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Columna
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Otro Zuloaga

Nos parecía un pintor como de almanaque de anuncio de polvorones o de coñac, como de estampa de folclorismo a lo Romero de Torres

Antonio Muñoz Molina
Retrato de Mademoiselle Valentine Dethomas, de Zuloaga.
Retrato de Mademoiselle Valentine Dethomas, de Zuloaga.

Cuando yo era muy joven, recién salido de la Facultad, los cuadros de Ignacio Zuloaga no podían gustarme. Los aficionados al arte moderno, los aspirantes a estudiosos, nos habíamos educado en una idea evolutiva y lineal de la pintura, que empezaba en Cézanne, seguía con Picasso y el cubismo, luego los surrealistas, después la abstracción. Hasta el arte pop ofrecía serias dudas, porque al fin y al cabo era una vuelta a la representación de lo visible, que los teóricos del expresionismo abstracto americano habían proscrito. Igual que en la historia se sucedían necesariamente periodos determinados por los modos de producción y las relaciones de clase, en el arte unas escuelas engendraban otras, según una dirección inevitable, como la de la evolución de las especies. Todo artista que se quedara al margen de la línea inflexible de la evolución estaba condenado al descrédito y por supuesto al olvido, a un basurero estético que sería como un gran solar de desguace y chatarras. Al pobre Willem de Kooning, el crítico y gran inquisidor Clement Greenberg, que hasta entonces lo había celebrado, lo expulsó del escalafón de los justos cuando a principios de los años cincuenta volvió a pintar figuras reconocibles de mujeres.

Cualquier pintor de las primeras décadas del siglo XX que no hubiera acatado la ortodoxia del cubismo, del surrealismo o del expresionismo abstracto lo teníamos prohibido los aspirantes a enterados, los pedantes precoces que desde nuestra pura ignorancia mirábamos por encima del hombro lo mismo a Bonnard que a Edward Hopper, a Lucian Freud, a Balthus, a una gran parte de la mejor pintura del siglo. Quién iba a admirar a Sorolla, a López Mezquita, a Zuloaga, a Antonio López García. A Solana se le reconocía si acaso el atractivo de lo esperpéntico. Recién licenciados que no habíamos dado un palo al agua, ni muestras de ningún talento, nos podíamos sentir parte del círculo de los entendidos mencionando con un diminutivo de condescendencia, y de familiaridad ridícula, a “Antoñito López”.

En cuanto a Zuloaga, era lo peor. Nos parecía un pintor como de almanaque de anuncio de polvorones o de coñac, como de estampa de folclorismo tiznado y truculento a lo Romero de Torres. Picasso había inventado el cubismo, había pintado el Guernica, había sido comunista, había muerto en el exilio. Zuloaga era culpable de un retrato oficial del generalísimo Franco.

El año 1982, en la plena exaltación de estar empezando a escribir para un periódico, fui a hacer la crónica de una exposición de Zuloaga en Granada. Iba audazmente dispuesto a ensañarme con ella. Estaba tan seguro de lo que iba a escribir que habría podido hacerlo sin tomarme la molestia de mirar los cuadros. Con alarma primero, luego con contrariedad, por fin casi con resignación, descubrí que una gran parte de la pintura de Zuloaga me gustaba mucho, y me obligaba a apreciar cosas para las que no había cabida en mi catecismo estético de entonces: la maestría del dibujo, por ejemplo, con su mezcla de solvencia técnica y de libertad expresiva, la capacidad de presencia de las figuras en sus retratos, el sentido tan raro y tan poco realista del color, sobre todo en los paisajes, cuando estaba teñido por una luz de atardecer y de sonambulismo, una luz nórdica de visión simbolista.

Solo se puede apreciar de verdad un cuadro si se lo tiene delante. Toda reproducción es mentira. Zuloaga es un pintor de una carrera muy larga y una obra muy copiosa en la que hay, desde luego, cimas y caídas, pero rara vez deja de ejercer un impacto tajante cuando nos encontramos con él. Se nota más todavía en una sala en la que hay también obras de otros. No recuerdo en qué exposición dedicada a Ortega o a Gregorio Marañón vi de pronto su retrato inacabado del grupo del 98 y todo lo que había a su alrededor desapareció. Sucede ahora en la Fundación Mapfre, donde las obras de la gran plenitud que concluye con el comienzo de la I Guerra Mundial y el regreso de Zuloaga a España se muestran junto a otras pintadas por sus contemporáneos, sus maestros y sus amigos de París. Salvo Picasso, ninguno resiste la prueba. Este Zuloaga afrancesado y muy viajero lleva consigo el aprendizaje de la tradición española, pero la mira teniendo en cuenta el modo en que Manet la ha hecho suya y la ha convertido en punto de partida de una modernidad liberada de las blanduras y las vacuidades del academicismo. Su retrato de cuerpo entero de Valentine Dethomas, la modelo joven que sería luego su esposa, muy pálida, vestida de negro, emergiendo de la oscuridad de una playa nocturna, con los labios muy rojos, la mirada fija y una claridad como de lámpara de gas en la cara, es sin duda una de las obras mayores del fin de siglo, con una morbidez carnal como de Manet y un vuelo de alucinación que ya es del todo simbolista, pero de un simbolismo terrenal, como de drama de Ibsen o Strindberg. Situadas la una frente a la otra, la Celestina de Picasso y la de Zuloaga, cada una sostiene con la máxima tensión su campo magnético, su pura fuerza soberana: chocan dos impulsos opuestos en la exploración de la pintura, y se ve claro que ninguno de los dos puede anular o excluir al otro. Los dos cuadros tendrían, para quienes los miraran por primera vez, una sugestión doble de solidez y de atrevimiento. Picasso pinta a una alcahueta tuerta con mantón de beata y cara de burla; Zuloaga a una mujer joven medio desnuda y con las piernas abiertas, en una penumbra que no atenúa el descaro erótico.

La parte más débil de un artista suele ser la que obedece más a la moda de su tiempo. A Zuloaga lo sedujo el misticismo unamuniano de lo atrasado y de lo áspero

La parte más débil de un artista suele ser la que obedece más a la moda de su tiempo. A Zuloaga lo sedujo el misticismo unamuniano de lo atrasado y de lo áspero, y su talento para el dibujo y la precisión visual lo puso muchas veces al servicio de una especie de antropología del exotismo rural. Como sus amigos literatos del 98, tendió a tomar por esencia nacional lo que no era otra cosa que atraso económico, desforestación y falta de regadío y de higiene. Delante de ciertos cuadros espléndidamente dibujados y pintados pero también saturados de detallismo costumbrista y anécdota se despierta, no sin justificación, mi antiguo sectarismo moderno. Luego voy de nuevo a mirar su retrato de la vizcondesa de Noailles, con sus sinuosidades de mujer serpiente y de mujer pantera, y Zuloaga es de nuevo un héroe de la pintura.

Zuloaga en el París de la Belle Époque. 1889-1914. Fundación Mapfre Recoletos. Madrid. Hasta el 7 de enero de 2018.

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