La casa de los corazones rotos

Valiente, alta, honda poesía en 'El temps que estiguem junts', la nueva obra de Pablo Messiez

Un momento de la representación de 'El temps que estiguem junts'.

Otra leyenda en la esquina del tiempo, otra historia de fantasmas desolados, o afantasmándose. Tras Todo el tiempo del mundo, Pablo Messiez ha escrito y dirigido El tiempo que estemos juntos, que Marc Artigau ha traducido al catalán (El temps que estiguem junts), y la Kompanyia Lliure está ofreciendo en el ...

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Otra leyenda en la esquina del tiempo, otra historia de fantasmas desolados, o afantasmándose. Tras Todo el tiempo del mundo, Pablo Messiez ha escrito y dirigido El tiempo que estemos juntos, que Marc Artigau ha traducido al catalán (El temps que estiguem junts), y la Kompanyia Lliure está ofreciendo en el Espai de Montjuïc. Quizás el texto sea excesivo, quizás le falten aún recortes y ajustes, pero relumbran pasajes hondos y bellísimos que recuerdan al Handke épico de Por los pueblos o El juego de las preguntas, la alta poesía de Jean Eustache en La maman et la putain, o al Philippe Garrel más desesperado. ¡Palabras mayores!

Los personajes llevan los nombres de los actores. Hay dos historias (que son muchas más) y dos tiempos, pasado y presente, en un mismo espacio. La historia de una pareja que se deshace (Clàudia Benito, Eduardo Lloveras): descubren que se alejan, que no ven lo mismo, que no sienten lo mismo, la barca del amor rompiéndose contra los escollos de la vida cotidiana. Y la historia de los inconsolables (Joan Amargòs, Quim Àvila, Raquel Ferri, Andrea Ros, Joan Solé, Júlia Truyol), gente herida que busca un lugar donde estar a salvo, compartir el silencio, los colores, los recuerdos que les hicieron felices y los desgarraron. Vuelve a resonar la voz de Quim, fragmentos de su monólogo programático: “Ese tiempo será distinto, nuestro y entero, y cuando vuelva el dolor que siempre vuelve, cuando otra vez nada rime con nada, lo compartiremos y será calmo porque estaremos juntos”. Niños perdidos jugando a ser niños de nuevo, buscando músicas sanadoras, aunque sea un momento, como golpes de brisa. Momentos mágicos: Joan Solé y Quim cantando y bailando Nao tenho medo da morte, de Gilberto Gil, o For me formidable, de Aznavour, o desatando, en un viejo disco, el vendaval de Tristán e Isolda.

Solé, que ha aprendido a consolarse diciendo: “No hay para tanto. Ni la belleza, ni el dolor, ni esa joya, ni esa historia, ni esa actriz, ni ese vino, ni esa playa, ni ese día, ni esa pena”, y su voz grave me recuerda a la de Serge Reggiani en Remboursez.

La obra aún está haciéndose, como una máquina viva, y va a crecer y ajustarse a medida que pasen los días, pero hay mucho que sentir y que aplaudir

Clàudia puede percibir las presencias del pasado, y su llanto como si fuera el de un bebé en el piso vecino, como tras la puerta condenada de aquel cuento de Cortázar. Ahora veo de nuevo a Raquel Ferri, puente entre los dos mundos, con todo el dolor en la cara, con la dulzura conmovedora de la joven Françoise Lebrun, y el encuentro entre Raquel y Clàudia es el mejor homenaje posible a Sarah Kane, porque hablan y sienten en la misma sintonía de la dramaturga. Me dolía la ansiedad de Clàudia, su necesidad de amor absoluto, contagiada por la casa y la pesadumbre de sus antiguos habitantes, pero es maravilloso cuando Eduardo Lloveras rompe a llorar al escucharla recitando un fragmento de Crave, que ella está ensayando, y la pieza de Kane tiene mucho que ver con la de Messiez, y el miedo de Raquel está muy cerca del miedo de Kane, ese es el puente, y tampoco puedo olvidar el fragmento en el que Raquel dice “¿Quién se interesa de verdad por aquel que no comprende?”, y muchas más cosas rebosantes de lucidez. Late también el monólogo de Andrea Ros evocando a su hija perdida (“Yo estuve en sus ojos y en sus manos, fuera del tiempo, y era hermoso: era el sentido”), clamando que le devuelvan el deseo. Más trallazos, palabras que regresan como olas furiosas. El monólogo de Joan Amargós (“Yo conocí el mejor amor del mundo, necesito que lo que venga ahora sea alegre, aunque sea una muerte”, y el pasaje de despedida de Eduardo, casi lorquiano, que enlaza con el de Andrea (“Y tus manos ya no están en tu rostro ni en el mío”). Y el de Quim, un Treplev eternamente adolescente: “Mientras yo esté en el verde, estaréis en lo oscuro”.

No se me ocurre otra forma de hablar de esta función y estas interpretaciones: intento atrapar crestas como si estuviera haciendo un tráiler para que vayan a verla. Diría también que el pasaje de la cena requiere poda, como el minutaje de la danza wagneriana, y que tal vez hay algunas frases ya sabidas en lo que dice Andrea sobre la soledad, y quizás el tono de Júlia Truyol está demasiado instalado en el enojo, aunque no olvidaré su estremecedor estallido final. Creo que El temps que estiguem junts todavía está haciéndose, como una máquina viva, y que va a crecer y ajustarse a medida que pasen los días, pero en la representación que vi la otra noche había mucho que sentir y mucho que aplaudir.

Otra recomendación en la cartelera barcelonesa: la preciosa, emotiva, intensa puesta de Sopa de pollastre amb ordi (Chicken Soup with Barley, 1958), de Arnold Wesker. Llàtzer Garcia y Ferran Utzet bordan la adaptación, que Utzet dirige con mano muy firme, en el Teatre de la Biblioteca (La Perla 29). Brillan Màrcia Cisteró, Maria Rodriguez, Pol López y Lluís Villanueva, muy bien secundados por Míriam Alamany, Ricard Farrè y Josep Sobrevals. En breve se lo cuento.

El temps que estiguem junts, escrita y dirigida por Pablo Messiez. Espai Lliure (Barcelona). Intérpretes: Joan Amargós, Quim Àvila, Clàudia Benito, Raquel Ferri, Eduardo Lloveras, Andrea Ros, Joan Solé, Júlia Truyol. Hasta el 11 de marzo.

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