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Edith Cavell, la heroína de la Primera Guerra Mundial que murió ajusticiada

Pionera de la enfermería moderna, dedicó su corta vida a curar heridas y a salvar a más 200 soldados, a los que ayudó a huir antes de ser acusada de espía

Edith Cavell (1865 - 1915) enfermera británica condenada a muerte y ejecutada por un pelotón de fusilamiento alemán.
Edith Cavell (1865 - 1915) enfermera británica condenada a muerte y ejecutada por un pelotón de fusilamiento alemán.Getty Images
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Edith Cavell entendió que debía poner su talento profesional y sus convicciones religiosas al servicio de la justicia y de la paz. Así fue como pasó a la historia como una heroína por ejercer su profesión de enfermera para curar las heridas de los soldados durante la Primera Guerra Mundial, pero sobre todo por salvar a más de doscientos de ellos del bando aliado y ayudarlos a huir de la Bélgica ocupada por los alemanes.

Cavell tuvo, sin embargo, poco tiempo para demostrar su valía como enfermera y su categoría humana para ayudar siempre al prójimo, ya que a pesar de ser formada por los mejores sanitarios de la época, murió demasiado joven, sin haber cumplido medio siglo de vida. Tras su detención, acusada de espía y de alta traición, se mostró siempre tranquila y nunca se defendió, muriendo fusilada a pesar de las presiones internacionales para detener su condena.

“La guerra no es una aventura; es una enfermedad”, dijo Antoine de Saint-Exupery, coetáneo de Cavell. Para ella, consciente de que en una contienda siempre hay mucho más que perder, el enfrentamiento bélico se convirtió en la oportunidad de salvar la vida de soldados ingleses, franceses y belgas, prisioneros huidos, heridos o pilotos abatidos, y de ayudarlos a huir de la Bélgica ocupada por los alemanes. Su muerte por fusilamiento la hizo famosa y pasó a convertirse en un icono de la causa aliada, recordada principalmente por su valentía para enfrentarse a la ejecución con ecuanimidad con su frase “El patriotismo no es suficiente” y que elevó casi a la categoría de leyenda el final trágico que se le presupone a todo héroe.

Edith Cavell nació el 4 de diciembre de 1865, en la localidad de Swardestone, condado de Norfolk (Inglaterra). Fue la mayor de cuatro hijos del matrimonio formado por el reverendo anglicano Frederick Cavell y su esposa. Desde muy pequeña, la vida en un ambiente humilde le enseñó la importancia de ayudar a los más necesitados y siempre que podía ayudaba a su padre a recolectar dinero para los más pobres.

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Desde niña Edith destacó en el dibujo y en la pintura, así que aprovechó ese talento para pintar cuadros de flores y pájaros que luego vendió y con los que consiguió el dinero necesario para formar escuela dominical en la iglesia donde su padre era reverendo.

Con 25 años empezó a viajar por Europa y a desempeñar diferentes trabajos: en Bélgica fue institutriz para los hijos de una familia de origen francés y más tarde en Austria conoció un hospital gratuito donde los enfermos eran atendidos sin tener que pagar nada. Este hecho impresionó tanto a la joven Edith que la marcó para toda su vida y despertó su vocación definitiva.

En 1895 tuvo que regresar a Inglaterra de manera precipitada para cuidar a su padre, que había enfermado de gravedad, pero cuando se recuperó decidió ingresar en el Hospital de Londres para formarse como enfermera. En él, Edith tuvo la oportunidad de ser alumna de Eva Lucke, quien en ese momento tenía la fama de ser la mejor matrona de la ciudad.

Cavell viajó de nuevo a Bruselas en 1907 y empezó a trabajar como matrona en una Escuela de Enfermería, compaginando su trabajo de enfermera con el de asistenta en los partos. Gracias a su diligencia y profesionalidad trabajó en diversos hospitales y también tuvo tiempo para dedicarse a la educación dando clases en varias escuelas de enfermería. Incluso llegó a editar en 1910 una revista, ‘La enfermera’, para que el sector pudiera compartir sus conocimientos, documentando buenas prácticas de enfermería. Dentro del gremio sanitario, Edith Cavell se había convertido en una de las pioneras de la enfermería moderna y era admirada y respetada por el resto de médicos y enfermeras.

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El doctor Antoine Depage, famoso cirujano belga y presidente de Cruz Roja en aquel país, la contrató para convertirla en enfermera jefe del Instituto Berkendael y poco más tarde fundó la Escuela belga de Enfermeras Graduadas, confiándole la dirección a Cavell.

Cuando en 1914 estalla la Primera Guerra Mundial, Edith Cavell estaba en Inglaterra visitando a su madre. Al enterarse de la noticia regresó a Bruselas para incorporarse a su puesto de trabajo. Por fortuna, tanto el hospital como la escuela para los que trabajaba se encontraban bajo el control de Cruz Roja. Unos meses después, en noviembre, Alemania invadió Bélgica y ordenó que “todos los heridos peligrosos o sospechosos” fueran sacados del hospital. Desde ese momento, Edith se dedicó no solo a curar a los soldados aliados sino a ayudarlos a escapar de la zona ocupada hacia los Países Bajos, país neutral, gracias a una red de evasión organizada y que violaba la ley militar impuesta por los alemanes.

Muchos soldados británicos se habían quedado rezagados en la retirada de las fuerzas aliadas y estaban atrapados en Bruselas. Cavell decidió ayudarlos ocultándolos en el hospital y en casas de seguridad, incluida la suya, en Bélgica. Desde estas casas seguras, alrededor de 200 militares británicos, franceses y belgas pudieron escapar a Holanda mientras ella continuaba actuando como enfermera y atendiendo a soldados heridos tanto del bando alemán como del aliado.

El ejército alemán había amenazado con castigos estrictos a cualquier persona que se descubriera que estaba “ayudando e instigando al enemigo”. Sin embargo, a pesar del gobierno militar, Cavell siguió ayudando y logró su propósito durante diez meses, cuando fue considerada sospechosa de ayudar a los aliados por sus opiniones en público sobre la injusticia de la ocupación.

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Un espía alemán infiltrado descubrió la red de evasión, que fue neutralizada y acabó con la detención de varias personas, entre ellas Edith Cavell, arrestada el 3 de agosto de 1915 y encarcelada en la prisión de Saint-Gilles. En su interrogatorio no trató de defenderse y solo dijo en su defensa que se sentía obligada a ayudar a las personas necesitadas.

Los juicios a los integrantes de la red tuvieron lugar el 7 y el 8 de octubre de 1915. Edith Cavell admitió los cargos y no hizo uso de la palabra para defenderse. El 11 de octubre fue condenada a muerte por el tribunal militar alemán que la juzgó y la declaró culpable de traición. La condena sorprendió a muchos observadores internacionales dada la honestidad de Cavell y el hecho de que había salvado muchas vidas como enfermera, tanto aliadas como alemanas.

Tanto el asesor legal de la embajada estadounidense, Hugh Gibson, como el embajador de España, Rodrigo de Saavedra, pidieron al Alto Mando alemán la conmutación de la pena o al menos su aplazamiento, y durante toda la noche del 11 de octubre intentaron conseguir el máximo de apoyos internacionales aunque con poco éxito. El ministro de Estados Unidos advirtió incluso a los alemanes de que la ejecución de la enfermera dañaría más aún la ya mala reputación de Alemania y sería vista como una injusticia a los ojos del mundo.

Para acabar con las presiones internacionales, los alemanes decidieron ejecutar la sentencia y Cavell fue fusilada en la madrugada del 12 de octubre en un terreno militar y junto a otros belgas condenados por causas similares. Tenía 49 años. La noche antes de su ejecución fue visitada por el reverendo Stirling Gahan, un capellán anglicano, que grabó su última conversación, en la que pronunció dos frases que reflejan su entereza a la hora de afrontar la muerte: “El patriotismo no es suficiente y no debo tener odio ni amargura hacia nadie” y “he visto la muerte tan a menudo que no es algo extraño ni temeroso para mí”.

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En su última noche con vida, Edith Cavell también escribió a sus compañeras enfermeras a modo de legado: “Les he dicho que la devoción les dará verdadera felicidad, y el pensamiento que han hecho, ante Dios y ustedes mismos, su deber completo y con un buen corazón serán su mayor apoyo en los momentos difíciles de la vida”. El famoso poeta alemán Gottfried Benn, que era el médico militar de la prisión de Saint-Gilles, presenció y certificó su muerte, y escribió que nunca había conocido una mujer con tanto valor: “¿Cómo debe juzgarse el fusilamiento de Edith Cavell? Entró en la guerra y la guerra la destruyó”.

Según reconoció después un oficial del Estado Mayor alemán, la muerte de Edith “fue uno de nuestros mayores errores. No pudimos concebir una acción más impopular”. Su ejecución fue ampliamente difundida en los medios británicos y estadounidenses, mostrándose como una evidencia más de la brutalidad y la injusticia alemanas. Cavell fue representada como una figura heroica e inocente que se mantuvo firme en su fe cristiana y en su disposición a morir por su país, siendo después utilizada en numerosas ocasiones como propaganda para que su ejemplo animara a más hombres a alistarse en el ejército.

Pero su muerte no solo supuso una pésima imagen para Alemania, sino que el trato que sufrió por parte de los militares alemanes desempeñó un papel importante en la formación de la opinión pública estadounidense y facilitó la entrada de Estados Unidos en la guerra en 1917.

En mayo de 1919, una vez finalizada la guerra, el cuerpo de Edith Cavell fue trasladado desde la tumba en la que fue enterrado en uno de los costados de la cárcel de Saint-Gilles, en Bruselas, a Londres, escoltado por un destacamento de tropas británicas y aclamado por miles de personas que acompañaron la comitiva en ambos países. Tras el funeral de estado en la Abadía de Westminster, al que asistió incluso la familia real, el féretro fue trasladado por tren a Norwich, donde reposa en una zona llamada Life’s Green junto a la catedral.

La Iglesia de Inglaterra dedica el 12 de octubre a la memoria de Edith Cavell, conmemorando su vida y su sacrificio, y cuenta con numerosos monumentos en varias ciudades que recuerdan la heroicidad de salvar vidas en tiempos de guerra. Su legado de esfuerzo, justicia y compasión continúan son un ejemplo permanente para todos los sanitarios, en especial para los que desarrollan su trabajo en medio de una guerra.

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