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Algunos de nosotros

En su excelente ‘El lugar de la espera’, la catalana Sònia Hernández hace universal la perplejidad de una generación a la que se prometió que podía ser lo que quisiera

La escritora Sònia Hernández, autora de 'El lugar de la espera'.
La escritora Sònia Hernández, autora de 'El lugar de la espera'.

Un novelista en triunfo comercial a quien una vez confesé sin ninguna prudencia mis perplejidades, por no decir inoperancias, narrativas, enseguida dio con el bacilo causante de la enfermedad: “Tú lo que tienes es espíritu crítico”, me soltó, como el médico que, con presumir un cambio de color, te adjudica la tenia solitaria, desde el púlpito de su éxito. Claro está que él mismo se situaba entre quienes, inmunes al prurito de qué contar o cómo, lo hacen por lo visto de un modo espontáneo, mejor dicho, como si hubiese un modo espontáneo de hacerlo y les hubiera correspondido el suyo en el reparto natural de los dones. Pues bien, esta excelente El lugar de la espera, de Sònia Hernández (Terrassa, 1976), va tejida con espíritu crítico. Sólo una puntillosa consciencia de sí puede dar lugar a una reluctante y obsesiva escritura (a cada poco asoma Beckett), como la de quienes además de escribir, digámoslo así, se escriben, seguramente esperando que los lectores se lean al leer. De ahí que ese “algunos de nosotros” que como estribillo aparece a cada página indique ya que su sentido consiste en una pregunta sobre la identidad.

Porque ese plural tiene un primer radio local, sociológico, diríamos que de cercanía: se refiere, en definitiva, a esos jóvenes españoles —no tan jóvenes— más o menos perplejos, precarizados y frustrados de los que sin embargo se dijo (y a quienes se dijo) que formaban “la generación mejor preparada de la historia”. Pero la admirable densidad significativa de la novela no se encuentra ahí, sino al desbordar, precisamente, esa identificación y hacer aparecer otra, más amplia, diríamos antropológica, universal, en la que ya cabemos todos. Veamos cómo.

Una vez que románticamente quedaron disociados la realidad y la imaginación y suspirasen por su reencuentro en el arte, apareció un subgénero novelesco al que el viejo Marcuse dio carta de naturaleza hace un siglo bajo el término Künstlerroman (La novela del artista, título por cierto de un libro de Calvo Serraller poblado principalmente por héroes-artistas más o menos melancólicos, encabezados por el Frenhofer balzaquiano). Pues bien, los personajes de El lugar de la espera son artistas. Pero no como lo eran antaño un pintor, un músico o un escultor (protagonistas de tantas viejas y nuevas novelas), ceñido cada cual a las reglas y protocolos de su oficio y a sus limitaciones, sino que sólo los consideraremos como tales al modo que los especialistas llaman “expandido”, o sea, como artistas contemporáneos, practicantes, pues, de lo que hoy llamamos Arte (no se olvide la mayúscula); esto es, una actividad no dedicada ya a la menestral producción de objetos específicos a añadir a la realidad, sino de otra que se orienta a la invención, a la transformación imaginaria de la realidad misma en cumplimiento de la voluntad.

Esta nueva figura antropológica no es, de todas formas, tan nueva; su tatarabuelo lo podríamos reconocer en el Artista ideado por Schiller como prototipo del Hombre Nuevo en el que se habría de realizar una libertad sin determinaciones, o que las ha conseguido vencer con una voluntad ilimitada de dominio. ¿Pero no nos suena todo esto? El “nosotros” del estribillo ha dejado de ser una descripción particular para hacerse global, según todos nos reconocemos en esos rasgos de la subjetividad contemporánea que a menudo no son sino consignas de consumo: “Conseguirás todo lo que te propongas”, “Tú te lo mereces”, “No te conformes con nada”, etcétera. O sea, “Yes, we can” como himno de un tiempo que cree a cierra ojos en el necesariamente feliz desenlace de todas las narraciones del destino, sin rastro alguno de negatividad (que de aparecer, será por la infección de alguna injusticia).

Pero entonces, ¿qué ha ocurrido? ¿Por qué uno de estos jóvenes (no tan jóvenes) está dispuesto a denunciar a sus padres por el fraude de sus expectativas y piensa hacerlo mediante una performance ante la Audiencia Nacional? ¿Por qué quien triunfó de adolescente actriz televisiva, ahora espera —pero desespera— mientras atiende la barra? ¿Por qué aquella otra que, como artista que es, se convirtió en otro por su voluntad es hoy sorprendido por un cáncer de mama? Los límites, diríamos, las determinaciones que creíamos derogadas, se han rebelado. ¿Qué ha podido pasar?

Vila-Matas en la Documenta de Kassel, Duchamp revisitado por Aira, la Sophie Calle de Auster o el Koons de Houellebecq pueblan novelas en las que el arte contemporáneo ha tratado de ser asumido como la mutación que significa. En El lugar de la espera recurren a cada poco a Marina Abramović, Gabriel Orozco, Adrianna Wallis y algunos otros que hacen de modelos. Pero esta novela no trata propiamente de un asunto externo. Su sentido se concentra en esa pregunta que nos concierne, en la que nos leemos. Por eso me he acordado de la vinculación que Emanuele Severino estableció entre la incesante innovación dominadora del capitalismo científico-técnico y la postulación nietzscheana del Arte como creador de verdad. Y he leído: “Se trata de ver por qué se nos debe liberar de todo a priori. La cultura contemporánea aún no sabe responder esencialmente a esta pregunta. Por eso la victoria de la contemporaneidad sobre la tradición es sólo aparente y permite el regreso, en la sociedad actual, de lo que en el pasado se creyó inmutable, definitivo”. Porque afuera del centro de Arte, aguarda la contradictoria realidad. Y qué sorpresa.

El lugar de la espera. Sònia Hernández. Acantilado, 2019. 176 páginas. 16 euros.

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