se desplaza insensiblemente a un poder temporal. Los partidos políticos, conscientes de esta realidad, están utilizando descaradamente a la Iglesia en beneficio de sus objetivos y programas.

Lo que sucede, en definitiva, es que la religión católica es una religión transcendentalista, que obliga al hombre que quiere observarla a una conducta heroica. La Iglesia no ha hecho otra cosa que dulcificar el mensaje evangélico, porque ha decidido pragmáticamente que el hombre actual no puede absorber esa carga ni esa cruz. Ese ha sido su error. El hombre actual ha descubierto ya, en gran medida, la necedad del materialismo en todas sus formas, y estaría dispuesto a intentar nuevos caminos. Sólo, una Iglesia viva, valiente y optimista podría lograrlo. Pero, ¿tenemos base para confiar en ello?

Theilhard. de Chardin define al burgués del sistema capitalista como aquella persona que en un momento determinado prefiere «tener» a «ser» y al examinar la sociedad marxista y descubrir las obsesiones por aumentar el nivel de vida dice: «Ante un ideal tan "burgués" es natural que sintamos desfallecer nuestro corazón.» Yo espera que ésta no sea la actitud de la Iglesia Católica, porque, en definitiva, de la burguesía del hombre actual es ella quizá la más directamente responsable.

Empuje progresista

Si analizamos concretamente la actuación de la Iglesia Católica española en los últimos años, podríamos llegar a resumirla en los siguientes términos: Nuestra Iglesia ha ido perdiendo, poco a poco, su «clientela» típicamente religiosa y ha incrementado fuertemente su clientela política, defendiendo en el campo económico fórmulas socialistas y en el político, una democracia de estilo europeo. Aunque existen dentro de la Iglesia «fuerzas reaccionarias» favorables a soluciones autoritaristas, en su conjunto, prevalecen los partidarios de un progresismo en su acepción marxista.

Hasta un cierto punto, la evolución de la Iglesia desde la decadencia de la época franquista es lógica. La Iglesia es, por en cima de todo, una organización llena de prudencia y de sentido del tiempo y está siempre dispuesta a navegar, aunque sea con ambigüedad y flexibilidad, en los momentos críticos, para no quemar sus posibilidades de futuro. Con ello no hace otra cosa que seguir el ejemplo de muchos de nuestros líderes políticos que han sabido sacrificar inteligentemente la honestidad intelectual a la imagen más conveniente en cada momento. La Iglesia ha comprendido rápidamente, y sin esfuerzos, que el precio de su colaboración con el franquismo requería un hábil giro hacia la izquierda y en éste, como en otros casos, ha dado más valor a la táctica que a la ideología. La Iglesia se dará cuenta pronto de que la coherencia, incluida la coherencia dogmática y la sinceridad, acaban teniendo más valor que los oportunismos y, es posible que se produzca entonces una reacción inteligente. Pero, por el momento, no se advierten signos esperanzadores.

Pérdida de neutralidad

La Iglesia afirma que no desea ni ejercitar el poder político ni entrar en el juego de los partidos políticos. Pero los hechos no coinciden con estas afirmaciones. La lglesia no tiene por qué establecer las condiciones de una amnistía, ni las garantías que debe tener un referéndum, ni solicitar a los cristianos que excluyan todo apoyo a determinados partidos, ni, incluso, recordarles su obligación de participar en la vida política. Entre la filosofía del «ama a Dios y haz lo que quieras» y la obsesión actual de emitir opinión sobre cualquier tema de moda, la Iglesia debe y puede encontrar un término medio que devuelva a su palabra credibilidad y confianza.

Porque si de lo que se trata es de orientar a los fieles (tema en sí mismo muy discutible, aunque sobre esta base se justifica, en gran parte, el comunicado de la permanente del episcopado español), su postura debería ser mucho más precisa, más didáctica y más completa. Si los fieles andan desorientados, bien sea por la confusión reinante o por la ausencia de publicidad electoral, o por la falta de interés en el tema, ¿a quién intenta orientar la Iglesia cuando justifica su independencia de los distintos partidos políticos, «teniendo en cuenta nuestra experiencia histórica»? ¿No es cierto que la experiencia histórica demuestra justamente lo contrario, aun cuando sea defendible objetivamente la falta de independencia de la Iglesia?

¿De dónde emana la obligación del cristiano de participar en la política, dicho en esos términos tan generales? Un cristiano puede perfectamente desinteresarse de este tema (o de los problemas de la evolución económica, o de cualquier otra actividad considerada como clave de un país), bien sea porque la política no le atraiga, o no la entienda, o no le guste, bien sea porque decida que. su obligación cristiana o social se encuentra en otro sitio, o se le manifieste de otra forma.

Juego peligroso

La Iglesia puede sentir la obligación de solicitar a los cristianos que no apoyen a los partidos que sean «incompatibles con su fe», pero ese sentimiento -además de ser un tanto primitivo puesto que -todo cristiano debe saber lo que es incompatible con su fe- no puede llevarle a. mencionar ejemplos que, pretendiendo ser concretos, producen una confusión verdaderamente grave. ¿Cuáles son los partidos que «pretenden construir un modelo de sociedad determinada en la que se suprimen los derechos fundamentales y las libertades del hombre»? ¿Piensa la Iglesia que algún partido político va a expresarse en esta forma? ¿Si así no es, hará la Iglesia una relación concreta de los partidos que, a pesar de no decirlo, se proponen suprimir los derechos fundamentales y las libertades del hombre? Si para. los comunistas los partidos de derecha no son otra cosa que una renovación del fascismo, y para los partidos de derecha el comunismo no es otra cosa que la dictadura del proletariado, ¿hará la Iglesia un comunicado final excluyendo a ambos de todo apoyo o decidiéndose en favor de uno u otro grupo? ¿Por qué excluye la Iglesia de todo apoyo a aquellos partidos en los que el lucro sea el motor esencial del progreso económico, cuando el lucro, como dijimos en el artículo anterior, es el motor esencial del progreso económico en un sistema de economía de mercado? Pero, aunque así no fuera, ¿piensa la Iglesia que va a haber algún partido, que lo diga así de claro y de tajante? ¿Al igual que en el caso anterior, hará la Iglesia una relación de partidos de inspiración neocapitalista o capitalista a los que los cristianos no deban votar? ¿Puede la Iglesia hacer una relación concreta y definitiva de cuáles son los derechos fundamentales y las libertades que debe tener un hombre? ¿Cómo piensa detectar la Iglesia a los partidos que utilizan el odio y la mentira para conseguir sus fines? ¿Qué grado de violencia, puesto que alguna habrá, será el determinante de que un cristiano no colabore con el partido que la ,utiliza? Puesto que a los obispos, sacerdotes y religiosos sólo se les prohíbe «la militancia activa y el liderazgo en los partidos políticos», ¿quién se ocupará de definir el concepto de «militancia pasiva»? ¿Cómo va a ser la Iglesia conciencia crítica de un partido que se declare ateo o partidario de una religión no cristiana?

Creo sinceramente que la Iglesia no puede entrar en este juego. Sus peligrosas experiencias políticas en Italia y Portugal no han sido suficientes para convencerla de que su misión en esta tierra la obliga ahora más que nunca a concentrarse en devolver a los cristianos la espiritualidad perdida. De lo demás se ocupan suficientemente y, como es lógico, mejor las organizaciones humanas y en el terreno concreto de los político, los partidos políticos.

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