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En la cocina de Beatriz

Libre y con la discreción como arma, el catálogo de De Moura en Tusquets es una historia del gusto en el siglo XX

Juan Cruz
Beatriz de Moura en 1970.
Beatriz de Moura en 1970.Gernán Palke. (EL PAÍS)

Juan Cerezo, su sucesor, recordó el pasado jueves, cuando la editorial cumplía cincuenta años y Beatriz de Moura celebraba sus ochenta, que Tusquets Editores nació en la cocina de su fundadora. Por la noche, ella y Óscar Tusquets, su compañero entonces, cenaban con sus amigos y por la mañana Beatriz hacía que esa cocina limpia fuera otra vez el centro de su batalla. Cincuenta años después Beatriz estaba en un castillo de Esplugas, rodeada de autores, amigos, competidores y leyenda. Faltaba Toni López. Ella lo recordó. Nada que cumpla cincuenta años será nunca una historia sin heridas o muertes. El jueves el pelo de Beatriz era de oro, como la etiqueta de sus libros. Y por allí deambulaba con el tiempo a cuestas. No ha publicado un solo libro que no le gustara, así que sus fichajes han celebrado el ingreso en su equipo como si hubieran marcado el gol de su vida (eso dice Fernando Aramburu, lo corroboran Luis Landero o Almudena Grandes: recibir una llamada de Beatriz fue fuego en sus venas).

Sus fichajes lo celebraban como si hubieran marcado el gol de su vida

Han seguido con ella, salvo excepciones, porque como patrona del barco es segura, exigente, no está sometida a veleidades. En el barco ha seguido siendo cocinera, pinche de cocina incluso, grumete. Cuando estaban en Cesare Cantú, su mejor sede, trabajaba contra la pared, como Julio Cortázar. Minuciosamente. Un editor es alguien que trabaja tachando, limando egos, buscando relaciones inteligentes entre la creación y el público. Y aunque parezca que están de farra lo hacen para que los autores piensen que también se distraen.

El ojo de Beatriz de Moura, educado en la lectura y el viaje, no ha dejado de sorprenderse. Su aventura comenzó cuando ya no pudo ver por otro, o por otra, pues cuando dejó de trabajar para Esther Tusquets, que era su cuñada, fue porque su gusto ya iba por libre. Su catálogo incluye una historia del gusto aplicado a la cuestión contemporánea, a la imaginación y al ensayo, a la ciencia. Y a su libertad de leer. En una cocina, precisamente, convenció a Milan Kundera, de que sólo ella era capaz de darle, en España, la atención (es decir, la traducción) debida; al esquivo Samuel Beckett lo atrajo con armas antiguas: el silencio de la calidad. Y así sucesivamente.

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Cuando descubrió, con la hija de Albert Camus, de la que se hizo amiga en medio del bullicio de un restaurante alemán, El primer hombre, fue como si entrara de lleno en su propia historia de niña crecida en los misterios de Argelia, junto a su padre, diplomático lector. La historia de su hallazgo es de las más emocionantes memorias de Beatriz. Como si hubiera abrazado la infancia del autor de su vida y a su vez hubiera comprendido el lugar del que vinieron las preguntas más dramáticas del siglo XX. De eso ha ido su editorial, en realidad: del dramático siglo XX que su amigo Jorge Semprún resumió en La escritura o la vida.

Aquella muchacha brasileña narra su historia personal a cuentagotas, pues la discreción es, como ser humano y como editora, una de sus armas de supervivencia. Su infancia, su juventud y su adolescencia darían para un libro de amor y heridas. A ella se le puede aplicar aquella definición que Hemingway convirtió en retrato: “Conoció la angustia y el dolor pero nunca estuvo triste una mañana”. Se tachó a sí misma una novela primeriza y no ha publicado como editora sino lo que quiso que fuera explicación de la imaginación y de la vida. Acaso el conjunto de ese inmenso catálogo es su retrato al completo.

Un día le pregunté por los libros de su biblioteca personal. Me dio una lista que ahora se brinda aquí como testimonio para los que quieran conocer el ámbito de sus condimentos. Por orden, dijo estos libros como sus preferidos de editoriales distintas a las suyas: todos los álbumes de Tintín, de Hergé; Las aventuras de Tom Sawyer, de Mark Twain; Los viajes de Gulliver, de Jonathan Swift; cualquiera de las novelas de Jane Austen; La cartuja de Parma, de Stendhal; El extranjero, de Albert Camus; Adiós, muñeca, de Raymond Chandler; El hombre invisible, de Ralph Ellison, y (con el número diez) Los papeles de Aspern, de Henry James.Publicó por el gusto de leer. Y leyó por el gusto de saber. La primera vez que la vi ella tomaba un gin tonic junto a Rosa Regás, en Bocaccio, Barcelona. Ellas eran parte del ejército que le alegró la vida a la ciudad, a este país y a los libros. Hechas las cuentas, de ese encuentro mudo hace también cincuenta años. Entonces no me atreví a acercarme.

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