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Las Brontë: una familia inmortal

En el centenario de Anne, la menos conocida de las Brontë, varios libros profundizan en el universo vital y literario de las hermanas

Retrato de las hermanas Brontë, de Patrick Branwell Brontë.
Retrato de las hermanas Brontë, de Patrick Branwell Brontë.National Portrait Gallery (DeAgostini / Getty Images)

La historia de las hermanas Brontë —Charlotte (1816-1855), Emily (1818-1848) y Anne (1820-1849)—, junto a la de su hermano, Patrick, más conocido como Branwell (1817-1848) por el apellido de su madre, es una de las más apasionantes de la literatura universal. Hijas de un párroco de origen irlandés y educado en Cambridge, Patrick Brontë (antes el apellido bailó en distintas sonoridades y grafías), vivieron con su progenitor y su madre, pronto fallecida, en la casa parroquial de Haworth (Reino Unido), “ese pequeño lugar bárbaro y extraño” situado en un páramo inhóspito pero también, a su manera, hipnótico, como se deja ver en los escritos de esos jóvenes y muy especialmente en los de Emily. Porque, efectivamente, y por encima de todo, esas criaturas pronto crearon deslumbrantes mundos imaginarios inspirados en parte en la lectura de dos de los astros del momento, Walter Scott y Lord Byron (sin olvidar a Wordsworth, pasión inoculada por su padre).

Esos mundos cuajaron en universos llamados la Ciudad de Cristal o Angria, donde Charlotte y su hermano vertieron sus fantasías asombrosas, o también Gondal, donde Anne y Emily vertieron las suyas. Solo ellos tenían las claves de esas aventuras y es seguro que semejante despliegue, transgresor y casi alucinatorio, tenía mucho que ver con la necesidad de contrarrestar la clase de vida que llevaban en ese pueblo, pero también con la obediencia a la imperativa llamada de lo que podríamos llamar una vocación indomable, que es la forma con la que la literatura —y el arte— se impone a sus elegidos más allá de cualquier interés, del tipo que sea (y cuanto menos interés, más elegidos).

Las tres hermanas salieron de su pueblo para estudiar en escuelas inhóspitas, y hasta Charlotte y Emily lo hicieron en Bruselas con el profesor de literatura Constantin Héger, “las más brillantes discípulas que iría a tener nunca”. Ejercieron de maestras o institutrices en distintas localidades, pero siempre volvieron a la literatura y a su lugar de origen, el lugar de sus creaciones infantiles, y ese retorno puede muy bien interpretarse como una fidelidad a una infancia portentosa, a un padre severo pero un baluarte al fin y a una madre prematuramente muerta y enterrada allí, y siempre querida, buscada y necesitada.

Publicaron primero sus poemas, en un volumen colectivo (1846) con los conocidos seudónimos de Currer (Charlotte), Ellis (Emily) y Acton (Anne) Bell. Vendieron dos insólitos y escandalosos ejemplares y no por ello dejaron de buscar editor para sus novelas, y lo lograron después de sonoros portazos. Y así Charlotte se convirtió en una estrella del momento con Jane Eyre (1847), un acontecimiento que la llevó a los salones literarios londinenses, siempre con su seudónimo por delante, Currer Bell, pero sin caer demasiado en sus pegajosas y tentadoras redes, que la asfixiaban —hasta llegó a tener una salida de tono con el astro del momento, el novelista William Thacke­ray: “(…) dirigiendo sus incisivas palabras a su cabeza [la de Thacke­ray] parecía una ráfaga de granadas disparada contra una fortaleza”—. Emily sufrió la incomprensión por su insuperable Cumbres borrascosas (1847), editada junto con Agnes Grey, de su hermana Anne (y siempre también con sus respectivos ­seudónimos).

Todo esto —y muchas cosas más— lo cuenta fenomenalmente bien Laura Ramos, incluidas las muertes desgarradoras de las tres (y de su hermano), en Infernales (Taurus), con una erudición biográfica que no sofoca su anhelo narrativo apuntalado por un estilo comedido y austero, con los justos picos de brillantez propios de una escritora de verdad. Su afán por crear simultaneidades encadenadas para prestar atención a todos los protagonistas no impide que casi siempre sea la perspectiva de Charlotte la que se imponga, porque sus extraordinarias cartas son la mejor y más abundante fuente de información.

Desde otro ángulo, también el traductor Xandru Fernández nos da a conocer muy bien los maravillosos poemas de Emily Brontë, en los que hay piezas de una grandeza indiscutible, testimonio indudable de su genialidad, igualmente visible en su gran novela, Cumbres borrascosas. Entre esas joyas se encuentra el poema La visionaria, pieza maestra total que resume de un plumazo todas sus cualidades: la sutil y misteriosa sugerencia, la voz profunda y llena de sentimiento, la arrebatadora creencia en el amor redentor: “Visitante del aire, así vendrá mi amor… / ¡Extraño poder! En tu fuerza confío; confía tú en mi constancia”.

La naturaleza es objeto de atenciones supremas, en todos los órdenes, como si se tratara de plegarias o de consuelos fabulosos. A una flor le dice: “Tú siempre has encontrado una voz para mí / y has exhalado palabras de consuelo”. En pleno otoño, “cada hoja me habla de la felicidad”, o en pleno invierno: “Siéntate, pues, conmigo, a mirar el instante / en que la helada azul va cuajando en el río”. La infancia, a la manera wordsworthiana, pone freno con su felicidad a los sufrimientos y las lágrimas que acarrea la vida, simbolizados en un increíble pájaro de alas negras cuyo pico y garras chorrean sangre, y a los que opone una plegaria, pues “al Cielo le mueven las plegarias ardientes / y Dios es misericordioso”. En medio de contemplaciones absorbentes que atraen hacia los ojos todo un escenario de bellezas sencillas —nubes, colinas, viento, árboles, humo, sol— surge el drama, la aventura solitaria humana que nos define por antonomasia: “… Solo uno lo vio morir, / irse con el día que se iba… / Los vientos del atardecer, suspirando tristemente, / se llevaron su alma lejos de la tierra”.

Murió a los 30 años, de tuberculosis, casi sin hacer ruido. Ante su ausencia, su perro, Keeper, “se echó junto a la puerta de su cuarto y aulló durante varios días”.

Infernales. La hermandad Brontë. Laura Ramos. Taurus, 2019. 416 páginas. 20,90 euros

La inquilina de Wildfell Hall. Anne Brontë. Traducción de Miguel Ángel Pérez. Alianza, 2020. 640 páginas. 14,50 euros.

La inquilina de Wildfell Hall. Anne Brontë. Traducción de Waldo Leirós. Alba, 2017. 608 páginas. 14 euros.

Agnes Grey. Anne Brontë. Traducción de Elizabeth Power. Alianza, 2016. 272 páginas. 11,50 euros.

Agnes Grey. Anne Brontë. Traducción de Menchu Gutiérrez. Alba, 2016. 248 páginas. 16 euros.

Poesía completa. Emily Brontë. Traducción e introducción de Xandru Fernández. Alba, 2018. 568 páginas. 21,50 euros

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