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Al ritmo atacante de Pogacar, el Tour de Francia es devastador

Gana en Tignes el australiano O’Connor y llega a poner en peligro temporal el maillot amarillo del esloveno, quien vuelve a sacar tiempo a sus rivales

Carlos Arribas
Tour de Francia
Pogacar se acerca a la meta de Tignes tras atacar en los últimos kilómetros.THOMAS SAMSON (AFP)

Como la lluvia fría que congela a los corredores y pone en duda las cualidades impermeabilizadoras y calefactoras de sus ropas en los Alpes, donde, dice el parte meteorológico, las cumbres están en las nubes, y allí querrían estar los ciclistas también, el Tour de Francia que siempre retorna empapa la Francia entera.

No hay más que poner en el coche France Musique, la emisora de música clásica, para darse cuenta. Nada más arrancar, suena la Marcha Imperial, de la Guerra de las Galaxias, evidente homenaje a la marcha devoradora de Tadej Pogacar la víspera en Romme y la Colombière, junto a la cartuja carmelita. A mitad de camino, el Bolero de Ravel, que no de Matxin, como el director de Pogacar en el UAE, marca el ritmo que marcará Pogacar, el monotema, punto y contrapunto todo en uno, cuando le apetezca, y le apetece al final, ya casi después de que el australiano Ben O’Connor, culminando el mejor día de su vida sobre una bici, hubiera ganado la etapa. Llega solo y con tanta ventaja el ciclista que ya ganó en el Giro pasado en la Madonna di Campiglio de Pantani, que Pogacar teme por su tesoro amarillo, que no es el maillot, sino el peluche. Así lo dice el monstruo esloveno, un Mozart de la bici con ánimo depredador, mientras se abraza al león del líder, “lo quiero, me da calorcito, y hace mucho frío. He atacado para ganarme otro”.

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Miente a medias Pogacar, manga corta en el pelotón, el único, como Charly Gaul, el luxemburgués del 58, que amaba la lluvia y el frío, cuando todos tosían. Al empezar el segundo día alpino, tan corto y más frío aún que el primero, nueve grados en Tignes, 2.100 metros, y viento, y sensación térmica invernal, O’Connor, escalador digno, marchaba 14º en la general, a 8m 13s, y llega a tener, a ocho kilómetros de la cima, 8m 15s de ventaja. Pero no es el esloveno el primero que ataca, sino, como todos los días, el perseverante Richard Carapaz, y su objetivo no es tanto el inalcanzable caníbal de Komenda, el pueblo de Pogacar, sino los otros. Le aceleran sus fieles Castroviejo y Geraint Thomas recuperado, mira para atrás, las caras ateridas, rictus inexpresivos, de los coristas que con él pugnan por dos puestos del podio, Enric Mas, y su cadera golpeada unos kilómetros antes, de Rigo Urán, de Jonas Vingegaard, de Wilco Kelderman, de David Gaudu…

Acelera Carapaz y más que atacar lanza a Pogacar, quien le deja y se va solo, siempre, again. “Fue un ataquito preventivo”, se justifica como si tuviera que justificarse por hacer lo que más le gusta y por lo que más quiere, ganar. “Si no lo hago, los otros se habrían movido también y habría sido una pesadez”. A O’Connor le dicen los de su equipo que tranquilo, que tiene la etapa ganada, pero él duda, se vuelve, respira. “Los últimos kilómetros estaba aterrorizado. Pensaba que en cualquier momento aparecería Pogacar y me adelantaría”, confiesa el australiano. Las mismas palabras pronunciadas la víspera por el ganador del día, Dylan Teuns. El mismo temor que todo el pelotón, que entra en modo supervivencia nada más comenzar a pedalear. Se paran muchos en las cunetas a mitad de etapa a cambiarse de ropa, culotte, maillot, chubasquero, impermeable, guantes, todo seco, todo cálido. Pero de poco les sirve. Los estragos del día son tremendos. Tres ciclistas abandonan. Siete llegan fuera de control. Terminan el día 165: 106 de entre ellos han llegado a más de media hora de O’Connor. Así de devastador marcha el Tour, que solo ha cumplido una semana y les parece a todos un siglo.

Pogacar llega a seis minutos de O’Connor. Su “ataquito”, casi en las calles de Tignes, estación gigantesca, deja clavados a todos, a los que saca medio minuto más en dos pedaladas, y salvo O’Connor, que avanza a segundo en la general (a 2m 1s), y se apunta al coro de los del podio, todos los más fuertes están a más de cinco minutos: a 5m 18s, Rigo Urán; a 5m 32s, Vingegaard, el reemplazante de Primoz Roglic, tan herido que ni salió en la etapa, en las oraciones del Jumbo; a 5m 33s, Carapaz, y a 5m 45s, Mas, el chaval de Artà (Mallorca) para quien France Musique hace sonar, entrando en Tignes, nada menos que la voz de Line Renaud cantando su Bal aux Baléars (Bailando en las Baleares).

Las pistas de Tignes son un music hall. “Llega la fiesta, escucha las guitarras, es el baile, el baile en las Baleares. Las máscaras de seda negra sonríen a los dominós”. Y Mas baila y hace bailar a su grupito a su ritmo, pese a que le duele la cadera izquierda, y le chilla, para, no sigas, deja el baile. La tiene hinchada pese a que desde su cabriolé los médicos le han aplicado bolsas de hielo en carrera porque se cayó en el kilómetro 30, en Domancy. Le espera Valverde, que le presta su bici, y luego le acompaña en su regreso al pelotón. Le arropa, le anima, le guía el viejo Valverde, que encuentra un sentido al día. Y Mas, el balear, se siente tan bien que baila y hasta rictus de su rostro helado es una sonrisa. Un día más cerca el podio, piensa.

Pero antes, de repente, le dan cancha a Gustavo Dudamel. Poder latino. La cosa promete, Colombia ataca. Seguro. Se anima el día, y, en efecto, bajo el diluvio, Nairo Quintana se desnuda sobre la bici, se pone ropa seca, y se va con Sergio Higuita en el descenso peligrosísimo del Cormet de Roselend, tan temido, y el de Tunja y el de Medellín, abrazo con abrazo, se marcan un Danzón de Arturo Márquez al ritmo que marca la batuta del director venezolano. Dicen los pensadores de la danza que la coreografía es el espacio en el que se reúnen el cerebro y el cuerpo. Higuita es una inteligencia conectada a unos pedales, lo saben todos, nacido para danzar sobre la bici, y Nairo le sigue los pasos con todo el corazón. Es una etapa con tres cumbres, Saisies, Prè y Tignes, tricúspide como la válvula por la que fluye la sangre de la aurícula al ventrículo en el corazón de Nairo, tan grande que esprinta en todos los puertos para ganarse el maillot de lunares. A rueda de los dos danzantes feroces, O’Connor, tranquilo, espera su momento. Cuando Higuita y Nairo están agotados, los deja y se va. A Tignes, hace dos años, no pudo llegar ganador Egan Bernal. Sus compatriotas no han podido borrar el error.

A O’Connor solo le empuja el miedo a que el monstruo Pogacar se le aparezca y le devore. Y para ese miedo ni hay música ni hay baile. Ni tampoco para los abandonos anunciados de Mathieu van der Poel, que se va a descansar y a preparar la prueba de mountain bike de los Juegos de Tokio, ni del herido Primoz Roglic.

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Sobre la firma

Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.

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