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‘El malvado Carabel’, pusilánime por partida triple

Aparecen en un único volumen los guiones de las películas de Edgar Neville y Fernando Fernán-Gómez que adaptaron la novela del gallego, y la versión gráfica de Mingote publicada en ‘La Codorniz’

Página de la novela gráfica de Mingote a partir de 'El malvado Carabel'.
Página de la novela gráfica de Mingote a partir de 'El malvado Carabel'.
Javier Ocaña

El clásico pánfilo español. El pusilánime que se deja llevar resignadamente por su destino y por su sufrimiento, incapaz de alzar la cabeza ante los abusos de sus jefes, ante las vejaciones y los infortunios de la vida. Ese era Amaro Carabel, personaje de ficción inspirado en la realidad del año 1931, y aún reconocible en la España contemporánea de la crisis económica y el paro, al que retrató el escritor gallego Wenceslao Fernández Flórez (1885-1964) en su novela El malvado Carabel. Un éxito instantáneo de uno de los maestros del humorismo, el de la ironía y el sarcasmo, que regresa casi un siglo después a través de un monumental volumen publicado por su fundación y la editorial Vía Láctea, y que incluye los guiones originales mecanografiados de las dos adaptaciones cinematográficas españolas de la novela, de Edgar Neville y Fernando Fernán-Gómez, personalidades fundamentales en nuestra cultura del siglo XX; la versión en novela gráfica de Antonio Mingote, publicada por entregas en la mítica revista La Codorniz a lo largo del año 1953; además de un DVD con la película de Fernán-Gómez, de 1955, y un extra muy especial, con un par de secuencias de la desgraciadamente desaparecida en su totalidad versión de Neville, y artículos de diversos especialistas en la obra de Fernández Flórez, entre ellos, Héctor Paz Otero, profesor del departamento de Sociología y Ciencias de la Comunicación de la Universidad de A Coruña, y José Luis Castro de Paz, historiador del cine.

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La importancia de la publicación es máxima en variadas vertientes, sobre todo por la recuperación de la versión gráfica de Mingote, y por el guion de la de Neville, firmado junto a W. Francisco, única forma hoy en día de acercarse a una película filmada durante la II República, en 1935, interpretada por Antonio Vico, el inolvidable protagonista de Mi tío Jacinto, y que, aunque solo sea por los apenas siete minutos de celuloide que se conservan y por la lectura del libreto, se antoja como una de las más catastróficas pérdidas del patrimonio fílmico español.

“Es usted bueno porque no sirve para lo contrario”, le dicen al protagonista en la novela, frenando sus impulsos de transformación en uno de los muchos trepas que le rodean, en un ladrón como los que le vejan cada día. El malvado Carabel es una obra sobre el descontento y sobre la imposible rebelión. Como dice Paz Otero, su protagonista es “un individuo desamparado por la ferocidad del sistema”, falto de iniciativa, gris trabajador de una sucursal bancaria, que, como el bandido Fendetestas de El bosque animado, la novela más conocida de Fernández Flórez en la actualidad, se levanta inútilmente contra el sistema con un impostado nuevo oficio de atracador para el que no sirve y con el que acaba haciendo prácticamente el ridículo. “Desde muy joven, el autor emprendió una dura y larga batalla contra el caciquismo con el arma que mejor esgrimía: la pluma”, afirma Otero sobre el escritor gallego, y, leída hoy la novela, no son pocos los indicios de clarividencia respecto de una situación social y laboral que se antoja de plena actualidad. Como esos absurdos domingos de confraternización deportiva en el campo, entre los trabajadores de la Casa de Banca Aznar y Bofarull de la novela, a la manera de las estrategias laborales de distensión en fin de semana de las más modernas empresas: “Ni uno solo de los 38 empleados que avanzaban ahora por la paramera hubiese titubeado un instante en permanecer en el lecho si les fuese permitido elegir”. O como su descripción del paro tras el injusto despido del protagonista: “Pedí en muchos sitios y en el tono más implorante. Nada hallé. Hace tiempo que conozco el rebullir de esa cólera que nace en el corazón del hombre (…). Yo sé trabajar y quiero trabajar”.

Referente básico de la llamada Otra Generación del 27, la del humor, de la que formó parte Neville, el autor de novelas como El hombre que se quiso matar y Huella de luz, también llevadas al cine en magníficas versiones dirigidas por Rafael Gil, Fernández Flórez fue un escritor de compleja personalidad literaria y política que, según Castro de Paz, podría definirse como la de “un progresista conservador”. Un hombre que llegó a refugiarse en la embajada holandesa en Madrid en 1936, ante el temor de que los milicianos lo capturasen para darle el paseo, que después escribió contra la República y que convivió con naturalidad con el régimen franquista, pero que como dice Castro de Paz, al mismo tiempo era “agnóstico, antimilitarista, contrario a la idea de patria, y defensor del aborto y del amor libre”. En palabras de Fernán-Gómez y Eduardo Haro Tecglen, “un hombre de derechas que escribía novelas de izquierdas”.

Un autor que concibió un personaje apocado que, ante su inminente matrimonio, se atrevía a pedir un aumento de sueldo y, como consecuencia de ello, recibía esta respuesta de sus jefes: “Ahora, si es usted un joven revolucionario… Un promotor de huelgas…”. Con más cambios en la versión de Neville, sobre todo en su desenlace, que en las más fieles de Fernán-Gómez (con la colaboración de Manuel Suárez-Caso) y de Mingote, todos coinciden, sin embargo, en este desternillante y cruel momento de vejación laboral. El sufrido por un trabajador con la inconsciencia de un autómata que, desesperado, decidió convertirse en algo para lo que no había nacido: en un malvado, en un ladrón, en un arribista.

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Javier Ocaña
Crítico de cine de EL PAÍS desde 2003. Profesor de cine para la Junta de Colegios Mayores de Madrid. Colaborador de 'Hoy por hoy', en la SER y de 'Historia de nuestro cine', en La2 de TVE. Autor de 'De Blancanieves a Kurosawa: La aventura de ver cine con los hijos'. Una vida disfrutando de las películas; media vida intentando desentrañar su arte.

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