_
_
_
_
_
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

¿Qué es ser ateo?

Distorsionar la percepción de los ateos como “creyentes que se creen no serlo” tan solo contribuye a ralentizar el progreso hacia una sociedad de ciudadanos libres

Unas iglesia abandonada en Rio Grande do Sul (Brasil).
Unas iglesia abandonada en Rio Grande do Sul (Brasil).Paulo Hoeper (GETTY IMAGES)

Una de las falacias que se cometen con más asiduidad en ese terreno, ya de por sí minado de falacias, que conocemos como “pensamiento religioso” es la afirmación de que “quienes no creen en una religión tradicional, es porque creen en otra”. Esta otra “religión” puede ser la ciencia, el humanismo, el fútbol, el dinero, o la revolución socialista... ponga el lector los ejemplos que quiera. La enésima repetición de esta fábula se ha publicado estos días en el diario EL PAÍS, en un artículo de Juan Arnau Navarro (¿En qué creen los ateos?, 27-4-2019) que repasa unas cuantas publicaciones recientes sobre la historia del ateísmo. Por desgracia, no por más veces repetido posee aquel argumento mayor validez.

Naturalmente, entre las personas y movimientos a los que podemos razonablemente llamar “ateos” hay, como en todo conjunto de seres humanos, para todos los gustos, y algunos, o muchos, ateos habrá habido que hayan reemplazado su creencia en dios por otras creencias casi tanto o igual de delirantes (sin ir más lejos, pensemos en algunos defensores contemporáneos de lo que se ha venido en denominar “transhumanismo”). Pero que una creencia sea delirante no la convierte de por sí en religiosa, ni su adopción tiene por qué haber sido causada por la necesidad de sustituir otras creencias de similar calado. Por decirlo con brevedad: las sociedades avanzadas nos muestran sin asomo de duda que lo religioso es algo de lo que grandes masas de seres humanos podemos sencillamente prescindir.

La humanidad ha sido mayoritariamente creyente, lo cual no tiene por qué significar que la existencia de la religión se deba a que cumple una función vital

Es conveniente, en estas discusiones, dar a nuestras palabras significados lo más concretos posibles, para evitar ambigüedades desde las que se pueda probar lo que a uno se le antoje. Restrinjo, por lo tanto, el significado del término “religión” a aquellas creencias (y sus prácticas asociadas) según las cuales el cosmos, la historia y la existencia humana responden a algún tipo de sentido moral trascendente. Ser ateo, o no creyente, consistirá, por tanto, nada más que en el hecho de no tener tales creencias, bien porque uno las haya tenido en algún momento de su vida y las haya abandonado (a veces como a un amigo que te traicionó, pero más a menudo como esa ropa con la que has dejado de gustarte), o bien, algo cada vez más frecuente, porque nunca se ha planteado tenerlas.

La humanidad, desde que podemos intuir o constatar, ha sido mayoritariamente creyente, lo cual no tiene por qué significar que la existencia de la religión se deba a que cumple una función vital; tal vez se trata solo de un tipo de ideas y actividades para las que nuestro cerebro siente una atracción especial bajo determinadas circunstancias, por causas distintas a los posibles beneficios derivables de la religión (muy dudosos en términos netos, si contamos al mismo tiempo los problemas y desgracias que las religiones han causado), de modo semejante a como la nicotina nos produce una fuerte adicción pese a que nuestro linaje evolucionó durante millones de años sin contacto alguno con plantas que la produjeran. Ciertos cambios sociales pueden muy bien llevar, y de hecho están llevando, a que ese “opio del pueblo” deje de resultar tan seductor para cientos de millones de personas como lo fue para sus antepasados.

El problema es, seguramente, que algunas personas siguen creyendo tan firmemente en su religión, siguen experimentando tan profundamente la fuente de sentido y de misterio con la que esta “ilumina” sus vidas, que les resulta incomprensible que tantos otros podamos, sin más, prescindir de tal experiencia sin la menor dificultad, sin que por ello nuestras vidas sean más vacías, y sin que tengamos la urgencia de “sustituir” la fe religiosa por otro tipo de alucinaciones. Esto es un “problema” meramente dialéctico, claro; más grave resulta cuando la incomprensión hacia el ateísmo conduce a que las leyes, o las costumbres, consideren de facto que lo religioso (que en una sociedad democrática tendría que ser solo una opción personal) es una fuente de derechos a los que los no creyentes no podemos aspirar en la práctica, o, a menudo, una cierta prueba de superioridad moral y a veces hasta intelectual. Distorsionar la percepción de los ateos como “creyentes que se creen no serlo”, o como simples aprendices de brujo capaces de cualquier delirio destructivo por habernos alejado del misterio profundo del ser y del sentido, tan solo contribuye a ralentizar el necesario progreso hacia una sociedad de ciudadanos libres.

Jesús Zamora Bonilla es catedrático de Filosofía de la Ciencia, y decano de la Facultad de Filosofía de la UNED.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_