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LA LIBRERÍA
Columna
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Manuel Padorno, pájaro invisible de la playa

El creador de Taller de Ediciones JB fue un artista total que escribía tanto como pintaba. Una muestra en Tenerife reúne sus cuadros

Juan Cruz
Manuel Padorno, escribiendo en 1988 en su casa de la Playa de las Canteras.
Manuel Padorno, escribiendo en 1988 en su casa de la Playa de las Canteras.Ana Teresa Padorno

Un artista total que dormía al revés, como Juan Carlos Onetti o como los acostados parientes de José Manuel Caballero Bonald. De noche preparaba su almuerzo y después atendía a la madrugada. Como Luis Fernández o como Cristino de Vera, su materia fue, en la pintura y en la poesía, descorrer la niebla, quedarse con el resplandor que, como quería Lewis Carroll, deja la luz de una vela cuando está apagada.

Él rompía a esas horas “la armonía del día, el silencio excepcional de una playa en la que había sido feliz”. Como Camus, de quien es esa frase, fue de playa y de asombro, un niño fijado a la vez en la arena y en las nubes. En Madrid se construyó una playa, la azotea de su casa, por la que transitaba descalzo como un muchacho. Era un artista contra las épocas y sus sucesivas esclavitudes, un hombre solo en la madrugada. Un artista total, exponente de una generación, la del 50, de la que fue partícipe, testigo y editor. Se guardó sus propios versos para publicar los de los otros. La puerta de su editorial (Taller de Ediciones JB, iniciales de Josefina Betancor, su mujer) no tenía cerrojo y estaba abierta, como él, de madrugada. Cuando ya salieron a la luz sus poemas y sus cuadros él se acababa de ir, como quien dice.

Se despertaba al atardecer, y ahí recomenzaba su diálogo con la luz de Madrid o de la Playa de las Canteras, en Gran Canaria, sus territorios más reconocibles, aparte del territorio del sueño, donde anduvo como un nómada huraño. En esos lugares, y sobre todo ante la playa, escribió y pintó sin pausa, dándole tanta importancia al billar o a la orilla del mar como a Dante o a Rothko o a su propia escritura. Pintó para seguir escribiendo, con igual intensidad, con la misma pasión.

Manuel Padorno, este personaje, murió en Madrid en la madrugada del 22 de mayo de 2002. Estaba de paso, para leer su poesía en el Botánico, y por la noche a sus amigos les había contado planes como si fuera a durar más de cien años. Había nacido en 1933 en Tenerife y fue de la partida de Manolo Millares, Elvireta Escobio, Josefina Betancor, Juan Hidalgo y Martín Chirino, con quienes inició desde la isla un viaje que tenía como destino Madrid, el mundo entero y también la eternidad. La Fundación Cajacanarias de Tenerife le dedica desde hoy una antológica fiel, desde su sueño a su ambición, a todas las madrugadas de su vida. Un texto de Juan Manuel Bonet lo retrata como arquitecto de la luz, como el ermitaño que fue y como él mismo quiso verse: “Ya tienes el pájaro invisible en la mano, ahora debes soltarlo y seguir su vuelo por el espacio infinito”. Él era ese pájaro invisible en la mano. Creerán que se posó, pero sigue dando vueltas por el espacio insular, que fue su luz y su mundo.

Era un ermitaño urbano y un nómada sin senderos. Manuel Padorno fue generoso editor de sus contemporáneos, y aunque la gente no lo supiera sino mucho más tarde, fue también pintor volcado en la búsqueda del color diluido de las nubes que velaban su relación con la vida. Su poesía cortada a cuchillo, como riscales de su tierra, durmió con él muchos años, hasta que Tusquets o Pre-textos, o la propia Fundación Cajacanarias, la ofrecieron rasgándola y poniendo a la luz del día lo que fue un tributo a la duda y a la noche. Fue, como dice Caballero Bonald en una entrevista que Bonet cita en el catálogo de la exposición, el autor de una vida marcada por el desorden y la exigencia: “El desorden de su vida”, dice el autor de Somos el tiempo que nos queda, “contrastaba con lo minucioso y exigente que era su trabajo como artista”.

Esa niebla de la que proviene su pintura fue también parte del desorden, lo que solo se vislumbra, lo que se oculta al ojo humano y es parte del alma del artista. En la vida real, cotidiana, esa niebla era también el color de la playa y de la madrugada, los senderos que bifurcaron su vida. Era, como Agustín Espinosa, otro artista mayor de su tierra, extrañado de su tiempo, pues pudo haber sido un renacentista (“un renacentista de la playa”, dice su paisano, el también pintor José Luis Fajardo) o pudo haber nacido cuando le diera la gana, siempre que ese nacimiento se hubiera producido en una época rabiosamente cosmopolita. En un tiempo fue, igual que su amigo Millares, como Marlon Brando, tan guapo. El tiempo fue dibujando en su cara el rostro de un artista que arañaba su cabeza hasta que parecía que siempre estaba a punto de despertarse. Un ser raro, un pájaro invisible.

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