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Universos paralelos
Columna
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Michael Caine cree en Dios

Coloquialmente, podríamos afirmar que el actor londinense nació con una flor en el culo

Michael Caine, en una imagen de 1965.
Michael Caine, en una imagen de 1965. Stephan C Archetti (Getty Images)
Diego A. Manrique
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Dos curiosidades particulares me llevan a devorar la nueva autobiografía de Michael Caine, La gran vida (Fulgencio Pimentel, Logroño, 2019). Primero, la naturaleza exacta de la relación de Michael con el jazz: su nombre figuraba entre los promotores de Jazz FM en 1990, que sigue activa y se vende como la única emisora británica consagrada a esa música. Lo segundo, la razón de que un actor tan cosmopolita se manifestara a favor del Brexit.

Michael Caine en 'Alfie', en 1966.
Michael Caine en 'Alfie', en 1966.PARAMOUNT PICTURES

Bien, de lo segundo no hay trazas en el texto. Lógico: el libro se publicó originalmente en 2010. Pero encontramos suficientes razones para afirmar que Caine es más inglés que el sándwich de pepino. Aunque ejerció de exiliado fiscal en los años setenta, cuando los impuestos en el Reino Unido alcanzaron el 83%, regresó luego a su país, donde reside excepto durante los meses invernales, que se acoge al clima de Miami. En La gran vida no habla de tan viscosos asuntos: pocos años después, fue atrapado —junto con otras estrellas— en un fondo de inversión que, dicen, pretendía evadir pagos a Hacienda.

Tampoco se menciona al jazz, aunque sí comenta sus abundantes aventuras en negocios de restauración. El único jazzman citado es Quincy Jones: resulta que nacieron en la misma fecha (14 de marzo de 1933) y han celebrado conjuntamente algún cumpleaños. Supongo que la identificación de Caine con el jazz es un espejismo derivado de la (excelente) banda sonora de Sonny Rollins para Alfie, uno de sus primeros éxitos. Un papel que le facilitó muchas conquistas y le sacó de situaciones apuradas.

Michael vivió a fondo el swinging London y aquí evoca alguna gamberrada de John Lennon. Entre los miembros de su pandilla, los Mayfair Orphans, estaba el productor Mickie Most, que le aprovisionaba de discos y entradas para conciertos. Pero el pop no era lo suyo y se cuelan algunos deslices (no existían los Beatles en 1959). En realidad, prefería vocalistas como Edith Piaf, Shirley Bassey, Judy Garland y hasta Marilyn Monroe. Sin olvidar a Frank Sinatra, que le trató de una manera excepcionalmente cariñosa cuando aterrizó en Hollywood (aunque también vigiló para que, ejem, no intimara excesivamente con su hija Nancy).

La clave: Michael caía bien, se mostraba agudo, ponía pocas pegas a la hora de trabajar. Como resume, “para lograr algo lo único que necesitas es suerte, oportunidades y a Dios de tu lado. He tenido suerte —no me mataron en la Guerra de Corea y sobreviví a la malaria—, he tenido oportunidades —los años sesenta dieron opciones a los que veníamos de la clase obrera— y en lo tocante a Dios, un periodista me preguntó si creía en él y contesté: '¡Tú también creerías en él si hubieras vivido lo que yo!”.

La simpatía por el personaje y la admiración por su trabajo, no obstante, obligan a exigirle más, Verán: Michael ya escribió otra chispeante autobiografía, Mi vida y yo, aquí traducida en 1993. El presente tomo está actualizado, cubriendo su recuperación comercial a partir de 1999, con su segundo Oscar (por Las normas de la casa de la sidra) y el papel principal en El americano impasible, sin olvidar sus memorables apariciones en la saga de Batman.

Todo se cuenta aquí con su habitual descaro. Prácticamente no hay página sin su anécdota sabrosa o algún alucinante encuentro con veteranos. Inolvidables los consejos de John Wayne para triunfar en Hollywood: “Habla bajo, habla lento y no hables mucho". Pero la fórmula flaquea según avanza La gran vida: se reiteran detalles y aparecen rellenos descarados: recetas de cocina, crónicas de viajes, listados de películas favoritas. ¿Nadie lo ha revisado? Puede que incluso en una firma tan prestigiosa como Hodder & Stoughton también hayan desaparecido los editores dignos de ese nombre.

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