Magia y pintura
La actuación de seis magos (Juan Tamariz, Gabriel Moreno, Luis García, Aarón y Juan Antón) en el marco de una exposición de pintura (Carlos Franco-Galería Edurne) tuvo, para muchos de los que asistimos, un carácter revelador e inusitado. No sólo por lo insólito del espectáculo o porque, gracias a él, podamos empezar a recuperar una actividad que la mayoría habíamos archivado en el arcón de los recuerdos infantiles, o sólo seguido, ocasionalmente, en marcos tan poco culturales y tan desvalorizados socialmente como el circo o los teatros de varietés.Para la mayoría, supuso un verdadero reencuentro con un mundo -el de la magia, el del ilusionismo- cuyos orígenes se pierden en el tiempo, confundiéndose con los del propio arte, con los de la misma religión o las ciencias. Y así queda constancia en lo más profundo de cavernas, como las de Lascaux o Altamira. Reencuentro con un tema que, significativamente, ha seguido repitiéndose a lo largo de la historia de la pintura, una vez que ésta se independizara del mundo del encantamiento y dejara de ser instrumento y apoyatura visual a la realización del rito. Miles de ejemplos así lo atestiguan, desde El Bosco a los surrealistas, desde los jeroglíficos egipcios hasta nuestro Dau al Set. Reencuentro, en fin, con una actividad en la que se hallan los orígenes de prácticas artísticas de tanta importancia en la actualidad como puede serlo el cine.
Pero, por encima de estas consideraciones, el espectáculo actual de la magia, esa especie de práctica de la apariencia, ese gesto intrascendente y gratuito, pero que nos enfrenta, de una forma eficaz como pocas, a la inestabilidad de nuestras percepciones, a la fragilidad de la razón y la debilidad de nuestra lógica, sifvió para constatar una evidencia: la de un devenir y un futuro común que será cuando empiecen a disolverse definitivamente esas barreras artificiales que hoy encorsetan y separan las distintas manifestaciones del deseo.
Al igual que en el caso de la pintura, nos encontramos con una práctica que hace ya tiempo abandonó el mundo del encantamiento. Incluso el carácter fuertemente simbólico de la mayoría de sus manipulaciones, así como la de los objetos que son utilizados en ellas (sobre todo los naipes como representaciones directas de deseos: amor, fuerza, vino y oro), queda relegado a un segundo plano. La manipulación del objeto queda reducida a un simple juego, a una reivindicación del gesto en cuanto tal.
No fue por casualidad que el marco de una galería de arte, en ningún momento resultara extraño al espectáculo que se estaba desarrollando. Ni que el clima que se creo fuera, en tantos aspectos, muy superior al de la mayoría de los actos que las galerías son un tanto dadas a organizar.
¿Dónde establecer la frontera entre este gesto y aquel otro que la pintura moderna ha ido recuperando y reinventando a lo largo del siglo? Un gesto, este último, que en el fondo nos ha llegara a obsesionarse con un juego, también aparentemente, de acciones, events, sucesos, happenings, propuestas, etcétera, en su gran mayoría reiterativas y carentes de interés.
Nos explicamos que Duchamp, en el que encontramos la primera reivindicación del gesto en la pintura actual, llegado un momento determinado de su vida, prefiriera refuguarse tras un tablero de ajedrez, que llegara a obsesionarse con un juego, también aparentemente, tan gratuito, tan cerrado sobre sí mismo. «El mundo de los jugadores de ajedrez -afirmaba- es mucho más simpático que el de los artistas. Se trata de personas totalmente obnubiladas, completamente ciegas, provistas de orejeras. Locos de una cierta calidad, al igual que se supone que lo sea el artista, y no lo es por lo general.»
Quizá sean estos mismos nuestros motivos. En una comparación, aunque parezca macabra, entre la sublimación del gesto estético que llevó a Swarzkogler a inmolarse en 1969 en nombre del arte, mediante sucesivos actos de automutilación, y aquel otro que, en las primeras décadas del siglo, costara también la vida al mago Chun Ling Sóo por culpa de una bala disparada contra él a corta distancia y que, teóricamente, debía haber atrapado con los dientes, nos quedamos con éste. Si bien, fortuito, se nos aparece mucho menos petulante. Y, en el fondo, los riesgos siempre son los mismos.
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