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SILLÓN DE OREJAS
Columna
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Luz (de gas) al final del túnel

Los más optimistas afirman que en junio ya estará en marcha la recuperación del coma inducido al que se ha sometido a la economía y a la vida social y familiar

Manuel Rodríguez Rivero
Ingrid Bergman y Charles Boyer en 'Luz que agoniza' (1944), de George Cukor.
Ingrid Bergman y Charles Boyer en 'Luz que agoniza' (1944), de George Cukor.

1. Irrealidad

Esto va para largo. Lo noto, entre otros síntomas más luctuosos y tremendos, por la insistencia con la que en redes sociales y webs de instituciones y particulares recomiendan novelas más bien gordas, de esas que (casi) nadie termina en menos de una semana de lectura intensiva. Cada vez que escucho a la señora Montero, la torrencial garladora y lenguaraz portavoz del Gobierno, aumenta la sensación de irrealidad que produce la confusión temporal inducida por el confinamiento —cuando lean esto, si es que aún hay alguien ahí, llevaremos más días encerrados que Xavier de Maistre en su Viaje alrededor de mi habitación (Funambulista)—: a menudo tengo la sensación de estar contemplando en la tele una terrorífica película de ciencia-ficción sobre la covid-19, un relato sobre un virus que, en un remoto futuro, golpea duramente a una humanidad desprevenida, mientras los sobrevivientes aplauden desde sus balcones a los esforzados soldados de vanguardia.

A esa cada vez más compartida sensación de irrealidad (a la que, sin duda, contribuye la muy buscada ausencia de escenas dramáticas en los reportajes televisivos: la muerte está ahí, pero es algo lejano, el luto concierne solo a los familiares, el presidente lleva corbatas de colores) contribuyen noticias como la de que la Haus der Geschichte Österreich (casa de la cultura austriaca) ya está preparando —¡desde el 17 de marzo!— una futura exposición sobre el coronavirus, para la que lleva semanas recabando objetos y ¡recuerdos! de la población. La muestra tendrá lugar en su sede de la Heldenplatz, donde, por cierto, Hitler pronunció el encendido discurso que fascinó a los (entonces) rendidos vieneses, y con cuyo nombre, Heldenplatz (Akal, 1988), Thomas Bernhard (que se estará revolviendo en su tumba) tituló uno de sus mejores y más escandalosos dramas.

2. Optimismos

Los más optimistas —entre los que, ¡ay!, nunca me he encontrado— afirman que el primer lunes de junio, cuando los cristianos celebran el Pentecostés, que marca el fin de la Pascua, habrá pasado la primera fase de lo peor, y ya estará en marcha la recuperación del coma inducido (así lo llama Paul Krugman, tan leído por los socialdemócratas) al que se ha sometido a la economía y, más allá, a la vida social y familiar. Es decir, que al final del túnel lo que hay es más bien una desasosegante luz de gas, como la que Charles Boyer empleaba para trastornar a Ingrid Bergman en Luz que agoniza (1944), la estupenda película de George Cukor.

Me encantaría ser más positivo, como también me gustaría compartir el convencimiento un poco tristón del ministro de Sanidad, Salvador Illa, encarnación perfecta de aquella máxima aristotélica (en la Ética nicomáquea, 1103a, 32-34) según la cual “lo que debemos aprender antes de poder actuar, lo aprendemos actuando”: es decir, que “nos hacemos citaristas tocando la cítara”, equivocándonos una y otra vez hasta que suene bien. Un ministro, por cierto, que cuando desgrana sus cifras y sus esperanzas siempre me trae a la memoria aquella anécdota de María Antonieta en la que, cuando la reina estaba ya ante la guillotina justiciera (16 de octubre de 1793), pisó inadvertidamente al verdugo y se disculpó inmediatamente diciéndole “perdóneme, señor, lo he hecho sin querer”.

Por lo demás, sigo lavándome las manos varias veces al día como un autómata con trastorno obsesivo compulsivo (TOC) o, por citar a uno de mis personajes literarios favoritos, como hacía la culpable lady Macbeth (“¡Fuera, maldita mancha!”; Macbeth, acto V-I), y, aunque no llego a arrojar a la caja de desechables todos los libros que leo y manoseo, poco me falta: una de las (pocas) ventajas de los e-books, cuya venta ha crecido tanto estas últimas semanas, es que no hay que desinfectarlos.

3. Consuelos

Más que verdaderos consuelos, sus ersätze, sus sustitutos. Echo de menos mis viajes y me alivio leyendo los de otros. En el íncipit del absurdamente agotado Viaje por España en la época de Carlos III (Turner) encuentro una frase enternecedora: “El que quiera viajar cómodamente por España debe poseer una buena constitución física y llevar consigo dos buenos criados, cartas de crédito para las principales ciudades y una buena recomendación para las mejores familias, tanto para aquellas cuyos miembros son españoles como las formadas por extranjeros establecidos en el país”. Así lo haremos cuando podamos, queridos/as, nos van a sobrar tarjetas de crédito y los dineros de la recesión nos saldrán por las orejas.

Aún más aventura (y apasionante drama siniestro, con motines, naufragios, codicias, traiciones, asesinatos) encuentro en El Batavia (Antonio Machado), de Peter FitzSimons, que relata la odisea novelesca del buque insignia de la Compañía Oriental de las Indias Holandesas en su azaroso viaje desde Ámsterdam (1629) a Australia por la ruta de las especias. Más cercano culturalmente se encuentra Sábado noche (Temas de Hoy), de Susan Orlean, una crónica por ciudades estadounidenses para averiguar cómo experimentan algunos de sus habitantes (ricos, indigentes, y como usted y como yo) la “fiebre” sabatina.

4. Coda-Covid

¿El covid o la covid?: lo he escuchado y leído de las dos maneras, con lo que, para colmo, en la denominación de la pandemia asesina también subyace una (posiblemente) ideológica cuestión de género. Se lo tengo que comentar a mi amigo el académico Pedro Álvarez de Miranda, siempre atento a esas cuestiones, y que me corrigió hace poco mi uso inadecuado del adjetivo “epiceno”; como el ministro Illa, aprendo equivocándome. A cambio le contaré, por si no lo sabe, una de las pequeñeces léxicas que he aprendido en las horas más perezosas del encierro: en 1940, cuando el Ejército de EE UU distribuyó entre las tropas el chaleco salvavidas inflable, los soldados lo bautizaron con un marbete de lo más apropiado: maewest. Sería por algo.

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