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Orhan Pamuk, el turco impaciente que busca ser feliz

El Nobel de Literatura inaugura el salón literario de la FIL

Juan Cruz
Orhan Pamuk y Jorge Volpi durante la apertura del salon literario en el marco de la feria del libro de Guadalajara.
Orhan Pamuk y Jorge Volpi durante la apertura del salon literario en el marco de la feria del libro de Guadalajara. Leonardo Álvarez (El País)

Orhan Pamuk es premio Nobel, tiene 66 años, alberga razones para sentirse triste (su país, donde encarcelan a los que quieren practicar la libertad de expresión), pero busca la felicidad. Con ahínco. A través de la escritura. Su familia lo quiso pintor o arquitecto, pero se rebeló, quiso que su imaginación fuera directamente del cerebro a la pluma, y así ha escrito libros en los que ocurren cosas extraordinarias que parecen simples en entorno difíciles, oscuros o tristes.

Su última novela es La mujer del pelo rojo (Literatura Random House), y antes publicó dos obras consideradas maestras de su imaginación y de su memoria, los elementos que conforman el bagaje de su escritura. Esas obras fueron Estambul y El Museo de la Inocencia, quizá la más importante de sus creaciones.

Pamuk habló de estas cosas en la segunda mañana de la FIL, en un auditorio abarrotado y no siempre en silencio, lo que causó malestar en el escritor, de natural suave e incluso ingenuo y sentimental, como se define en uno de sus libros. Mientras lo presentaba el presidente de la FIL, Raúl Padilla, él se entretenía grabando en vídeo a la audiencia, entre la que se sentaba su compañera, Aisle, a la que dedica su última novela. Fue Jorge Volpi, su colega mexicano, el encargado de hacerlo hablar en una entrevista que se centró en la felicidad como asunto que persigue, la materia que lo pone a escribir. Su intervención fue la apertura del Salón Literario Carlos Fuentes que la FIl dedica desde hace algunos años a uno de sus más activos protagonistas. Fue Silvia Lemus, su viuda, la que agasajó al Nobel con el emblema que distingue a los que hayan intervenido en esta cátedra anual.

Él no se considera un escritor de Estambul, “pero lo soy, la gente me considera así”

Pamuk habló, con entusiasmo a veces y enrabietado por el ruido de parte del público, de lo que lo ha llevado a la escritura. Él no necesita ser un escritor feliz, pero sí una persona feliz. De niño fue adiestrado a estar solo en su habitación, y eso podía haber sido posible como pintor y lo ha sido de hecho como escritor. No confió nunca en la inspiración, porque la escritura se hace como los puentes, piedra a piedra; frente a la inspiración él opone “testarudez, paciencia, trabajo. Y soy muy impaciente”. En sus primeros libros, cerca aun de su infancia llena de historias, está esa edad inaugural de la vida, sus amigos, sus parientes, sus vecinos. Y está, claro, Estambul. Él no se considera un escritor de Estambul, “pero lo soy, la gente me considera así”. Para llegar a ser un escritor que tiene en cuenta lo local pero que aspira a lo universal tuvo una ayuda inestimable en el boom latinoamericano, especialmente en Juan Rulfo y en Gabriel García Márquez, que, como él hizo con Estambul, llegaron a la abstracción de los lugares partiendo de lugares realmente existentes. A esos escritores unió, ante el agrado de la audiencia mexicana, los nombres de Carlos Fuentes y Octavio Paz.

Hay más antecedentes en su escritura. Están Jorge Luis Borges e Italo Calvino. Ellos lo llevaron a los clásicos. Borges, en concreto, me enseñó a imaginar la literatura como una mística y a usar en la era moderna viejas historias que forman la metáfora de nuevas escrituras”. La muerte de Artemio Cruz de Fuentes y las obras de García Márquez y de Vargas Llosa completan, en parte, su educación literaria atravesada por nombres en español. “El boom me explicó que podía ser universal y local a la vez”. De Vladimir Nabokov aprendió “acrobacias”, y son imprescindibles en su mochila Tolstoi, Dostoievski, Proust y Thomas Mann.

El asunto que lo entristece es uno insoslayable: “el de Turquía, sin libertad de expresión no hay democracia; en mi país se encarcela por miles a escritores, a periodistas”. Eso lo perturba, lo hace un hombre infeliz. Escribir le contenta. Escribe, dijo iniciando una retahíla de razones para hacerlo, “porque quiero leer libros que me hubiera gustado escribir; porque mi religión es la literatura, y no ninguna otra; porque me gusta ser leído; porque creo en la inmortalidad de las librerías; porque quiero escapar de mis sueños; porque nunca me las arreglo para ser feliz”.

“Ser feliz es llevar una vida plena”. Él la siente en el cuarto, solo, “me preparé para estar así desde mi infancia”. La felicidad es cumplir con una serie de valores, entre ellos “el sexo, el dinero, la familia, el patriotismo la armonía, la jerarquía…” Cuando se pone a escribir es consciente de que una novela no depende de un hecho, sino de todos los componentes que le vienen a visitar a ese cuarto solitario. Para cuando dijo todo esto el ruido de la sala, para contento de Pamuk, había amainado.

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