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El orgullo herido de Rusia

El país de Putin, sancionado cuatro años por dopaje, intentó recuperar su liderato en los medalleros con las mismas armas ilegales de toda la vida

Carlos Arribas
Putin, en el centro, durante la ceremonia inaugural de los Juegos de Sochi, en 2014.
Putin, en el centro, durante la ceremonia inaugural de los Juegos de Sochi, en 2014.Paul Gilham (Getty)

Para entender la sanción por dopaje a Rusia, excluida de las competiciones internacionales durante cuatro años, lo que incluye los Juegos de Tokio 2020 y el Mundial de fútbol de Qatar 2022, hay que volver atrás.

Primavera de 2007. En un petardeante Tupolev de Aeroflot un grupo de periodistas occidentales vuela de Moscú al aeropuerto de Aguas Minerales, allá donde la aristocracia rusa inventó el spa. Les acompaña un miembro del equipo de prensa de la Federación Internacional de Atletismo (IAAF) que no para de mostrar su satisfacción. “Lo hemos conseguido, lo hemos conseguido”, dice en un alarde de optimismo contagioso. “Los rusos nos abren sus puertas. Los tiempos han cambiado. Van a desaparecer las fronteras”. La alegría no disminuye, sino que aumenta, en el taxi hacia Kislovodsk, junto a las montañas del Cáucaso. Pasado Kislovodsk, donde Rusia desciende hacia Chechenia, donde dicen que tras las montañas, ocultas por la bruma, se ocultan Georgia y Azerbaiyán. Se detienen ante un portón abierto y una barrera controlada por soldados bien abrigados bajo la ligera nevada que blanquea las tierras a mediados de abril. Es la entrada al Olimpiyskiy Kompleks, una instalación militar dependiente del Ministerio de Defensa y principal centro de preparación del deporte ruso, creado para los Juegos de Moscú, los de 1980. Una exhibición de pasaportes y permisos levanta la barrera, el coche avanza y penetra en un espacio protegido por altos muros con alambradas, y el de la IAAF resopla: “No sé si somos incluso los primeros occidentales que cruzan esta puerta; creo que ni siquiera dejarían pasar a los inspectores antidopaje…”.

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En Kislovodsk se entrenan en periodos de varias semanas y viven como reclusos o reclutas en apartamentos con paredes de hormigón desnudas algunos de los mejores atletas rusos, que se preparan para los Juegos de Pekín 2008. Están Tatiana Lebedeva y Yelena Slesarenko, campeonas olímpicas de salto de longitud y salto de altura, respectivamente, Andréi Silnov, campeón de Europa de altura, y Svetlana Cherkasova, y otras mediofondistas olímpicas como Tatyana Tomashova, Yelena Soboleva o Yuliya Fomenko.

Tan felices como el hombre de la IAAF respiran por la noche en la cena, algunos vasos de vodka mediante, varios de los técnicos del Olympiskiy Kompleks. Celebran que con la llegada de Vladímir Putin al poder regresó al deporte ruso el viejo espíritu de la Unión Soviética que Mijaíl Gorbachov y Boris Yeltsin dejaron pudrirse durante la perestroika y la desmembración en la última década del siglo XX.

“Aquellos años fueron muy duros”, explica Anton Nazarov, el director técnico de saltos del atletismo ruso. “Cuando el Estado soviético, los campeones olímpicos no ganaban mucho dinero, pero conseguían privilegios, como prioridad a la hora de tener una casa. Durante la transición democrática se encontraron con nada, ni dinero, ni privilegios. Y los técnicos, peor aún. Ganábamos unos 100 dólares al mes. Abandonaron Rusia unos 35.000. Pero ahora están volviendo. Putin, como los líderes soviéticos, valora que los éxitos deportivos son una gran arma propagandística, y sabe que los personajes clave somos los entrenadores. Ahora un buen técnico de atletismo puede cobrar hasta 5.000 dólares al mes. Así se ha evitado la fuga de cerebros”.

Pero Viacheslav Dogonkin, el entrenador de Lebedeva, dice que a él no le han frenado con 5.000 dólares mensuales. Dogonkin, que rezonga contra las instalaciones de Kislovodsk, sigue en Rusia. “Porque en Qatar, donde me darían millones, no hay Lebedevas”, dice. “Lo importante no es el dinero, sino trabajar con atletas a la altura de mi ambición. Trabajar sólo por dinero es un aburrimiento. Y no me importa el sistema, comunismo o capitalismo, yo entreno igual”.

Tatiana Lebedeva, en una competición de 2007.
Tatiana Lebedeva, en una competición de 2007.Epsilon (Getty)

De dopaje nadie habla. Los invitados son personas educadas. Nadie pide debatir sobre cómo el milagro del olimpismo soviético, tan parecido al de la RDA, estuvo ligado en los años setenta y ochenta del pasado siglo (y los Juegos de Moscú 80 fueron su mayor escaparate) al uso extensivo patrocinado y guiado por el estado de los anabolizantes. Nadie quiere preguntar a Dogonkin o Nazarov, técnicos ya en los años soviéticos, si las alambradas de Kislovodsk se levantaron para dificultar la entrada de quienes deben hacer controles fuera de competición o para evitar que huyan los atletas a los que se somete, bajo amenazas o bajo promesas de que una medalla les convertiría en héroes nacionales, con lo que eso supone para su bienestar, a regímenes de dopaje peligrosos para su salud que falsearán la competición. De su asignación anual, el Estado les descuenta un tanto por ciento para el dopaje y otro porcentaje para pagar el ocultamiento.

Un año después, en agosto de 2008, Silnov consigue la medalla de oro en los Juegos de Pekín, en los que Anna Chicherova y Slesarenko brillan en altura y Tatiana Lebedeva logra sendas medallas de plata en longitud y triple. Las tropas del atletismo ruso acuden diezmadas a la capital china, de todas maneras: unos meses antes, siete mediofondistas que habían triunfado en los Mundiales de Osaka 2007, entre ellas Tomashova, Soboleva, Fomenko y Cherkasova, intentaron dar el cambiazo de sus muestras de orina en un control antidopaje y fueron sancionadas.

Enero de 2017. Un goteo incesante desde hace dos meses de comunicados del Comité Olímpico Internacional (COI) anunciando casos positivos hallados al reanalizar muestras de orina congeladas de Juegos pasados, Pekín 2008 y Londres 2012, hace que pase casi inadvertido el que avisa del positivo de Lebedeva en los Juegos de Pekín 2008. La saltadora, que después de retirarse fue elegida diputada en la Duma regional de Volgogrado, es desposeída de sus dos medallas. También dieron positivo con efectos retroactivos Slesarenko y Chicherova. En total, los reanálisis de muestras olímpicas del COI hallaron 113 positivos entre Pekín 2008 y Londres 2012. De ellas, 34 corresponden a medallistas rusos. El saltador Silnov, campeón olímpico en Pekín, ha debido dimitir como vicepresidente de la federación rusa cuando le han comunicado que la AIU (la agencia antidopaje de la IAAF) le había abierto un expediente por un posible positivo en 2013.

Las verdaderas puertas, y las ventanas, que ocultaban la verdad del deporte ruso llevan abiertas más de dos años, y Vitaly Stepanov y Grigory Rodchenkov son quizás los que más han empujado desde adentro para abrirlas.

Stepanov, trabajador de la agencia antidopaje rusa (Rusada) envió mensajes de alerta a la Agencia Mundial Antidopaje. Las cosas se han desbocado, advertía. La celebración del Mundial de atletismo en Moscú (2013), de los Juegos de Invierno en Sochi (2014) y del Mundial de fútbol de 2018 en toda Rusia, tres eventos en los que Rusia debe mostrarse imperialmente dominadora, han obligado a poner en marcha un ambicioso programa no de dopaje, sino de encubrimiento.

Como Rusia ya no podía impedir que la Agencia Mundial Antidopaje (AMA), cada vez con más fuerza y alcance, controlara a sus deportistas, el programa se diseñó para que nadie se enterara de si daban positivo. El flanco del atletismo lo tenían cubierto gracias a la venialidad del presidente de la IAAF, Lamine Diack, quien cobraba de Valentin Balajnichev, tesorero de su federación y presidente de la federación rusa, grandes cantidades a cambio de permitir competir en los Mundiales de Moscú a atletas con controles positivos previos. “Necesitaba dinero para financiar la campaña electoral de un amigo en Senegal”, admitió Diack al juez francés que lleva años investigando el caso.

Concluido el Mundial de Moscú comenzaron a salir a la luz los trapicheos. Quince atletas rusos dieron positivo en la cita. Las investigaciones de la AMA impidieron seguir ocultándolos. El foco, cada vez más potente, del mundo sobre Rusia, acabó iluminando la forma en que los responsables controlaban el frente interior.

Rodchenkov, el director del laboratorio de Moscú, organizó, bajo las órdenes de Vitaly Mutko, ministro de confianza de Putin, un sistema para que no llegaran a occidente los positivos que descubría y para ocultar también el dopaje de los rusos en el laboratorio de los Juegos de Sochi. Según los cálculos de la AMA, que logró la colaboración final del propio Rodchenkov, arrepentido y huido a Nueva York, más de 1.000 deportistas rusos, de todas las especialidades, se beneficiaron de estas prácticas de ocultamiento.

Desde 2016, los atletas rusos acuden a Mundiales y Europeos sin bandera ni himno, en el equipo neutral ANA (Atletas Neutrales Autorizados). El mismo castigo sufrirán todos los deportistas rusos en Juegos y Mundiales hasta 2024. La sanción actual, demasiado suave para Estados Unidos, le hace daño a Rusia, a Putin, a su nacionalpatriotismo deportivo, donde más le duele, en su orgullo.

Este-Oeste, trampas por la vía pública y privada

Al menos una docena de récords del mundo de atletismo aún vigentes recuerdan al mundo que la década de los ochenta fue la más oscura, la década de los anabolizantes. La mayoría de ellos pertenecen a atletas de países del Este de Europa —RDA, Unión Soviética, Checoslovaquia—, que utilizaron los triunfos deportivos como elemento publicitario, un altavoz de su supremacía. Son el fruto del llamado dopaje de Estado que convertía a los atletas en conejillos de indias, como bien se ha podido conocer gracias a la publicación de los archivos de la Stasi.

En el listado de récords batidos en la década de los ochenta, sin embargo, se mantienen algunos nombres de atletas estadounidenses eternamente tan sospechosos como sus rivales orientales. Son un recordatorio de que si bien la gran potencia cultural, deportiva y económica del siglo XX no practicaba el dopaje de Estado, sus deportistas también recurrían a métodos prohibidos para triunfar. Si el dopaje en Rusia lo cubre el Estado, en Estados Unidos, como no podía ser de otra manera, era una cuestión de servicio privado que las autoridades deportivas internacionales —federación de atletismo, COI— encubrieron. Solo años después se supo que el COI destruyó pruebas de nueve medallistas positivos en Los Ángeles 84 por miedo al escándalo. En aquellos Juegos, no participaron los países del Este, que los boicotearon en respuesta al boicot occidental a Moscú 80. En Seúl 88 cayó Ben Johnson, pero aún circulan múltiples relatos sobre positivos disimulados de las estrellas norteamericanas, Florence Griffith y su cuñada Jackie Joyner. Y el mayor escándalo del atletismo antes de Rusia, el caso Balco, en el cambio de siglo, fue meramente estadounidense, y acabó con la carrera de Marion Jones, la reina de la velocidad, y su pareja Tim Montgomery, fugaz recordman del mundo de los 100m.

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Sobre la firma

Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.

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