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La sombra de Beyeler

Al mítico coleccionista de arte le horrorizaba la idea de que pudiéramos estar viajando hacia un mundo sin espíritu

Enrique Vila-Matas
El coleccionista de arte Ernst Bayeler, en una imagen sin datar.
El coleccionista de arte Ernst Bayeler, en una imagen sin datar. Reuters

Giacometti convive estos días con su admirado Velázquez en la galería central del Prado, pero los de siempre siguen creyendo que el arte contemporáneo es asunto de zombis y frikis y de pirámides de ladrillos levantadas por seres inútiles. Da igual. Eso no quita que Giacometti siga ahí en la galería central, cargando tras de sí con una ya larga y fascinante experiencia en diálogos con otros artistas. Sin ir más lejos, hará sólo unos meses su obra dialogaba en la Fundación Beyeler, por segunda vez en pocos años, con la de Francis Bacon. Giacometti parece ya un veterano en los cruces con otros grandes autores, y quizás eso contribuya a aumentar la corriente de vivacidad, de frescura, que nos envuelve en la galería central del Prado cuando dejamos que nuestra inteligencia se divierta y simule no saber ya qué le pertenece a él y qué a Velázquez, y aún menos de donde surge tanta vida.

Y tanta humanidad. Porque lo que puede allí verse es un perfecto ejemplo de convivencia —deseable sería poder trasladarlo a la vida política— y un bien trabajado concepto de naturalidad que se diría que comparten con sumo gusto los dos artistas y que nos va remitiendo al concepto de “frescura” que tanto significara para Ernst Beyeler (1921-2010), el mítico coleccionista de arte y creador de Art Basel y a su vez de la activa fundación que en Basilea lleva su apellido.

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El gran Ernst Beyeler fue un hombre al que horrorizaba la sola idea de que pudiéramos estar ya viajando hacia un mundo sin espíritu y sintió como pocos el temor a que en el futuro no pueda seguir transmitiéndose la esencia del arte, es decir, “algo de todo eso que nos ha inspirado y que tan buenos resultados ha dado”; algo sobre lo que el propio Beyeler, al término de su libro de conversaciones con Christophe Mory —La pasión por el arte, editado por This Side Up—, se pregunta cómo deberíamos llamarlo.

“¿La belleza? No. ¿La armonía? No. ¿La frescura? Tal vez”. Esa duda cierra el libro con Beyeler, el libro de conversaciones con quien, con su tenacidad al proponer convivencias de artistas, ha sido en realidad el mayor instigador de los pasos que da estos días Giacometti por el Prado.

En La pasión por el arte destacan los momentos dedicados precisamente a esa sabiduría de “poner a dos artistas en diálogo”, que es lo que Beyeler probó también en tantas ocasiones, con Miró y Calder, o con Lichtenstein y Stella, y con tantos otros. “Siempre se producen sorpresas y una obra ilumina a la otra”, dice Beyeler, no ignorando, supongo, que las inevitables desigualdades entre los artistas que tantas veces él se atrevía a combinar podían ayudar también a ver el “otro lado” de las conexiones, ese otro lado tan atractivo como turbador, pues basta con reparar en el retrato salvaje que en el Soho de 1966 hizo Bacon de Isabel Rawsthorne y compararlo al mismo tiempo con la sublime cabeza de la misma Isabel en el dibujo de 1939 de Giacometti. Nada que ver entre una y otra, lo que, bien mirado, puede dejarnos bien inquietos, porque desmiente la ilusión de los puntos en común.

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