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Las vacaciones de los demás

La periodista se coloca tras el mostrador junto con los otros encargados para cuidar de las necesidades de los veraneantes con una mezcla de empatía y firmeza

Sabina Urraca atiende a una cliente en la recepción de un hotel de Benidorm.
Sabina Urraca atiende a una cliente en la recepción de un hotel de Benidorm.PEPE OLIVARES

Para el recepcionista de hotel, la vida en temporada alta es un ver pasar el verano de los demás. El recepcionista es una madre que cuida y contiene los desastres que les suceden a sus cachorros: unos llegan al nido agotados y hay que restaurarlos y engrasarles las articulaciones, dándoles toques con un algodoncito. Otros, ya crecidos en la vacación, alimentados, bañados y dormidos, abandonan el cubil. Todo lo que les suceda en el periodo entre la llegada al nido y su partida, volando desganados hacia un nuevo periodo laboral, es responsabilidad del recepcionista. El veraneante está pagando por una ilusión uterina, un lugar en el que ser alimentado por la teta primordial del bufet libre y las sábanas frescas. Y el recepcionista vela por todo esto con tal fuerza —no sé si habéis visto alguna vez a una oca furiosa defendiendo a sus crías— que es difícil arrancarle datos y curiosidades sobre el proceder de sus criaturas.

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Así pues, mi periplo por recepciones de hotel es largo: en la mayoría me despachan con eficacia profesional, como si estuviesen vigilados por una cámara (y es probable que lo estén). Me dejan estar, me encomiendan tareas, pero no sueltan prenda. De puertas para afuera, un hotel debe ser un lugar de una felicidad aséptica, sin aristas. Entiendo que son órdenes de arriba y me pliego a ellas. Pero yo también tengo que hacer mi trabajo, que es sumergirme en su trabajo, valga la redundancia. Voy de un hotel a otro, recopilando. “No pongas mi nombre ni lo que te he contado, por favor...”, me dicen, con eficacia y pavor. Aunque siempre hay una coletilla tras este rechazo: “Pero si quieres quédate un ratito, que me aburro”. Así lo hago. Me meto tras el mostrador y veo pasar la vida desde allí.

El recepcionista es un ente neutro al que pocos recuerdan, pero que contiene con firmeza todo despropósito que suceda en el hotel. “He llegado a consolar a una mujer abandonada por su marido en mitad de las vacaciones. Se despertó y él se había ido. Ella no quería volver a su pueblo y contárselo a su familia. Se pasó tres días aquí, sentada conmigo”, me cuenta Almudena, recepcionista de un hotel de 300 plazas en primera línea de playa.

Recepción ‘forever’

Actualmente, un gran número de páginas online de reserva de habitaciones de hotel nos soluciona la papeleta de llamar a los establecimientos uno por uno y preguntar tarifas y comodidades. Todo se resuelve con unos cuantos clics, cuenta bancaria mediante. Sin embargo, la recepción del hotel, con su carácter humano y extrañamente anacrónico, se mantiene indemne. Allá donde vayamos, será raro que no haya recepcionistas haciendo nuestra estancia lo menos robótica posible. Así como en otras lides lo que se considera progreso es lo informatizado y los procesos regurgitados a través de cómodas apps, en lo que respecta a la hostelería, lo que proporciona la chispa del lujo es precisamente un poco de contacto humano que nos guíe en ese camino, a veces complicado, que es el salir del confort hogareño y enfrentarse a un lugar desconocido. Ya dijo Pavese que "los viajes son una brutalidad. Le obligan a uno a confiar en extraños y a perder toda la comodidad familiar de la casa y de los amigos. Se está en continuo desequilibrio". Así que qué menos que una mano humana que nos ayude a mantenerlo.

En un hotel rodeado de discotecas, una veraneante se acerca renqueando a recepción. A juzgar por su rostro, lleva unas cuantas noches de jarana y ha dormido poca siesta. Apoya una mano en el mostrador. Eleva la voz en un maullido quejoso:

—Se me ha roto la chancla.

Lo dice como si llamara a su mamá. Y su mamá, que en este caso es la recepcionista, la atiende. Palmaditas, tono dulce, una tirita para la rozadura y la indicación de dónde puede comprarse unas chanclas nuevas. La veraneante marcha a pasitos cortos, arrastrando su chancla rota. Y la recepcionista pasa a otra cosa, porque siempre hay otra cosa: check in, check out, reservas, incidencias (un grupo de chavales se ha colado en la piscina sin estar registrado en el hotel), se han acabado los limones en la cafetería del hall (el personal de recepción hace pequeños recados a veces), un hombre pide que le cambien dólares a euros (sí, los recepcionistas también se ocupan de cambiar divisas), una familia se ha equivocado comprando sus tickets para ir al parque acuático, a los de la 354 se les ha atascado la puerta del balcón y no pueden salir a coger los bañadores y las toallas que tenían tendidos allí. En medio de todo el estrés, suena el teléfono. Sólo quedan libres habitaciones en la trasera del hotel. La recepcionista carraspea y se dispone a decir la frase estrella:

—Mire, hay habitaciones libres, pero no dan al mar. Dan a un cementerio pequeñito en la parte de atrás.

Cuelga casi inmediatamente y se encoge de hombros. Acepta la realidad: para algunos, es imposible vivir la celebración de vida del verano teniendo frente a los ojos los rituales de la muerte.

El sobrino de un empresario hotelero, un chaval muy majo que este verano ha suspendido por segunda vez segundo de bachillerato y está pagándolo en el hotel de su tío, me cuenta la leyenda urbana de una directora de hotel que decía: “Aquí no se muere nadie. En mi hotel, a vivir, no a morir”. De forma inevitable, un día murió un veraneante. Solo en su habitación, de un infarto fulminante. La directora del hotel llamó a su marido. Entre los dos sacaron el cadáver y lo dejaron en la calle, como si el hombre se hubiese desplomado allí.

En un segundo identificamos el Señor Pesado —siempre hay uno o dos— porque se acerca, se acoda en el mostrador como si la recepción fuese un bar y dice: “¿Sabes que de la arena de estas playas a veces emana agua dulce?”. No le hacemos mucho caso. Pero no hacer mucho caso, en la vida de una recepcionista, ya implica sonreír y asentir. Aun así, el mensaje queda comprendido: el cliente se aleja, rumbo al bar, buscando a alguien a quien dar la chapa. El reclamo utilizado por los hoteles siempre indica “estarás como en tu casa”, pero no es cierto. En su casa, este señor no tiene a nadie a quien darle la vara. Ni tampoco la chica de la chancla, que vuelve a hacer su aparición, renqueando con chanclas nuevas, se quejaría como se ha quejado.

Llaman desde la 202. Esta vez me dejan coger el teléfono. Que si les podemos subir un plátano. Al otro lado del auricular se oyen risas y jolgorio. “Qué pesados. Lo piden todas las tardes desde hace una semana”, dice Cris, que tiene 40 años y lleva desde los 20 trabajando en hoteles. “Currando en la ciudad, todo el mundo es adulto, pero en cuanto tiene tiempo libre, la gente se atonta, pierde facultades, te lo juro”, asegura. No obstante, me indica el camino a cocina. “¿Vas tú a por el plátano?”. La miro estupefacta. Se ríe. “Te lo digo en serio. Es servicio de habitaciones. Si lo pagan, hay que llevárselo”.

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