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XXIII FESTIVAL DE JEREZ
Crónica
Texto informativo con interpretación

El flamenco junta clasicismo y contemporaneidad

El festival de Jerez confirma la querencia de la nueva generación de artistas del género por la danza más actual

Sara Cano y Marco Flores durante el espectáculo 'Fase alterna'.
Sara Cano y Marco Flores durante el espectáculo 'Fase alterna'.JAVIER FERGO

La querencia de la nueva generación del baile flamenco por la danza contemporánea es cosa constatada. Su huella se percibe en obras en las que, más allá de lo que se pueda ver sobre las tablas, la presencia de sus profesionales consta en los créditos. La participación de la bailarina y coreógrafa Sara Cano en el nuevo espectáculo de Marco Flores, presentado en el festival de Jerez, se alinea en esta tendencia. Ella es el vórtice, alrededor del que gira el nuevo reto de un bailaor inquieto, que rechaza la comodidad. Con ella afronta el espectáculo en un paso a dos que parece no tener fin, lleno de cambios de ritmos y mezcla de lenguajes en una permanente oposición de contrarios que se atraen y se rechazan. El tempo languidece por momentos. De repente, sube de intensidad. Los planos se intercambian o superponen. Los cantes entran y salen, se suceden en la misma línea discontinua de un baile al que asisten, aunque en algunos momentos simulen no acompañarlo. Todo como parte de un supuesto juego de contrastes en el que queda espacio para la improvisación. Un trabajo de lectura tan compleja como abierta y que nunca pretende ser fácil.

Hay que fijarse en la ficha técnica para comprender que los papeles no están delimitados, que todos los participantes aparecen como "intérpretes". Los límites están difuminados de la misma forma que el lucimiento personal se diluye en aras de un trabajo grupal con algunas excepciones puntuales: la guitarra de Almarcha, impactante en la farruca, y el breve pero jugoso baile de Ana Romero, porque el trabajo al cante de Mercedes Cortés, encadenando estilos sin pausa, fue de esos que deben llevar a los artistas al límite de la extenuación. Quien acudiera para disfrutar del enjundioso baile de Marco, tuvo que esperar un buen rato. La elegancia de sus brazos, el giro de sus muñecas, el despliegue de los pies con la soltura que lo caracteriza, solo fueron destellos durante gran parte de la obra. Tuvo que pasar casi una hora para que llegaran las bulerías y, sobre todo, las cantiñas para reencontrarnos con él. Bailó las Variaciones Goldberg de Bach de forma tan percusiva como expresiva para, al final, protagonizar un diálogo dancístico, quizás, con su propia sombra proyectada.

Rubén Olmo (centro), durante su actuación en el festival.
Rubén Olmo (centro), durante su actuación en el festival.Javier Fergo

El bailarín Rubén Olmo reunió en su espectáculo en el festival todas sus referencias dancísticas: la de la danza clásica española en primer lugar, como gran madre que puede acoger en su seno manifestaciones como el flamenco o el folclor pasando por la escuela bolera. También incluyó otras más cercanas, las que van de los maestros a los compañeros e, incluso, a los discípulos. Los primeros no se nombran, pero están implícitos (Linares o Azorín). De los segundos, toma coreografías expresamente creadas para él, como es el caso de Israel Galván y Estévez&Paños. A dos antiguos alumnos —Eduardo Leal y Patricia Guerrero— los deja volar para que muestren unas creaciones propias que él comparte con ellos en igualdad. Tres pasos a dos muy distintos en su concepción y ejecución. Pero, sobre todo, la gran referencia a la que se acoge Rubén es él mismo: su propia danza y su propia estética, que es lo que termina por otorgar unidad a todas las piezas reunidas en una obra que trata de ser una reflexión sobre la vida del artista y las horas transcurridas frente a la barra y el espejo, que él quiere compartir con su público.

Olmo reconoce que esta es su obra más intimista, y no lo es solo por los contenidos seleccionados, que en algunos casos provienen de otras obras, sino por el tratamiento que reciben dentro de un espectáculo que se muestra cuidado y fluido hasta en las transiciones musicales, con una banda que crea las necesarias atmósferas para cada pieza. El primer paso a dos con Leal transmite delicadeza y pausa, una de las constantes de la obra que, no obstante, tuvo su momento de excepción en el baile del taranto seguido de unos vivos tangos, el momento flamenco del espectáculo. Fue grato reconocer la huela de Galván, el tono humorístico y las geometrías que lo identifican en su Falsa Farruca. También fue perceptible la renovación estética que Estévez y Paños aportan al género en la interpretación de las Sonatas del Padre Soler. Rubén se muestra dúctil con esas propuestas a la vez que las hace suyas. De la misma manera que se acopla al diseño del paso a dos que le propone la joven Guerrero, obligadamente fresco. Una muestra más de la elegancia que preside la obra toda. El broche final, la espectacular Danza del mantón, de su obra Tranquilo Alboroto, con esas formas que simulan extraños pájaros, además de un regalo, se antoja como un ejercicio de reivindicación de una escuela, la española, y una estética, la suya.

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