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Crítica | La ceniza es el blanco más puro
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Anchuras de miras

El paisaje físico acaba afectando al paisaje humano, de innegable desolación, pero extrañamente bello en su grisura

Javier Ocaña
Zhao Tao, en 'La ceniza es el blanco más puro'.
Zhao Tao, en 'La ceniza es el blanco más puro'.

Como en buena parte del neorrealismo italiano, de Ladrón de bicicletas a Umberto D, en La ceniza es el blanco más puro hay una protagonista absoluta, pero lejos del esencialismo del personaje único, porque sobre ellos pivota el verdadero quid de la cuestión: aquí, la sociedad china del nuevo milenio; allí, la sociedad italiana de posguerra. En su decimocuarto largometraje, casi un grandes éxitos de sus temáticas y de su estilo rocoso y violento, Jia Zhangke aborda los cambios sociales y económicos de su país entre los años 2001 y 2017, pero lo hace con una severidad narrativa que bien se puede convertir para el espectador en un reto de enorme complejidad.

LA CENIZA ES EL BLANCO MÁS PURO

Dirección: Jia Zhangke.

Intérpretes: Zhao Tao, Liao Fan, Diao Yi'nan, Feng Xiaogang.

Género: drama. China, 2018.

Duración: 135 minutos.

Lo del director chino no son solo elipsis: son hachazos. Saltos en el espacio y en el tiempo que retan a la platea a un maduro ejercicio de intensidad en el que no cabe la menor disidencia: ante cualquier despiste, la película se convierte en una losa. De gran sutileza en la información ofrecida sobre los personajes y las situaciones, además de sobre el tiempo en que se desenvuelven, La ceniza es el blanco más puro está comandada por la mujer de un mafioso de medio pelo que, tras pasar por la cárcel, debe reinventarse como ciudadana, como amante y como ser humano en un universo cambiante que amenaza con devorarla. China ha virado en su modelo de crecimiento económico hacia la exportación y la inversión, en medio de una corrupción institucional y moral que se escapa por cada esquina del encuadre. Un paisaje físico que acaba afectando al paisaje humano, de innegable desolación, pero extrañamente bello en su grisura: karaokes habitados por rostros hundidos; casinos caseros donde pasar las horas muertas, las vidas muertas; extrarradios en forma de descampados infernales; minas abandonadas a la espera de reconversiones industriales.

Como Naturaleza muerta (2006), la película es una historia de búsqueda en la que regresa en forma de diálogo uno de los tótems del cine del autor chino: la presa de las Tres Gargantas, paradigma físico y simbólico del nuevo país, obra faraónica con la que quedaron sepultados bajo el agua cientos de pueblos y un modo de acercarse a la economía, desde el comunismo hasta un incipiente capitalismo. Un lugar en el que los chinos, como en otras obras de Jia, Placeres desconocidos (2002), que tantas cosas tiene en común con este último trabajo, El mundo (2004) y Un toque de violencia (2013), ya no saben si vienen o si van.

Sin embargo, en su fuero interno la mujer protagonista, un modelo de feminismo alejado del estereotipo, siempre parece saber adónde va. A un lugar donde las cenizas de sus derrotas adquieran el color de una cierta paz consigo misma, donde la violencia a su alrededor, con una secuencia brutal en el punto de inflexión de la película, no la acogote nunca más. Como el formato 4:3 que el director utiliza en sus primeras secuencias, símbolo casi carcelario, para dar paso luego a un panorámico 16:9 en el que la mujer busca su propia libertad. Anchura de pantalla, anchura de miras.

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Sobre la firma

Javier Ocaña
Crítico de cine de EL PAÍS desde 2003. Profesor de cine para la Junta de Colegios Mayores de Madrid. Colaborador de 'Hoy por hoy', en la SER y de 'Historia de nuestro cine', en La2 de TVE. Autor de 'De Blancanieves a Kurosawa: La aventura de ver cine con los hijos'. Una vida disfrutando de las películas; media vida intentando desentrañar su arte.

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