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IDA Y VUELTA
Columna
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Sorolla americano

En el rato de espera en el restaurante, el pintor tiene la libertad del anonimato, la actitud observadora y furtiva del espía

'Pareja preparada para salir' (1911), dibujo de Joaquín Sorolla.
'Pareja preparada para salir' (1911), dibujo de Joaquín Sorolla.

La pintura era el oficio de Joaquín Sorolla. El dibujo era su manera de estar en el mundo. La pintura exigía preparativos, aparatos, lienzos, horas en el estudio, sombrillas y bastidores para instalar el cuadro en una playa. Para el dibujo solo hacía falta un pequeño cuaderno y un lápiz, y ni siquiera eso, el reverso de cartulina del menú de un restaurante de lujo, el cartón de una caja, el que venía dentro de una camisa recién planchada, recién traída a la habitación del hotel por una camarera, en una de esas ciudades de modernidad exótica que estimulaban aún más los sentidos, Nueva York o Chicago.

Para el dibujo no hacía falta un modelo que posara, ni un gran encargo complicado, ni un proyecto de antemano noble y prestigioso: lo único necesario era el hábito de tener muy abiertos los ojos ante cualquier cosa que sucediera, en cualquier sitio, a cualquier hora del día o de la noche, en un café de París o en un teatro, o en la intimidad doméstica que a Sorolla le gustaba tanto y que sin duda le costó una parte de su prestigio; en un siglo de genios polígamos, de artistas desastrosos y malditos, Sorolla fue, imperdonablemente, un burgués próspero, un marido que enviaba cartas de amor a su mujer desde cualquier ciudad del mundo en la que estuviera, un padre que no se cansaba nunca de retratar a sus hijos, “un bohemio de la familia”, como él mismo decía.

Igual que otras personas tamborilean con los dedos sin darse cuenta, Sorolla miraba y dibujaba, y no con la instantaneidad de una cámara fotográfica, como suele decirse, entre otras cosas porque no se habían inventado aún las cámaras ligeras que podían llevarse en el bolsillo y dispararse furtivamente en un segundo. Aunque era yerno de un fotógrafo y había trabajado de aprendiz o ayudante en un taller, Sorolla mira, y actúa, como un dibujante, porque era así como se había adiestrado, en “el amor ciego de la línea”, decía él, en la disciplina de los estudios formales, un cimiento tan sólido que pudo sostener sobre él todas las libertades que quisiera tomarse, como se sostiene el albedrío y la audacia de un improvisador sobre el cimiento de una rigurosa educación musical.

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A Sorolla se le atribuyó una fama peligrosa de facilidad, alimentada por esas fotografías en las que se le ve pintando sobre un lienzo en blanco en la playa, a las bravas, como si los azules del mar y el fulgor del mediodía se convirtieran en pintura por un milagro instantáneo. Parece que quien trabaja muy rápido y despliega sin dramatismo grandes facultades formales es poco más que un atolondrado con suerte, como aquel Mozart de peluca torcida y risa fácil de la película Amadeus. Dice Thomas Mann que el arte borra las huellas del esfuerzo. En la pintura de Sorolla la sensación de fluidez y naturalidad es tan poderosa que parece excluir la premeditación: pero muchas de esas figuras que dan la impresión de inmediatez y de azar de la fotografía de una Leica resulta que se sostienen sobre dibujos muy repetidos y muy elaborados, estudios meticulosos cuya huella se borró igual que se han borrado las muchas horas de aprendizaje y paciencia en el solo fulgurante de un músico de jazz.

En la exposición de dibujos que hay ahora mismo en el Museo Sorolla, la lección de los bocetos improvisados sobre menús de restaurantes o en hojas de cuaderno no es más valiosa que la de los estudios preparatorios para algunos de sus cuadros mayores. Lo que parece encontrado de golpe en realidad es el producto de una búsqueda muy larga, de una persistente sucesión de tentativas. El espejismo de la espontaneidad solo se consigue después de un arduo y apasionado aprendizaje. Y solo es posible haber aprendido tanto cuando el estudio no es un cautiverio separado de la vida, sino la simple manera que uno tiene de estar en el mundo. No había hora, ni día, en que Sorolla no estuviera estudiando, observando, pupila alerta y lápiz en la mano, guiado por el entusiasmo de celebrar lo que tenía delante de los ojos, por la urgencia de atrapar un gesto o un detalle para después recordarlo, gracias a ese instrumento supremo, la línea, el trazo rápido y preciso, educado en la severidad de la disciplina académica, la lámina de papel en blanco delante del modelo o la modelo desnudos, la atención a los pormenores de la muscu­latura y del contorno, la exigencia de salir a la calle o al campo, la humildad de mostrar las cosas exteriores y objetivas sin la urgencia de imprimir sobre ellas la marca del propio talante, del propio estilo apresurado.

Inevitablemente, a un artista de mucho éxito le cae encima la obligación de ser idéntico a sí mismo. Muchas veces, sobre todo cuando trabajaba para el imperioso millonario Huntington, a Sorolla no le quedaba más remedio que pintar sorollas, y nunca dejó de hacerlo admirablemente. Cuando trabajaba por gusto, para él mismo, para distraer la espera en un restaurante o para complacerse en los rasgos conocidos de memoria o en la mirada de grandes ojos pensativos de su mujer, o en la cercanía atareada o festiva de sus hijos, Sorolla se permitía una libertad más desahogada porque no estaba al servicio de ningún propósito, de ningún proyecto.

Huntington lo atosigaba con sus demandas de hectáreas de escenas folclóricas y trajes regionales españoles, pero no iba a comprarle una vista de la Quinta Avenida y Central Park en una mañana de tráfico y lluvia, en un contrapicado de vértigo, desde la ventana alta de un hotel. Un retrato formal se pinta durante largas sesiones en un estudio y exige todo tipo de responsabilidades, algunas de ellas paralizadoras. En el rato de espera en el restaurante, el pintor tiene la libertad del anonimato, la actitud observadora y furtiva del espía. Sin que nadie se dé cuenta, está retratando a lápiz a esas dos figuras que se inclinan la una hacia la otra, hombre y mujer, en una actitud de confidencia, tal vez de clandestinidad.

El artista celebradamente español descubre una veta tan americana como la que estaban explorando por aquellos mismos años Robert Henri o John Sloan. En el reverso tan gustoso de la cartulina del menú se deleita dibujando un sombrero de señora de última moda que se abre sobre su cabeza como una corola desmedida. Y entonces se permite el lujo secreto, el capricho, de sacar otro lápiz y añadir un garabato rojo memorable al blanco y negro del dibujo.

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