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UNIVERSOS PARALELOS
Columna
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La agonía del pop

Tras un año sin conciertos, el ecosistema musical ya no funciona

Diego A. Manrique
Conciertos
Imagen del público en la edición de Mad Cool de 2019.julián Rojas

Seguro que recuerdan aquella polémica: los apóstoles de la cultura gratuita intentaban callar la boca a los músicos que protestaban instando a que se volcaran en las actuaciones y allí montaran un puesto para vender camisetas y demás. Según los sabihondos, allí es donde estaba la salvación, en lo textil; la música grabada, bah, debía considerarse material promocional, para regalar. Lo que nadie podía concebir era un futuro sin conciertos.

En esas estamos: pronto se cumplirá un año sin música en directo. Y no tenemos perspectivas de mejoras. Cierto, cierto: hay conciertos en streaming y se celebran recitales en petit comité, pero esas no son soluciones para las músicas que requieren interacción social o grandes audiencias.

Atención: se sugiere requerir que el espectador firme un documento de renuncia a demandar al recinto o al artista, caso de que se contagiara entre la multitud

Pintan bastos para los festivales, aunque sus responsables estén callados: mantienen la teoría de la próxima vuelta a la normalidad mientras atesoran los ingresos de los abonos pagados por los eventos de 2020. Ese colchón económico no está al alcance de los locales de mediano o pequeño aforo; cuando esta pesadilla acabe, descubriremos que ha desaparecido buena parte de esa indispensable red de respiraderos.

Mientras llega la inmunidad de rebaño, no surgen remedios mágicos. La idea de colocar al público en bolas de plástico, puesta en práctica por los imaginativos Flaming Lips, plantea problemas logísticos. Lo mismo con el testeo de los asistentes a la entrada. Tampoco parece que vaya a universalizarse el pasaporte sanitario. Atención: se sugiere requerir que el espectador firme un documento de renuncia a demandar al recinto o al artista, caso de que se contagiara entre la multitud; no se trata precisamente del mejor incentivo para un ritual dionisiaco.

Tendemos a centrarnos en la crisis de los directos, pero el impacto del coronavirus ha sido brutal en otras áreas, con discográficas en estado de letargo, tiendas al borde del cierre, publicaciones que se evaporan. Lo peor de todo: la constatación de que el mundo no considera que el de la música pop sea un sector esencial.

Ya estamos viendo las consecuencias. Bob Dylan, Neil Young y otras superestrellas venden sus catálogos de canciones por, entre otras razones, la sospecha de que, a corto plazo, no volverán a girar o, desde luego, con cachés diferentes. El poder en el negocio musical se ha desplazado a plataformas como Spotify (y a las multinacionales que integran su accionariado). De repente, se ha dejado de discutir sobre la inequidad de los contratos o los excesos en la protección de la propiedad intelectual.

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CASTELLON 13/07/12
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Se venden canciones al mejor postor

Cuando esto se atenúe, el negocio de la música intentará convencernos de que vivimos en el mejor de los mundos posibles, con los algoritmos de gigantes de las comunicaciones decidiendo por nosotros. En vez de meros conciertos, pretenderán vendernos “experiencias” con precios estratosféricos, a cambio de garantías higiénicas y el máximo confort.

En la gama de artistas disponibles, se potenciarán las figuras cortesanas, dispuestas para cualquier patrocinio. Los nuevos fichajes serán seleccionados por el big data. De rebote, se ahondará el abismo entre los divos millonarios y la masa proletaria, creadores a tiempo parcial y practicantes de géneros minoritarios. Si queremos que el pop cumpla con sus premisas democráticas, habrá que pensar en empezar desde cero. Y desde abajo.

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