La tele no sabe retratar la riqueza obscena
'Succession' es el último grito en el popular género de “los ricos también lloran”
Mucho mejor que Dinastía o Falcon Crest; mejor escrita, mejor interpretada, más compleja y audaz, pero sin perder ese aire de culebrón con malos muy malos y trepillas y traidores y ambiciosos en general, Succession (HBO) es el último grito en el popular género de “los ricos también lloran”. Resumen del argumento: Logan Roy, que levantó un imperio de medios de comunicación desde casi la indigencia, es ya un anciano que chochea y defiende un legado frente a una prole voraz. Es decir, el “cría cuervos” de siempre.
La serie está muy bien, pero tiene un defecto menor que rechina como cuando alguien araña una pizarra: qué mal retrata la riqueza. Se supone que los Roy son escandalosamente ricos y poderosos. Los presidentes bajan la cerviz ante ellos y no hay quien les tosa. Sin embargo, sus casas, sus oficinas y los ambientes en que se mueven parecen más propios de esos médicos y abogados de las pelis de Woody Allen. Diríase gente que vive con holgura, incluso pegándose la gran vida, pero muy lejos de la riqueza obscena en que se supone que se refocilan los protagonistas de la serie.
El despacho de Roy parece el de cualquier ejecutivo de una consultoría de Albacete, y los apartamentos están amueblados en Ikea. Supongo que es muy caro conseguir mansiones y decorados ad hoc, pero el poder omnímodo requiere presupuestos omnímodos. Si no, los personajes parecen impostores que fingen ser ricos. Y así no hay manera de odiarlos, por odiosos que resulten, y se diluye ese efecto tan saludable propio del género, ese que hace que el espectador contemple su vida triste y pobretona y concluya que no está tan mal, que ser rico trae muchos problemas y que, como dice siempre mi madre, limpiar esas casas tan grandes tiene que ser agotador
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